Dom 10.02.2013

VERANO12 • SUBNOTA  › CARLOS GAMERRO

Ella era frágil

–Bueno, pero me imagino que no me habrás hecho venir para mostrarme tus trofeos, ¿eh, campeón?

–Yo no te estoy mostrando nada, Hernán. Sos vos el que te fuiste a mirarlos apenas entraste.

–Este fue en Tucumán. Tu primero en Juveniles.

–Segundo salí.

–En tu primer torneo. Qué bárbaro. Che, mirá el polvo, qué crimen. “Andrés Martel, segundo puesto, categoría Juvenil.” ¿Este es Hércules, no?

–No. Sansón.

–Mirá, con el pelo así te descalifican en cualquier torneo. En la actualidad mi pareja es el Puma Gutiérrez. Te va a causar gracia, ahora el que da los consejos soy yo. ¿Qué pasó con los focos que les habías puesto?

–Ahora ahorro energía.

–¿Ya no te sentís orgulloso?

–Negro, soltalo al vasito de lata que me ponés nervioso.

–¿Vos no pensás volver a competir, no? Hoy cuando me llamaste pensé que...

–No. No fue para eso.

–¿Pero por qué? Al final de cuentas, son sólo cuatro meses...

–Siete.

–Bueno, siete. Andy, escuchá esto, a fin de año tenemos el He-Man 87. Si empezamos ahora...

–Siete meses sin entrenar. Sin tomar nada. ¿Querés que me saque el pulóver para que veas cómo me cuelgan las tetas?

–No te creo. No es sólo eso. Conozco casos peores, y salieron adelante. El otro día me leía Román de la Muscle, de un canadiense. Estaba peor que vos, y ahora es campeón. Si querés te la traigo.

–No, por favor. Esas epopeyas sobre la recuperación del ídolo en desgracia deben ser de lo más aburrido de la literatura culturista. Cuando pienso que yo también escribí sobre el tema... Pero en algo tenés razón. No es el cuerpo. Es lo que lo sostiene, lo que ya no tengo. Ni me interesa.

–Yo por tanto tiempo te pensaba invencible. Todos. Eras el ejemplo. La muestra de lo que podíamos llegar a ser. No entiendo esto que te pasó.

–¿No entendés? ¿Querés que te dé nombre y apellido?

–No vas a hablarme de nuevo de ella.

–¿No supiste nada?

–No, Andy, de dónde voy a saber yo nada. Hace mucho que se separaron.

–Cuatro meses. Y no nos separamos. Ella me largó. Es una diferencia importante, ¿sabés?

–Sí, te entiendo. Pero tampoco hace falta exhibirlo como si fuese un...

–Un trofeo.

–Eso.

–Trofeo al qué. Al boludo. Al cornudo.

–Yo quise decir eso. ¡Andy!

–¿Vos no estabas, no? El día en que apareció.

–No. En aquella época yo todavía no iba al gimnasio.

–Entró sacudiendo el paraguas, con el diario en la mano, y esa fachita suya de pollito mojáu, te imaginás, ese día estaba mojada en serio. Vine por el aviso del diario, me dijo.

–Aquel día estaba desesperada. Te juro amor, entré rezando, y cuando te vi me asusté, eras enorme como un sol, y yo me sentí tan chiquitita que estuve a punto de salir corriendo.

–Vos al principio no le prestabas demasiada atención. Casi no me hablabas de ella.

–Una cogidita para darme el gusto, y chau, ¿no? Ahora, cada vez que me hago la paja, sólo la veo a ella. ¿Te acordás las cosas que decía yo por esa época? Entrar dominando es como estar bien entrenado. Esa tranquilidad: la minita espera, la minita está enganchada, la minita pide. ¡Y vos soberano! El primero en poner las reglas es el que maneja el juego.

–Y más con un harén como tenías, ¿no? Las clases de aerobics eran un jardín de tetas y culos parados floreciendo para vos.

–Lo primero que me propuse, fumigar a las rubias taradas. Pincharles sus culos de plástico. Fue lo más fácil. Casi no me diste trabajo, con eso.

