Cuando terminé de escribir mi segunda novela, Glaxo, quedé con un impulso de escritura que perduraba más allá del proyecto escrito. Y me puse a escribir, para aplacar ese deseo, un relato que buscaba narrar una sensación: el verano. Quería escribir un cuento luminoso en el cual la aventura vertebrara las acciones. Y que tuviera en estas palabras (durazno, bicicleta, caballo y río) condensado su espíritu, su clima. Un cuento atravesado por la sensación del verano: el durazno, para mí, es el objeto que mejor representa esa sensación. Comencé a pensar, entonces, en un viaje. En un recorrido de no más de treinta kilómetros realizado por dos chicos. Dos chicos de la periferia de un pueblo. Dos chicos que trabajan y, en medio de esa obligación, conviven con el juego, con los restos de una infancia que no quiere irse. Que regresa como una forma de refugio. Polo y Cachila se mueven en los alrededores de cierta abundancia que está vedada para ellos. Se mueven por esos bordes y construyen una mirada tensa –por ahora algo ingenua– pero que no deja de percibir cierta injusticia. Tienen que ir a buscar un caballo que pastorea junto al río Salado. El caballo es el animal que mejor representa la posibilidad de una aventura. Ahí está, sudoroso, a orillas del río. La aventura sucede en un camino más o menos conocido. La aventura, para ellos, no es lo desconocido, es lo imprevisto, es la posibilidad de tener lo que otros tienen. O es el desafío de enfrentar un riesgo. Y esa aventura se arma con restos, con elementos desechados por el mundo. De ahí lo anacrónico del tiempo. ¿Cuándo sucede el cuento? ¿En qué época? Hay un aire anacrónico propio de los suburbios de un pueblo: donde las cosas, los cuerpos y la lengua se erosionan. Donde convive la novedad tecnológica, por ejemplo, con un caballo. Ese resto anacrónico que funda, como un humus, la periferia –podría decir, no sólo de un pueblo– es lo que se narra aquí. Y en ese tiempo que, incluso, puede ser este tiempo.