Sáb 18.01.2014

VERANO12 • SUBNOTA  › POR MARCOS HERRERA

Espejo

Principio y fin

Le pegaba al culo del caballo con un trozo de cable coaxil. Lejos se escuchó el estampido de un tren lanzado a toda velocidad. El suburbio se había transformado en campo y la tarde en noche cerrada. Y él le pegaba al caballo con ese pedazo de cable para que el animal no aflojara el galope. Nunca se sabe cuándo van a aparecer los milicos, pensó. Porque siempre aparecen de golpe y de a muchos.

Pero éste es el final de la historia, así que vayamos al principio, o a uno de los posibles principios.

Hay una habitación con las paredes blancas, sin ventanas, con una puerta que da a un patio sucio lleno de botellas de cerveza vacías. Y ahí están Silvina, Cromo y él. Hay una mesa en la que está el horno de microondas en el que Cromo cocina la ketamina. Hay cuatro sillas de plástico. Hay un cenicero que rebalsa. La ketamina es un anestésico para intervenciones quirúrgicas menores. Incide en ciertas zonas del cerebro y afecta al sistema nervioso central. Cromo tenía un contacto en el hipódromo que les robaba la ketamina a los veterinarios. Cromo recibía la sustancia y la cocinaba en el microondas. El agua se evaporaba y quedaba ketamina cristalizada. Silvina lo ayudaba a fraccionarla. Cromo la vendía en un par de discotecas. Si estás muy bichado, decía Cromo, la ketamina te da como un resbalón, parece que estás flotando.

Silvina y Cromo empezaron a besarse y él se levantó, se puso la remera y se fue. Caminó por las calles vacías. Cinco de la tarde. Calor. Zona de galpones, talleres mecánicos y curtiembres. Avellaneda cerca del Riachuelo. Una ciudad fantasma, los sábados. Caminó sin rumbo y cuando se cansó se subió a un colectivo. Pensó que esa tarde tendría que haber ido a visitar a su madre. Su madre estaba en el manicomio. La habían internado hacía casi un año. A veces salía. Pero por su propia voluntad volvía sola –como si el manicomio fuera su verdadera casa, el lugar donde realmente estaba a salvo– a internarse. El iba a verla casi todos los sábados. El manicomio era un lugar semiabandonado. Y las locas deambulaban como linyeras. El le llevaba algo para comer. Ella le pedía cigarrillos. El salía del loquero y cruzaba al kiosco. Compraba un atado de Philip Morris. Se le iluminaban los ojos a ella cuando él le daba los cigarrillos. Prendía uno y le agarraba la mano a su hijo.

El colectivo avanza hacia el sur por la avenida Mitre. El sol va cayendo y la gente va poblando de a poco las calles calientes.

Ruinas

En la cocina está su tío, el hermano de su madre, y la hija de siete años. La televisión está prendida pero nadie la mira. Su tío fuma y toma cerveza.

–¿Hoy salís a chorear, maricón? –dice su tío. Una cocina de una casa en ruinas. En una zona llena de casas en ruinas.

El no le contesta. Abre la heladera y agarra una manzana. Si no fuera por lo que él roba no habría televisor ni cerveza ni heladera.

¿Vos sabés lo que es el futuro?

Sale al patio. Busca su celular en el bolsillo. Es Chispa. Un mensaje: llamame, forro. Tira el centro de la manzana en un rincón.

Camina para el lado del club. Son casi las ocho. Todavía hay una claridad aunque la noche ya va mordiendo el cielo. No llama a Chispa porque sabe que lo va a encontrar en el club, tomando fernet. Camina como si no caminara. O como si caminara para atrás. O abajo del agua. Velocidad cero, piensa. Pero llega al club y encuentra a Chispa sentado en una mesa cerca de las mesas de pool.

–Cayó piedra –dice Chispa levantando su vaso de fernet con Coca-Cola. El le da la mano como si no quisiera darle la mano y se queda mirándolo, esperando que hable.

–Sentate, Gaucho puto –dice Chispa. El se sienta y levanta las cejas. Y es como si con ese gesto hubiera hecho que la esfera transparente del destino se hubiera puesto a girar.

–Gaucho, si la cosa sale bien, nos salvamos.

–Contá.

–Pero antes decime: ¿vos sabés lo que es el futuro?

Estaba acostumbrado a las introducciones de Chispa. Filosófico se ponía. Antes de ir al grano daba vueltas. Canciones mudas. No conectaba hasta que conectaba.

–Nadie sabe lo que es el futuro, Chispa.

