VERANO12 • SUBNOTA › PABLO RAMOS
En cuanto entré me pidieron el bolso. Se los di. Era una oficina lujosa. Piso de porcelanato importado, un juego de sillones como para que descansara un equipo completo de rugby, dos escritorios de caoba y una pecera enorme a la que sólo le faltaba un tiburón persiguiendo a un buzo. Me pidieron que me sacara la ropa. No dije nada, me habían medicado y todavía estaba sumergido en ese estado de culpa suprema en que me dejaba el consumo compulsivo de drogas y alcohol. Yo sentía que todo lo que quisieran hacerme estaba bien, que no tenía derecho a protestar, a pedir nada, que era un deficiente moral y debía ser tratado de esa manera, aunque la clínica costara cinco mil dólares por mes. Mientras me desvestía vaciaron mi bolso sobre el escritorio. Lo hicieron con delicadeza, cosa por cosa, pero sin pudor. Como si el contenido fuera de propiedad pública. Traté de sentir la indignación o la ira que debía sentir por lo que me hacían pero no pude; abarrotado de estabilizadores, antidepresivos, sales de litio y sedantes, me limité a mirar hacia el bolso y a hundirme sin protestar en la más profunda de las humillaciones. Tantearon los dobladillos de los pantalones, de las camisas, les sacaron los cordones a los calzados y seleccionaron lo que podía o no podía quedarme. Nada de objetos cortantes, ningún perfume ni desodorante en aerosol. Ninguna soga, soguita, ningún libro que no tuviera que ver con lo estrictamente relacionado con la recuperación. Yo no tenía ninguno de ésos. Tenía sólo una novela que había empezado a leer hacía siglos y que nunca me dejaba pasar de la página 15. No porque me resultara pesada, todo lo contrario. Sino porque en la página 15 sucedía un diálogo entre una muchacha y un bastardo que era el protagonista de la novela y que a esa altura ya estaba definido como un borracho perdido, como un exagerado, como un loco dueño de una lucidez desbordada y desbordante, pero soberbio como un boxeador invicto. El diálogo lo sabía de memoria. No porque yo fuera un gran memorioso, sino porque no duraba nada. Era una trivialidad que nunca alcancé a entender por qué me llamaba tanto la atención. “Querés enojarte, ¿no es cierto?”, le decía ella y a él le daba tos. “No”, le contestaba él. “No es cierto. Hoy fue un día bien hecho. Un día casi armado. Un día construido, como una estrella.” El libro me lo había regalado un preso bastante viejo de la cárcel de Caseros. Fue unos años antes de que la cerraran, cuando en uno de esos aterrizajes fui a parar al mismo infierno. Yo no leía el diálogo suelto, sino que me gustaba venir leyendo, llegar hasta ahí y sentir lo del día construido. Yo estaba seguro, desde algún misticismo, de que en esas palabras había un secreto que el que las había escrito quería compartir conmigo y nada más que conmigo. Un secreto cuya respuesta tal vez ni él mismo supiera. Pero eso a mí no me importaba: la respuesta era lo de menos. Sólo una cosa me molestaba, una coma. De tanto pensar en el diálogo yo había descubierto que una tontería, o lo que podía ser visto como una tontería, o sea, una coma, hacía al secreto más imperfecto de lo que en realidad era. Entonces la borré con una Gillette. Era en la oración de la estrella. El libro decía: “Un día construido, como una estrella”. Yo le había sacado la coma y había dejado “Un día construido como una estrella”. Fue la primera vez que escribí algo en mi vida. Si es que eso es escribir. Y aunque no hubiera sabido explicar por qué, sentí que tenía, desde ese momento, una justificación verdadera. Sé, y eso es lo que intento decir, que desde ese día el suicidio dejó de estar cerca de mí. Y mi libro pasó a ser un ejemplar único y de un valor incalculable.
Me terminaron de palpar y guardaron mis cosas. Mi socio, olvidé decirlo, estaba a mi lado. Me miraba con tristeza. Y era lógico. Yo, que debía estar en la cima, que ganaba veinte mil dólares por mes, que vivía rodeado de mujeres hermosas, amigos nuevos y toda la fantasía que pudiera comprar, estaba otra vez en el fondo de mi pozo más oscuro. Al borde mismo de perder la razón.
–El libro me lo quedo –dije.