–Me pidió que le enseñara a usar los aparatos, después de horas. ¿Y vos qué vas a levantar? le dije. De caña no tenemos nada. Fue por primera vez en el banco curvo. En medio del ejercicio, me la volteé. Qué fue lo que me pudo, ya desde el principio... ¿Alguna vez te miraron como vos te mirás?

–¿Eh? ¿Qué querés decir?

–Alguien que pueda pasarse horas absorto en tu cuerpo como vos frente al espejo. Que reconozca cada fibra, cada vaso, cada tendón con el amor de una madre que los vio nacer. ¿Vos soportarías la mirada de tus ojos? ¿Esa pasión?

–Ah, sí. Vos preguntás: ¿la mujer entiende? Les gustamos, claro. ¿Pero entienden nuestro arte, cómo modelamos esculturas de nuestro cuerpo vivo? Superiores al deporte, pues es la belleza lo creado; superiores al arte, pues no es piedra inerte sino material humano viviente el formado, forjado, martillado. Vos lo escribiste, si te acordás: Somos los grandes artistas incomprendidos de nuestro tiempo. A eso apunta tu pregunta, ¿no?

–Casi siempre, cuando terminaba de sacarme la camiseta, ella ya me estaba mirando, recorriéndome con la vista los músculos de la espalda, los hombros, los brazos. Asombrada, como si nunca antes hubiera visto algo así. Y después sí, acercaba los dedos y me tocaba, los pasaba apenas rozando, por los dorsales, los trapecios, los tríceps, y cuando llegaba al cuello intentaba como apretar y enseguida soltaba, como si le doliera, y de golpe, cuando menos lo esperaba, me pasaba los brazos bajo las axilas y aplastaba las tetas contra mi espalda.

–Qué fuerte que sos, Dios mío, qué fuerte que sos. Podría apretarte los músculos y me partiría los dedos. Más fácil ahorcarla a una estatua de bronce.

–Mis mejores artículos, escribí en esa época. “Nuestro enemigo es lo posible” terminaba uno, ese que se llamaba “Hombres y culturistas”. Yo era más que humano, ¿entendés? El punto culminante de la evolución. Y ella era un monito que me dictaba las palabras al oído.

–¿No resulta curioso? Fue como la cima de la cumbre. A partir de ese lugar empezaste a declinar. El exceso fue de más.

–Quería más, más, más. Me pedía que se lo repitiera cada segundo del día. El único Andy, el increíble Andy, el gran Andy.

–“Brazos como montañas.” Ese lo escribí para la Apolo también, ¿te acordás? Así me sentía todo yo en esa época. Era una masa inflamada de músculos, venas y tendones capaz de sostener al mundo sobre mis hombros, como el Coloso de Rodas. Nunca me sentí tan potente como entonces.

–¿A vos te parece que yo lo podía frenar, Erni? Mirame. En aquella época tenía los bíceps del diámetro de mi cintura. Como vos, ahora. Yo le suplicaba Andy, por favor, el torneo. Me cago en la preparación, contestaba, me paso la noche de polvos y mañana les gano a todos trabando el meñique.

–Debe haber sido después de una de esas nochecitas, ¿no? El papelón en el He-Man 86. Pasaste de “Fibra” a “Globo Desinflado” Martel, como te llamó la Cultura física.

–Nos tenían mala leche, a los de Apolo. Todavía no estaba tan mal.

–¿Todavía? ¿Y ahora? ¿Te observaste al espejo últimamente? Tenías el lomo más impresionante del barrio.

–Pero vos... vos no sos una persona, sos... sos como un glaciar. Un glaciar enorme que cruje y retumba y estalla las piedras y los árboles que se meten en su camino. Y yo me acuesto a tus pies esperando que me pase lo mismo. ¿Eh? Dale, qué te pasa. ¿Tenés miedo por mañana? Si les vas a ganar a todos trabando el meñique.

–¿Te acordás? Ahora el tuyo es mejor.

–“Te acordás.” Así hablan los viejos, Andy. Si sabés que puede ser recuperado. Yo puedo ayudarte. No me puedo olvidar de todo lo que hiciste por mí, Andy. Si ésta puede ser la oportunidad para devolvértelo, podés contar conmigo. ¡No cejaré!

–¿Devolverme qué?

–Seré el que vos eras para mí antes. Vení, basta de hablar. Una serie vos y otra yo, otra vos y una yo. Como en los buenos tiempos.