–El futuro es un espejo –dijo Chispa. Hizo una pausa y tomó un sorbo de fernet–. El futuro, Gaucho, es un espejo que siempre va adelante nuestro, nunca se puede alcanzar. ¿Y sabés qué se refleja en ese espejo?

–No.

–Nuestra jeta de cagazo, Gaucho. ¿Y sabés por qué? Porque el futuro es in-cer-ti-dum-bre. No sabemos qué va a venir y tenemos miedo, ¿entendés, man?

–Más o menos, Chispa.

Perdiendo el tiempo

Doce de la noche, bailanta El picaflor, Constitución. Chispa toma Fanta naranja porque no quiere agregar más alcohol a su sangre. Gaucho lo mira, sigue esperando que le cuente cuál es el plan con el que se van a salvar.

Chispa y Gaucho se conocieron en la Unidad Penal IV, provincia de Misiones. Habían compartido un intento de fuga que se frustró cuando en un operativo de rastrillaje los agarraron caminando por la ruta 213 rumbo a Corrientes. Habían limado los barrotes de las ventanas del pabellón, salieron al playón deportivo de la Unidad y cortaron el alambrado perimetral. Ambos de 18 años, estaban procesados por robo calificado y portación ilegal de arma de fuego. Procesados pero no condenados, como más de la mitad de los reclusos de las cárceles de Argentina.

Pero ahora son las doce de la noche y están en la bailanta El picaflor, en Constitución. Pasaron un millón de años. Ahora, ellos son viejos. Tienen 27 años. Vinieron a Buenos Aires, trabajaron para la banda de Arregui. Conocieron a Vernon la noche que acuchilló a ese pobre tipo en un puterío de La Boca. Después Vernon empezó a volverse cada vez más loco (y ya era loco) y Arregui lo mandó a la quinta del ñato, chau, a mirar crecer las flores desde abajo. Conocieron al Turco y a toda la banda de Varela, piratas del asfalto y falsificadores.

Al poco tiempo de estar en Buenos Aires, Gaucho la fue a buscar a su madre. A los cinco meses cayó el hermano de su madre con su hija.

Pero ahora son las doce de la noche y está por subir al escenario Néstor en bloque, cumbia villera para que la marea de carne humana transpire bajo las luces. Y después será el turno de Altos cumbieros, Karicia y La repandilla.

De repente Gaucho deja de estar ahí. Ignora, de repente, el ruido y las luces que acribillan el espacio, el aire denso. Ignora la carne humana moviéndose en esos rituales previos al apareamiento. Entonces Gaucho recuerda. Y ve. Hay una guitarra tirada en el pasto después del asado. Es la guitarra del loco Gómez. Eso fue hace tres meses en la casa de Mamá Bety, en Florencio Varela. Mamá Bety es la reina del hampa. Entiende todo. En ese asado se tomó vino tinto con hielo. Trece damajuanas. Vasos de plástico, descartables, teñidos por el vino barato. Gaucho ve la guitarra del loco Gómez tirada en el pasto. Gaucho ve cómo Chispa se va con Susana a una de las piezas. Sabe (puede verlo) que en la pieza en penumbras hay un ventilador moviendo el aire.

Pero ahora son las doce y media de la noche y Chispa toma Fanta naranja porque hay un mito carcelario que dice que la Fanta corta el efecto de la cocaína. Y si puede curar esto, piensa Chispa, también puede rescatarme del alcohol.

Decisiones difíciles

La noche a veces es un remanso cristalino y otras veces una tormenta. Cuando la noche es una tormenta hay que moverse. Y ahora es una tormenta, piensa Gaucho. Y le dice a Chispa que es hora de tomarse el palo.

–Vamos –dice Gaucho. Y Chispa ni discute. Deja que Gaucho tome las decisiones difíciles. Acepta salir a la calle a pesar de que la cosa recién empieza en el baile. Las últimas veces que fueron a El picaflor Chispa dejó que Gaucho lo guiara. Y esto es porque una vez se trenzó en una pelea en el baño. Y casi le cortan el cuello. Todo por una boludez. Una correntina más linda y más puta que una fantasía agarró al Chispa para darle celos al novio. Lo sacó a bailar y ella le hizo el baile de los siete velos correntinos, era como si tuviera una coctelera en su vientre hermoso. Y después le dijo: chau. Y Chispa la persiguió. Y ella se reía. Le dijo que la esperara, que iba al baño. Y Chispa fue al baño y también fueron al baño el novio de la correntina y los amigos del novio de la correntina. Chispa tenía un cuchillo: una navaja automática. Pero los amigos del novio eran cuatro negros enormes y lampiños. Casi le hacen masticar la navaja a Chispa. Y el novio de la correntina rompió una botella de cerveza y en ese preciso momento entró Gaucho. El y los amigos del novio calmaron al novio. No era para tanto. Yo me lo llevo, dijo Gaucho. Y desde ese día, en la bailanta, Gaucho es el que toma las decisiones difíciles.