–Prometiste hacer lo que te pidieran –me atajó mi socio.
–Me lo quedo, y si no me dejan no lo leo. Promesa.
Me lo quedé, pero al resguardo de la administración de la clínica. Era mi tercera internación y yo ya conocía el funcionamiento de esos lugares. En Malvinas Argentinas, básicamente, querían el dinero de los pacientes y cero problemas. Si no armaba discordia, seguro me daban el libro cuando yo lo pidiese. Me dieron el OK de entrada, y un número de habitación: 016. Lo pactado con mi socio había sido un mes, y después de eso unas vacaciones de otros dos meses en las sierras de Córdoba. Pero las semanas empezaron a pasar y las drogas que me daban, tan potentes que a veces me dejaban tirado días enteros, hicieron que perdiera la noción del tiempo. Supe después que estuve casi treinta días recibiendo el electroshock químico, cura de sueño que le dicen ellos, que tienen un nombre para todo, una imaginación infinita para que estas cosas suenen un poco más livianas, tengan un toque moderno, un tenue aroma de flores silvestres. Cuando me bajaron la dosis llenaba palanganas de baba en cuestión de horas. Sencillamente se me juntaba tanta que tenía que ir por la clínica con una manguerita en la boca conectada a una pipeta que apretaba con la mano. Mi novia de entonces me vio y no pudo esconder un gesto de asco, o no lo quiso esconder. Había traído mate con facturas y ni siquiera se le ocurrió cebar uno, ni para ella. A los quince minutos de visita me besó en la frente y me dijo que si necesitaba algo se lo pidiera por teléfono. De más está decir que no volví a verla nunca.
El único que venía regularmente a visitarme era Gastón, mi socio. Para el resto de la gente: mi madre y mis hermanos, yo disfrutaba de unas vacaciones en Villa General Belgrano. En un spa. No valía la pena (me dijo mi socio en cuanto estuve en condiciones de usar el neocórtex) asustar a nadie. O sea, yo estaba en sus manos. Mi socio era más que mi socio, era mi hermano. Un hermano elegido, un ser incondicional. Pero tengo que decir que eso no impidió que yo tuviera sueños paranoicos. En mis sueños no salía nunca de esa clínica. Todo envejecía, la gente a mi lado, los médicos, el mismo edificio envejecía y se convertía en una ruina. Mi socio seguía visitándome, pero lo único que hacía era hablarme y hablarme hasta lograr que yo le renovase la promesa de que me iba a quedar una semana más, de que iba a llegar hasta el final del asunto. Esas eran las palabras que él usaba en los sueños y que había usado en la realidad, y que me repetía en cada visita. En esos sueños yo llegaba a desconfiar tanto que trataba de buscar claves en las conversaciones que él tenía con los diferentes médicos, ancianos todos, igual que él, igual que yo. Las palabras “llegar hasta el final del asunto” se iban desdibujando, y como si fueran construcciones cabalísticas me terminaban por revelar su verdadero significado. “Llegar hasta el final del asunto” quería decir “permanecer internado hasta el día de mi muerte”. Debido a esos sueños, al susto que me causaron los sueños, fue que me propuse tomarme las cosas con seriedad. O hacer, en realidad, que me las tomaba con seriedad. Actuar. Y de golpe me comprometí con todo. Con la limpieza del cuarto, con la higiene personal, con la terapia de grupo (aunque me parecía una imbecilidad) y en dos meses fui el interno modelo. Mi lucha por bajar de lo que ellos llamaban “soberbia metafísica” o “grandiosidad egocéntrica” o no me acuerdo qué mierda más, era puesta como ejemplo para los otros internos. Me hacían escribir un informe diario, a mano alzada, de por lo menos una carilla de extensión, donde tenía que expresar y justificar, enumerándolas primero, las actitudes correctas e incorrectas que había tomado en el día. Era tan fácil escribir lo que ellos querían oír que yo sabía que si seguía así, si lograba soportarlo, la fecha estimativa del alta no tardaría en anunciarse en alguna sesión. Yo no tenía firma, no podía irme por mi cuenta, me habían declarado circunstancialmente falto del dominio de mis facultades mentales. Peligroso para mí y para mi entorno. Me habían declarado loco de atar, los hijos de mil putas, pero, como dije, los convencí rápido.