–Dejá, dejá. Así estoy bien.

–¿No podés?

–Vos no entendés, ¿no?

–Qué.

–Estoy cansado de la fuerza de voluntad. Me la paso por las pelotas a la fuerza de voluntad. ¿No te vinieron ganas, alguna vez, cuando hiciste veinte repeticiones y sentís que se te cortan los tendones y tu compañero enloquecedor te dice una más, una más, la última, de aflojarte y soltar todo y dejar que la pesa te aplaste?

–No. ¿No querés que salgamos de acá? Vámonos a un bar, a jugar un pool. Esta pieza es demasiado chica para nosotros.

–Estoy esperando, Negro. Hace meses que espero. Si puede pasar va a pasar acá. ¿Para qué moverme?

–Entonces me voy yo.

–Me causa gracia, ahora, aunque no tiene nada de gracioso, acordarme lo que sentía antes de... Tenía casi miedo de cogérmela –¡miedo por ella, yo!–, de dejarme caer sobre su cuerpo y sentir cómo crujía y se quebraba. La veía tan frágil, tan indefensa. Parecía uno de esos pichones de gorrión que de pendejos tirábamos contra las paredes, ¿te acordás? Los tirábamos y no se rompían. ¿Porai porque eran tan blanditos, no? Contra esa pared partíamos cascotes y los pajaritos no se reventaban.

–¿Vos alguna vez viste una patota de nenitos torturando un gato, Erni? ¿Cómo van inventando experimentos cada vez más sádicos para ver si sobrevive? Así jugaba Andy conmigo. Eso era yo para él. ¿Te extraña que lo haya dejado?

–Qué cosa elástica el cuerpo humano, ¿no? Apenas empezás parece que va a quebrarse de nada, como un fosforito, y después... es el juguete irrompible.

–No quiero hablar de ese tema.

–No, hablar no. Sólo escuchar. ¿O todos los días te cuentan historias así de excitantes?

–Si pienso que estás hablando de Lucía, que la exponés a cualquiera de esta manera...

–A cualquiera no, Hernán. Vos sos mi mejor amigo.

–Es por ella que lo digo.

–¿Pero qué te creés que es, vos? ¿La noviecita que quiero llevar virgen al altar? Es una putita hábil, nada más.

–¿Le creés? ¿Le creés a ese hijo de puta? ¿Sabés lo que me hizo y encima le creés? No queda duda, seguís pegado a él, tu ídolo, tu papá. ¿No vas a crecer nunca, Hernán? Para qué tanto músculo si no le soltás la teta, ni ahora que las tiene por el ombligo.

–Me voy ahora. No sigo más.

–¿Te vas? Pará. Una sola cosa antes. Mirá.

–¿Qué tenés ahí?

–¿No ves?

–¿Y para qué carajo quiero ver yo esa cadena?

–Es la que usaba para atar el volante del Falcon.

–¿Y?

–Una mañana me hizo salir a buscarla.

–¿Adónde me atarías? ¿A la pata de la cama?

–No, a la banqueta. Del cuello y en bolas. Te tengo ahí en cuatro patas, mientras entreno, y cuando como te tiro las sobras. Y cada vez que se me dé la gana, te culeo.

–Cuando vos quieras. Sin pedirme. Sin dirigirme la palabra.

–Claro. ¿Y a vos te gustaría?

–Sí.

–¿Por qué?

–Porque yo... tendría el día entero solamente para esperarte, sin saber si cuando vuelvas me vas a coger, o me vas a pasar por al lado sin mirarme, y sin darme nada de comer, y hasta sería feliz si sólo te acercaras a pegarme una patada.

–Estás inventándolo todo, Andy. Nadie puede querer eso. Ni una mina. ¿Por qué alguien va a querer que lo tengan encadenado a la pata de una mesa, como si fuera un perro?

–Porque me harías gozar. Cada noche, al volver, me harías gozar, y ese goce sería lo único en mi vida. ¿Qué podría hacer yo, acurrucada sobre las baldosas, salvo esperar que vuelvas vos para hacerme gozar? Porque así, cualquier cosa que me hicieras, hasta lastimarme si quisieras, me haría gozar.

–Callate. No sigas.