Todo

Ahora, ellos son viejos. Porque llegar vivos a los 27 años habiendo sido carne de cañón de bandas pesadas no es poca cosa. Y eso se respeta. Cuando dejaron la banda, Arregui les dijo: ustedes ya saben, conmigo siempre van a tener la puerta abierta si necesitan.

Por esos días, Chispa y Gaucho estaban trabajando con un tal Todo. Así se hacía llamar. Algunos le decían Pedro. Algunos, Pedro Todo. Pero la mayoría lo conocía como Todo, a secas. No eran de la banda. Todo los llamaba para algunos trabajos. Compartían el armado de la logística y, al final, el botín. Todo los respetaba porque sabía que habían sido parte de la banda de Arregui.

Caminan por las calles mugrientas de Constitución. Suena el celular de Chispa. Es Todo que los espera para arreglar los últimos detalles. Entonces, por fin, Chispa le cuenta a Gaucho.

–Es un edificio de departamentos hiperlujoso en zona norte –dice Chispa. Pasan por uno de esos lugares que venden panchos y hamburguesas las veinticuatro horas.

–Pero esos ranchos tienen seguridad –dice Gaucho.

–Sí, pero la cosa es que Todo tiene un contacto en la empresa de seguridad.

–Y eso para qué sirve.

–No te hagás el pelotudo, Gauchito –Gaucho siempre hacía de abogado del diablo.

Vida

Seguían vivos porque no andaban siempre armados y porque no estaban muy enroscados con la droga. Seguían vivos porque sabían guardarse después de los trabajos. Descartaban los fierros y se quedaban tranquilos viendo la tele. Desaparecían de la ciudad por una temporada. Se iban al interior. No a pueblitos. En los pueblos enseguida te destacás porque se conocen todos, dijo alguna vez Chispa, son muy botones los pueblos. Rosario, Córdoba, Santa Fe. Ni Mendoza ni Bahía Blanca. Porque están llenas de milicos esas ciudades.

Fue justamente en uno de estos períodos cuando internaron a la madre de Gaucho.

La banda

Todo dejó de hablar, sonrió y los miró. El piso del enorme living era de cerámica color guinda. La luz de las lámparas se reflejaba en esa horrible superficie pulida transformándose en un estertor de lo que había sido. De pie cerca del sillón en donde estaba sentado Todo, estaba Dominó. Y, también sentados en sillones, estaban Raúl y Tictac. Dominó era el chofer en los golpes que organizaba Todo. Le decían así porque siempre iba vestido de blanco y negro. Camisa blanca, pantalón negro. O al revés. Raúl y Tictac eran dos matones recién salidos de Olmos. El rumor decía que en la cárcel habían hecho algo más que cuidarse las espaldas. Dominó conocía muy bien a Gaucho y a Chispa. Raúl y Tictac no, pero Todo los había informado. Al rato llegaron el Turco Méndez, Gaviota y el Mago.

Malón

Una semana después fue el golpe. Eligieron un lunes a la mañana porque estaba de guardia el contacto de Todo. Además, los lunes a la mañana los hombres, hartos del fin de semana en familia, se iban a trabajar. Las mujeres que trabajaban, también. Los departamentos quedaban vacíos, o con las mucamas, las mascotas, o con algún chico enfermo que no había ido al colegio. Era un edificio de dieciocho pisos, con dos departamentos por piso, reja perimetral y sistema de cámaras. Ese era el punto difícil. Las cámaras no se podían apagar. Pero las cámaras estaban solamente en el hall de entrada. Había que pasar por adelante mirando el piso y punto. La policía solamente se mosqueaba si la empresa de seguridad la llamaba. Las cámaras hubieran impedido el golpe si hubieran estado instaladas enfocando la calle y la propia cabina de vigilancia de la empresa de seguridad. Pero esto es Argentina y las cosas se hacen como el orto y eso nos favorece, dijo Todo en una de las reuniones previas al golpe.

Llegaron a las diez de la mañana. Un Renault Megane que manejaba Dominó y una Trafic que manejaba el Mago. En el Megane iban Todo, Chispa, Gaucho y Raúl, además de Dominó al volante. En la Trafic iban Tictac, el Turco Méndez y Gaviota, además del Mago al volante. Todo, Chispa y el Turco Méndez iban armados con fusiles automáticos livianos. Los demás tenían semiautomáticas 9 milímetros con silenciadores. Y Gaucho, además, un cuchillo de caza con dorso dentado y canaleta para que entre aire y salga sangre. Gaucho era un cuchillero.