Mi grupo de terapia era una romería de gente de lo más extraña. Un escultor de mi edad y al que se lo veía normal, una pintora que ya no pintaba o que pintaba pero cosas que no se podían ver porque usaba colores alejados del campo de visión de la especie humana (creo que pintaba para unos venusinos que la habían visitado y le habían dejado algo así como un juego de pinturitas marcianas). Un señor viejo que exigía su derecho a la eutanasia y gritaba todo el día que lo mataran, que se había cansado de vivir. Un poeta del barrio de Belgrano, cuatro drogadictos y yo: el recién llegado, según ellos me presentaron. Las sesiones eran todos los días a las diez de la mañana, después del desayuno, y estaban coordinadas por un ayudante terapéutico que ni siquiera era estudiante de veterinaria y que se lo pasaba leyendo un libro de cría, reproducción y comercialización de conejos. Lo primero que hacíamos, después de desayunar, era leer en voz alta un párrafo de un libro que siempre era el mismo libro y que se suponía la Biblia terapéutica de la clínica. Alguien lo leía y los demás escuchábamos con atención, sin cruzar los brazos ni las piernas –porque si no se cruza la mente– y sin chistar. Luego de la lectura nos quedábamos cinco minutos en silencio, alguien encendía una vela a una estatuita de un Buda que más bien parecía un Ekeko y comentábamos en voz alta lo que habíamos sentido y pensado al escuchar la reflexión del día. Cuando decía “sentido y pensado”, el hijo de puta del criador de conejos se tocaba el pecho y la cabeza respectivamente, como para indicarnos en dónde se suponía que teníamos que tener el alma y la conciencia. Nosotros, por supuesto; lo que es él las debía tener en el culo. El libro en cuestión lo decía todo con el título. “El peregrino de la armadura oxidada.” O algo por el estilo, si es que esas cosas pueden ser clasificadas bajo algún estilo distinto del de la palabra mierda. Mierda es poco: mierda para subnormales amantes de la más inmunda de las mierdas. Las cosas que ese libro decía, el tono exagerado y solemne con que intentaban componer fábulas moralizantes sobre el bien y el mal, sobre la posibilidad de elegir siempre la felicidad como si fuera un melón maduro para la cena, son verdaderamente irreproducibles. Creo que valor terapéutico tenía, porque uno nomás de escucharlo quería reinsertarse en la sociedad inmediatamente, consumir celulares, microondas, cambiar el auto todos los años, meterse en créditos, pagar las facturas en fecha, tener hijos, amantes, comer fideos todos los domingos en casa de suegros radicales o peronistas, cualquier cosa que lo mantuviera lejos del “Camino del sol”. Al peregrino, que no sé por qué se le había ocurrido caminar por el mundo llevando una armadura en vez de un bolsito y un par de zapatillas cómodas, se le iba oxidando la coraza de hierro, y si antes le había servido de defensa a los ataques de no sé quién (seguramente del padre, porque en ese lugar la culpa de todo la tenía el padre), ahora que se suponía que él había crecido y esa protección se había oxidado, había que animarse a sacársela y vivir sin ella. No era una elección muy difícil para el peregrino, pero se sobreentendía que en el momento en que se la sacaba, que se libraba de ella, uno tenía que emocionarse. Yo llegué a derramar unas cuantas lágrimas de verdadero dolor, porque nunca en mi vida me había sentido tan ahogado, tan claustrofóbicamente desesperado, tan cerca de enloquecer de verdad. El padre. Todos mis compañeros de terapia hablaban mal de su padre. El más increíble era el escultor. Su padre era un empresario muy conocido de un monumental multimedio y le pasaba diez mil dólares por mes para que él se dedicara a la escultura. El escultor vivía esto como una humillación, decía que su padre lo hacía para mantenerlo alejado de los negocios familiares. Lo más increíble es que a él no le interesaban los negocios familiares, es más, se decía cercano a las ideas del socialismo. Pero aceptaba sin más esa “limosna” porque “no le quedaba otra”. Supongo que el padre sabía bien que su hijo era tan inútil para los negocios como para la escultura, y entre arruinar un buen negocio y hacerle un poco de mal al arte, cualquier tipo normal elegiría lo mismo. Las demás historias eran parecidas, excepto la del viejo que ya ni se acordaba que había tenido padre, y