–¿Vos sabés lo que es el amor? No, no sabés. Nadie puede saberlo. Nadie que no haya visto la manera en que me miró cuando le puse a cadena al cuello y cerré el candado. En marcha hacia el gimnasio caminaba con paso de conquistador por las calles de una ciudad arrasada. Nunca hombre alguno tan poderoso, nunca tan libre. Ustedes, todas ustedes desearían estar ahora estaqueadas como un chivito a merced de cuanto macho quisiera volteárselas, pensaba mientras hacía mi ronda entre las máquinas; construía un gimnasio enorme, donde hombres especialmente seleccionados se entrenaban ante la vista de las mujeres sujetas con cadenas a las máquinas, con la lengua extirpada para que nada estorbe nuestro placer. Una cofradía de puros hombres libres, al fin a salvo de la debilidad de las mujeres, riéndonos con poderosas carcajadas y palmeándonos las brutas espaldas como camaradas de armas, sudando el futuro, construyendo cuerpos inimaginables para romper cada día los límites que –según ellas– nos había impuesto la naturaleza. Se me ocurría una idea detrás de la otra, era como una máquina perfecta que ves funcionando y vos conociendo cada palanca, cada botón, cada tornillo, nada se te escapa, está todo ahí y vos viéndolo, por fin entendiendo...

–Yo no. Yo no sé cómo entenderlo.

–He dado el primer paso, pensaba, y quién osará interponerse. Detenerme. Desviarme.

–Salvo un fuego. Un fuego que se despierta en algún rincón de la casa y se despereza. Y la perra atada, yo, huele el humo, gime, ladra y muere asfixiada alucinando en el corredor el ruido de los pasos del amo. Nunca el fuego va a consumir antes que su carne la pata de madera. Ni el escape de gas me va a permitir arrastrarme con mesa y todo hasta la ventana cerrada. Ni un paro cardíaco se privaría del placer de aflojarme la mano a infinitos centímetros del teléfono, tratando de llamarte, pidiéndote que vengas por favor.

–Escapé del gimnasio sin aviso, caminé ofuscado por imágenes cada vez más terribles, corrí barriendo gente, casi tiro abajo la puerta.

–Inventás todo esto, Andy, ¿no? Como todo lo demás. Jugás conmigo.

–Estaba acurrucada en un rayito de sol, enroscada como hacen siempre los perros, tiritando. Levantó la cabeza cuando entré.

–¿La desataste?

–Sí, y le besaba los pies, gritaba perdoname Lucía, no lo voy a hacer más, te lo juro mi amor, no sabés el miedo.

–¿Y ella?

–Me acunaba la cabeza en la falda, me decía pobre mi chiquito, se asustó. Yo lloraba como un loco, me mordía los puños, y sentía tanto alivio. Dijo menos mal que llegaste, ya no podía aguantar más, estaba por hacerte pis en las baldosas.

–Eso no lo dijo ella. Lo decís vos. Es así entonces, Andy. Pero no quiero pensar que fue siempre así. Que te apoyaste más en las palabras que en los hechos, que te supiste mostrar campeón sin serlo. Sos un culturista de los otros, palabrero.

–¿Vos viste cómo se masturban las minas en las películas?

–¿Qué?

–¿Viste o no viste?

–No, Andy, no lo vi. O sí. ¿Qué importa?

–¿En serio querés que lo haga? ¿Acá, enfrente tuyo?

–¿Y dónde si no?

–¿Seguro? Mirá que cuando empiezo...

–Un dedito ahí disimulado, escondidito, el meñique casi seguro, el anular como mucho, se lanza a una exploración suave, delicada, experta, como haciendo a un lado los pétalos de una rosa. Las rodillas se separan un poco, los labios se entreabren apenas... Y el clímax, un entornar de ojos. En cambio ella... Cuatro dedos. Con las gambas tirantes de tan abiertas, la cadera levantada a veinte centímetros del colchón, empezó a darse con cuatro dedos a la vez. Arriba y abajo, adentro y afuera, de un segundo para el otro se puso a funcionar como una máquina automática; y yo, pobrecito yo, la miraba hipnotizado, y no sabía cómo parar esta máquina que por descuido había echado a funcionar. ¿Lo podés ver? Tenés que verlo, para entender lo que me pasó. Ella acá, donde estoy yo ahora, ves, con las gambas así, y yo donde estás ahora vos, atornillado a la silla y con esas mismas ganas de salir corriendo.

–¡Basta! ¡Pará! ¡Parala!

–¿Así, ves? Igualito. Sabía que me ibas a entender. También me tapé los oídos con las manos, quise encerrarme en el baño, le grité las mismas cosas. Ingenuo, Negro. ¿Te creés que a vos sí te va a perdonar? La máquina no te necesita para nada.

–Andy...

–“Tocarse”, dicen, queriendo decir que la mina se masturba. “Tocarse”, y ésta acaba de partirse el cuerpo en dos a golpes de puño.

–¿Vos sabés?

–Qué.

–¿Para qué me llamaste?

–¿No te das cuenta? ¿Cuándo vas a entenderlo? Ellas siempre tienen recursos para todo. Vos le decís: quiero que hagas eso, y te contesta; sí, bwana, y va y hace otra cosa. Siempre hacen otra cosa, nunca ésa. Amenazá, gritale, pateale los dientes. ¿Ahora, esta vez sí entendiste? Sí, te dicen con sangre, y van y vuelven a hacerlo igual. ¡Puta, si hasta un perro, un perro tonto!

–Lucía no es un perro.

–¡Claro! ¿Y vos sabés lo que es, no? ¡Decimeló!

–Andy...

–¿Una gata, no? Una puta gata que siempre cae sobre las cuatro patas. ¿Sabés qué, cuando nos echaron del gimnasio? Yo peor que un fardo de ropa sucia, y ella a flote enseguida. Ayudándome. Se metió de recepcionista en un sauna de hombres. Seguirá ahí, supongo.

–Ya no.

–Me obligaba a darle lo que ganaba. ¿Entendés? Me amenazaba. Se tiraba en la cama revolcándose con los billetes en la mano y se reía.

–Menos mal que Lucía no se puso cargosa con lo de la guita, que si no... Jodíamos con eso, yo era su cafishio, contaba la guita cuando volvía a casa y le decía: ¿Esto solo? ¿Dónde escondés el resto? Y le pegaba un par de bifes, cogíamos, un lujo.

–La degradabas ante tu vista. La hundías en tu propio pozo.

–Sí. Y no te imaginás cómo le gustaba.

–Yo insisto, insisto en no entender. ¿Por qué nos hiciste a todos así? Los que te amábamos, los que te teníamos allá en lo alto, los que sentíamos como un trofeo tu amistad. Ay, Andy. Ninguno lo mereció. Y con qué razón. Buscando qué final.

–No hay final. Siempre lo supe, por algo alguna vez fui culturista. Buscando un extremo que está más allá de la perfección, hasta hacerse monstruoso, y quién sabe cuándo decir basta. No cuando llegamos, apenas cuando nos da miedo seguir.

–Tengo ese miedo, Andy.

–Ya falta poco.

–No lo dejes, Hernán. Te está acercando la cabeza a la tabla, afila el cuchillo. Vos sabés cómo es con las palabras. No dejes que te lleve a su terreno. Resistite, pataleá. Tenés que hacerlo por noso-tros, Hernán, Hernán.

–Todo empezó con una pregunta más bien simple.

–¿Me matarías? ¿Serías capaz de matarme?

–¿Entendés, empezás a ver más claro? A pesar de todo lo que había pasado, no estaba preparado. Pensé: ¿Es en serio o es en joda? No, es en joda, decidí, y jodiendo le contesté: sí.

–Contame cómo lo harías.

–Y yo, para seguirle la corriente, que te tapo la boca, te arranco la blusa, todo eso.

–¿Y ella?

–¿Eso también? ¿Y después?

–Después te abro bien abiertas las gambas.

–¿Cómo? Mostrame.

–Ella te sigue la corriente, como si todo fuera de verdad. Pero vos sabés que no, ¿no? Es un juego, y sólo juega bien.

–¿Y si me resisto? ¿Y si te muerdo?

–Te agarro del pelo y te lo tiro para atrás, así. Hasta que la nuca te toque la espalda.

–Y mientras tanto me cogés. Me la das... bien fuerte. Me dislocás las... aay... gambas.

–Claro. Como estoy haciendo ahora.

–Y con la... otra mano...

–Te agarro del cuello.

–Y me apretás.

–Cuando empezó sí fue un juego, vos por eso te largaste, inocente, como un nenito al que un adulto le propone, en una plaza, cosas. Pero ahora ya estás metido. Y entonces algo pasa, y algo más, y cuando te querés acordar...

–Y me apretás.

–Y vos te decís todo el tiempo “ahora paro”. Y te lo decís de nuevo, y de nuevo: “ahora paro - ahora paro - ahora paro.” Y lo seguís repitiendo, al ritmo, cada vez más rápido. “ahora paro – ahora paro – ahora pa...”

–¿Vos querés que te rompa el alma, Andy? ¿Eso querés?

–¿Será parte del plan? ¿Estaría bien, no?

–¡Estuviste a punto de matarla! ¡A Lucía!

–Nooo. Eso es lo que vos creés. Te asustaste y la soltaste. Claro, te olvidaste de quién era. Pero no te preocupes. Ella te lo va a recordar.

–¿Por qué paraste?

–Cómo por qué. ¿Qué querías, que te matara?

–Estaba por acabar. ¿Por qué paraste?

–Ella misma te pregunta “¿por qué paraste?”, y vos medio asustado por si la llegaste a lastimar, y ella...

–Tuviste miedo. No te animaste.

–Lucía...

–Sabía. Sabía que no te ibas a animar. ¡Estaba por acabar, maldita sea, estaba por acabar como nunca y lo arruinaste todo!

–Te dice que le gustaba, hubieras seguido te dice, fuiste un tonto en parar.

–¡Cagón! ¡Eunuco!

–Cuando una mina te dice “haceme todo lo que quieras, todo”, y te lo dice en serio, es un riesgo que corre. Pero un riesgo que vale la pena. De ese juego puede salir muerta. Pero si sobrevive, cagaste. Porque era la última oportunidad que te daba.

–¿Y vos qué querés de mí? ¿Que la mate yo?

–No, Negro. Gracias, igual. Pero no es eso.

–Qué, de una vez. Qué querés.

–Debe ser tan fácil conseguir al que disfruta de dominar. Somos tan reemplazables. Es el que está dispuesto a someterse a todo, a todo, a siempre más de lo que podés humildemente ofrecerle, el que es la joya única, el ave inhallada, inconcebible. Nunca debiera uno, yo, abrir la mano y soltarla. Sólo con apretar un poquito más... Pero no, ya era demasiado tarde. Me habían descalificado. Me arrodillaba y le lloraba en la falda, un gusanito de miedo entre los muslos, yo te quiero Lucía, por qué voy a pegarte si yo te amo, dejame que te cuide por favor, ya no quiero tanto, yo lo que quiero es que seas mi novia.

–Pero no... Andy, mi amor, qué te pasa. Mi Dios, mi Dios, parate, erguite, imponete. No me dejes por favor, no me dejes sola acá arriba, bajame de un sopapo te lo pido por favor, sola así otra vez no.

–¿Eso querés hacerme creer? ¿Que se fue con otro porque vos ya no podías más lastimarla, violentar su persona?

–¿Se fue con otro? ¡Qué sabés! Decimeló.

–No, pará. Entendiste mal. El punto es otro.

–Qué otro. Decime quién es.

–No sé, no sé nada de ella yo. ¿No te das cuenta?

–Si lo supieras me lo dirías, ¿no?

–¿Eso es lo que querés de mí? ¿Que la vigile, que la espíe? ¿Tan bajo me buscaste el lugar?

–No te digo con quién coge. Quién podría llevarle la cuenta ahora, si antes ni yo podía. No...Si lo que tiene ahora es algo... estable, no, qué risa. Fuerte, digamos, peligroso. Aunque si existiera algo, seguro me lo haría saber. Porque en el fondo lo hace por mí, ¿sabés?

–Qué. Qué.

–Qué suerte que te encontré, Erni mi amor. Yo pensaba que ya no... Después de Andy, yo necesitaba tanto un poco de paz, un lugar donde me quieran, me respeten. No te das cuenta lo nuevo, lo increíble que es esto para mí.

–¿Qué querés, eh, qué me demandás? ¿Vas a pedirme que te la traiga acá de los pelos, que la pare y le diga “¡Hablá! ¡Hablá!”, empujándole las espaldas con la mano? ¿Sólo así vas a disipar la figura innoble que querés inventarme?

–Pero vos, Negro ilusorio, ¿te creés que me importa la verdad? Es mi Lucía contra la tuya, a ver cuál gana.

–Hernán, carajo, te avisé. No te dejes. ¿No entendés lo que está haciendo?

–Hay gente que un pollo te lo eviscera sin romper nada, sin ensuciarse, casi sin esfuerzo. ¿Pero uno no, no? Uno mete el cuchillo en cualquier lado y corta a ciegas, revuelve sin saber qué hace y se exaspera, rompe las articulaciones, mete la garra adentro y tironea, se pasa las manos por la cara y se enchastra. Uno, uno no sabe qué hacer con ese revoltijo, uno se arrepiente de haber empezado pero ya no puede volver atrás, sigue rompiendo, esperando que en algún momento se termine, que salga todo y se acabe de una vez.

–Estoy abierta, mi amor, estoy abierta para vos, nunca estuve tan abierta para nadie en mi vida, si tratara de abrir las gambas así en otro momento me desgarraría los tendones. Mirá lo que te muestro, mi hombre, miralo, si no lo ves bien lo abro más con los dedos, así. ¿Lo ves? ¿Lo ves? Sos al primero al que se lo muestro. Estoy abierta como un mar, quiero una ola de esperma que me ahogue el corazón.

–¿Estás loca, Lucía? ¿Acá, enfrente de él?

–¿Y qué? ¿Te creés que se va a asustar? El no tiene tanto miedo. Sabría exactamente qué hacer. Yo le enseñé. ¿Lo ves? Así como lo ves, a vos que te parece arruinado, no tiene rival. Es único.

–Estoy seguro de que todavía no terminó conmigo. Estoy seguro de que todavía me tiene reservada alguna, la peor, la definitiva.

–Yo pensaba decírtelo, Andy, pero ella me pidió que esperara, dijo que te tenía miedo, que eras capaz de destrozar todo con dos palabras, que podías inventar... Yo siempre quise ser como vos, Andy.

–Se me van ocurriendo cosas, y las voy descartando, porque sé: si a mí puede ocurrírseme, ella no lo va a hacer. Siempre va a ser peor. Mirá, noso-tros dos juntos, poniéndonos a pensar un año seguido, ni llegamos a imaginar lo que ella simplemente hace de un momento a otro. Y lo va a hacer, creéme, por más que juntemos nuestras fuerzas como antes nos gana a los dos con los ojos cerrados. Esta vez no va a ser la excepción, ¿entendés?

–¿Querés escucharme un minuto? ¿Querés escucharme?

–¿Y sabés por qué? Tardé mucho en darme cuenta, estos días y meses tardé. ¿Sabés por qué? Porque todavía piensa en mí. Todavía le hago falta. ¿A vos te parece que si no, seguiría tratando de joderme?

–No sé, Andy. No sé.

–Sea lo que sea lo que está tramando ahora, lo hace para mí, entendés, solamente para mí. Quienquiera que sea el forro que ahora está usando, no se imagina que el pobre tipo al que le ganó la mina triunfa sobre él, le pone los cuernos por detrás aun cuando se la está cogiendo, lo deja ver la pajita que está metiendo en el culo ajeno y no la viga en el propio.

–¡Basta!

–Quiero que se lo digas. Es el favor que voy a pedirte, como amigo, porque sos mi mejor amigo, ¿sabés? El único que me queda, el único que no logró quitarme. Por eso te llamé. Quiero que le digas eso, que estoy esperando, que estoy listo, cuando ella quiera. Vos la conocés, sabés dónde encontrarla. Te pido sólo ese favor. Que vayas y le hables. Porque estoy cansado de esperar.

–No hacía falta tanto. En serio, no hacía falta tanto.

–Es que tenés que saber muy claramente lo que le vas a decir. ¿Lo entendiste bien? Hace meses que estoy acá encerrado como una araña esperando, y ahora vos sos mi tela. Por eso tenía que verte y contarte todo esto, por eso te hice venir, hoy. Tenía miedo de que, si no, no lo ibas a entender.

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