Todo y Chispa entraron a la piecita en donde los esperaba el tipo de seguridad.

–Te va a doler –dijo Todo antes de pegarle en la mandíbula con la culata del FAL. El golpe fue un relámpago: le aflojó una muela.

–Exageraste –dijo, aturdido, el de seguridad. Y escupió sangre.

–Es por tu bien. La yuta no tiene que sospechar.

En ese momento entraron los otros. El Turco Méndez, Gaucho, Tictac, Raúl y Gaviota. Como autómatas.

–Atale las patas –dijo Todo. Chispa sacó una soga y ató al de seguridad. Y con cinta de embalar lo amordazó.

–Tiene que parecer bien real –dijo Todo.

El objetivo

Lo fundamental era un departamento que tenía caja de seguridad. Ahí vivía un tal Chiaramonte. El tipo era dueño de una cadena de restaurantes tenedor libre. Se sabía que le gustaban las armas y tener mucho efectivo en casa. Nadie sabía de dónde había sacado el dato Todo, pero cuando Todo aseguraba algo, la cosa era noventa y nueve por ciento segura. Todo no iba a arriesgarse por unos cuantos televisores de plasma y la caja chica de algunas familias tilingas. También se sabía que ese día, ese lunes, Chiaramonte no iba a estar porque inauguraba una de sus pocilgas en Venado Tuerto.

Tictac, Raúl y Gaviota eran los encargados de ir llevando al sótano a cuanto ser vivo encontraran en los departamentos, empezando por abajo.

Gaucho y el Turco Méndez irían directo al 7º B, el departamento del rey del ñoqui y la papa frita, el loco Chiaramonte.

Muerte

Tictac no era el mismo después de la cárcel. Había voces en su cabeza. No podía estar más de medio día sin tragar rohypnol. Su amigo Raúl lo cubría cuando hacía falta, pero Raúl sabía que eso no podía durar.

Raúl tocó el timbre del primer departamento. No contestó nadie. Gaviota le pegó un tiro a la cerradura. Entraron. Una mujer con uniforme de sirvienta gritó. Tictac le pegó una cachetada que le hizo sangrar la boca. Con esa rutina llegaron al cuarto piso. Departamento por departamento. Robaban los billetes escondidos de las familias, las joyas y algún electrodoméstico caro. Llevaban lo robado y a las mucamas al sótano del edificio. Desnudaban a las mujeres y las hacían acostarse boca abajo. Chispa era el encargado de vigilarlas. Todo se había quedado con el guardia.

En el 4º B a Tictac se le terminaron de aflojar los tornillos. En el cuarto B además de una mucama había un chico de siete años. La mucama gritó. Tictac le pegó una cachetada. Apareció el nene en pijama. Pero Tictac no vio un nene. Vio una criatura roja con cuernos que se reía. Vio al diablo. Tictac sacó la nueve milímetros y lo llenó de balas. Raúl y Gaviota no lo podían creer.

En el 7º B las cosas tampoco habían salido según lo planeado. En primer lugar, el departamento no estaba vacío: Chiaramonte no había viajado, estaba en bata y con fiebre. Gaucho y el Turco Méndez se miraron sorprendidos cuando el tipo los apuntó con un Colt. El Turco no dudó y lo acribilló con su FAL.

La sangre de Chiaramonte se desparramó en el piso. El Turco se resbaló con el charco rojo que crecía y puteó. A duras penas, Gaucho y el Turco cargaron la caja fuerte que pesaba como sesenta kilos. Como mínimo tenía que haber cien mil dólares ahí adentro.

Ruinas

Gaucho y el Turco llegaron al sótano exhaustos. Encontraron a Raúl y a Gaviota gritando incoherencias, con las nueve milímetros en las manos. No las usaban para apuntarse pero ahí estaban, girando en el aire al gesticular, como batutas de directores de orquesta borrachos. Tictac caminaba como una fiera enjaulada, pasándose los dedos de la mano izquierda por el pelo.

Gaucho y Chispa se miraron. Los dos pensaron lo mismo: tenían que salir de ahí lo antes posible.

Decisiones difíciles

Cuando pasaban estas cosas, Gaucho las miraba desde lejos, con el volumen de la realidad bajo.

–Voy a buscar a Todo –dijo. Chispa sabía que Gaucho lo esperaría afuera. Esperó unos segundos y dijo:

–Tranquilos, paren la mano que de acá tenemos que salir. Voy a romper las cámaras del palier para sacar la caja fuerte y lo que ya tenemos acá.