la del drogadicto 2, que había matado al suyo de un tiro en la nuca mientras dormía. Lo increíble fue que yo, que hubiera sido pasto para las bestias, ni siquiera hablé de mi padre que recién había muerto, y al cual llevaba bien atorado en la garganta, y en los doscientos treinta y cuatro días y medio de estar en ese lugar, creo haberlo recordado sólo una vez. De todos modos, siguiendo adelante con el plan, los escuché a todos con atención. No me caían mal, pero el hecho de que se dedicaran a alguna rama del arte me alejaba de ellos. Siempre consideré a los artistas prescindibles. En un momento me alegró darme cuenta de que ningún trabajador en serio estaba en ese lugar. Pero la alegría me duró poco. ¿En qué pensaba? Las drogas me condicionaban tanto que me impedían llegar de la misma manera a la locura como a los razonamientos más elementales. Los pobres con suerte iban al Borda, los que tenían mala suerte al Open Door. Yo había visto el Open Door: un depósito de cadáveres vivos. Un pozo fétido donde la tortura es más que legal, donde un plato de comida babosa y fría es la única caridad que los internos conocen. Uno llega casi loco y con suerte se vuelve loco. Cólera, sida, sífilis, tuberculosis y una gama completa de enfermedades medievales florecen ahí como hortensias en el campo de un millonario. Casi nadie sale. Yo conocí a uno que sí. Jamás vuelve a ser una persona el que tiene la desgracia de respirar su aire envenenado. Pero yo no estaba en un hospital público, yo estaba en la cima: en la clínica Malvinas Argentinas, un hotel para adictos y borrachos atendido por los amigos de sus dueños. Y así seguí día a día hasta cumplir mi sentencia.
El escultor y yo llegamos al alta al mismo tiempo. Los demás no pudieron hacer nada, excepto el adicto parricida, que se escapó. La pintora era un caso grave y para lo único que pintaba era para vitalicia, y del viejo y los demás ni siquiera me acuerdo. El escultor me confesó que no tenía ningún problema mental, que se había autointernado para “mirar la locura de cerca”, pensaba representar su experiencia en un monumento de varias toneladas de hierro. Me mostró los dibujos. Una semana antes de salir trajeron a un pibe de diecinueve años con el brazo cosido como un matambre. Esposado, en musculosa, con un tatuaje del Sagrado Corazón en el hombro izquierdo y un tatuaje de San Jorge en el derecho. Su nombre era Abel y había malherido a otro en una pelea de calle. Era un chico de la villa, pero la madre trabajaba para una millonaria y la millonaria se había ofrecido a pagar los pesados aranceles del loquero. Yo iba a saber todo esto tiempo más tarde, cuando la vida me volviera a cruzar con Abel y nos hiciéramos amigos. Abel bautizó al escultor con el nombre de Hepatalgina, porque dijo que ésa era la única droga que había probado. Fue a las horas de llegar que lo bautizó, y a los tres días del bautismo el escultor Hepatalgina decidió darse de alta. Supongo que habrá intuido que lo iba a pasar mal. En la ceremonia del alta (porque había ceremonia), los terapeutas (a muchos de ellos jamás los había visto) manifestaron su satisfacción por los logros obtenidos. Prácticamente yo lo había conseguido todo. Así me lo hizo saber, también, el criador de conejos en su discurso de despedida, frente a todo un auditorio de dormidos, enajenados y babosos. Fue muy emotivo. Me enteré de que, en el tiempo de internación, yo había logrado perdonar al mundo y a mi padre, reafirmar mis creencias espirituales, sentirme parte de una cadena interminable de seres unidos a las estrellas por un hilo de oro puro, entender que vine al mundo a cumplir un destino, que debo encontrar ese destino y aceptar que cada cosa que pienso por mi cuenta es una mierda enferma, porque la enfermedad del alcohol es para siempre y que hasta el día en que me muera voy a tener que preguntarle a otra persona lo que es más conveniente para mí. Me dieron el teléfono de esa persona y el precio de los honorarios por consulta telefónica. Me dieron también un certificado. Recuperé mis facultades suspendidas, saludé a Abel, intercambié datos con el escultor, prometí visitar a los más chicos y a los más drogados, contactar a los venusinos amigos de la pintora ultravioleta y amar al prójimo como a mí mismo.
Esa misma noche me emborraché.
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