Las mujeres, desnudas, boca abajo en el piso, lloraban. Chispa salió sin esperar respuestas.

–Hay que hacer las cosas rápido y bien para que no se sigan yendo a la mierda –dijo Todo, y apuntó con su FAL al vigilante atado. El balazo los dejó sordos.

–Vamos –dijo Todo.

–Andá vos –dijo Chispa–. Nosotros otra vez no entramos.

Las palabras de Chispa fueron un ruido de alarma en la cabeza de Todo, pero los dados de la suerte habían caído así y Todo lo aceptó.

Fin y principio

Dominó había elegido una camisa negra y un pantalón blanco para ese día. Cuando escuchó el disparo que mató al guardia tiró el cigarrillo y agarró la pistola que estaba apoyada en el asiento del acompañante. Vio a Chispa y a Gaucho acercándose nerviosos al auto. Chispa le apuntó y le dijo que se bajara. Dominó disparó hiriendo a Chispa y, a su vez, Chispa hirió en el hombro derecho a Dominó haciéndolo soltar el arma. Gaucho, entonces, se abalanzó sobre el chofer y le cortó el cuello. Gaucho se sentó al volante luego de tirar en la vereda el cuerpo de Dominó, le abrió la puerta del acompañante a Chispa y arrancaron. El Mago no se había movido de su puesto en la Trafic y también arrancó porque se dio cuenta de que el laburo estaba cagado mal.

¿Vos sabés lo que es el futuro?

Chispa está sentado en el piso, con la espalda apoyada contra la pared de una casa abandonada que a veces usan para esconderse, a diez cuadras de la rotonda de Alpargatas. El balazo había entrado y salido, en el costado izquierdo, rompiéndole la anteúltima costilla. No parecía haber tocado ningún órgano, pero sangraba bastante. Gaucho lo había dejado ahí y había ido a descartar el auto, ya que a esa altura la policía (la federal y la provincial) sabía seguro que tenía que encontrar un Renault Megane color gris cobalto, patente AML577.

Gaucho baja del auto, las calles no tienen nombre ahí, camina entre las grutas anaranjadas que se mueven en el atardecer roto. Los pájaros despiden el día con su característica desesperación. Dos kilómetros. Vuelve a la casa y venda a Chispa con un trapo que en algún momento fue camisa.

–La sangre no se tiene que ver.

Esperan a que esté más oscuro. Gaucho sale y camina hasta la avenida a buscar un remís. Viajan con los dientes apretados hasta lo del doctor Jordán, un médico que no hace preguntas, conocido de Arregui.

Gaucho espera en una habitación con dos silloncitos marrones que el médico cure a Chispa. Las paredes le hablan. Piensa en lo que harán cuando estén muy lejos de ahí. No se imagina que cuando salgan la policía estará en la puerta. Un chivatazo. Policía de civil. Una emboscada que planearon para agarrar a dos tipos de la banda de Arregui. Una encerrona para agarrar al doctor Jordán con las manos en la masa, sacando balas del cuerpo de un delincuente. Gaucho y Chispa abren fuego. Corren disparando. No es tan fácil. Gaucho raja con el Gauchito Gil y San La Muerte cubriéndole la espalda y cantándole al oído. Pero a Chispa lo bajan. Tres minutos después sacan esposado al médico.

Gaucho corre hasta que el corazón le late entre las muelas. Se empiezan a oír sirenas de patrulleros. Gaucho llega a un descampado con escombros. Se sienta en el piso para recuperar el aliento y agarra un pedazo de cable coaxil. Y de repente, un caballo. Gaucho lo llama con un chistido. Gaucho se acerca al animal.

–Quieto. Ssshh ssshhh –y le acaricia la nariz. Le habla despacio, como aprendió hace mucho. Monta y empieza a avanzar agarrado de las crines, apretando en un puño el trozo de cable coaxil. Gaucho piensa en las manos de su madre cuando le agradece los cigarrillos en el patio del manicomio. Gaucho le habla al caballo como le enseñó un viejo que decía que era su abuelo, hace mucho, en otro mundo. Seiscientos metros así. Hasta que el campo se hace más ancho, se ven menos luces y menos calles, y Gaucho le da el primer golpe suave con el cable. Y el caballo empieza a galopar. Y luego otro golpe y el animal acelera y el aire de la noche se empieza a quemar en los ojos de Gaucho.

Nota madre

Subnotas

  • Espejo

(Versión para móviles / versión de escritorio)

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS rss
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux