Miércoles, 12 de febrero de 2014 | Hoy
VERANO12 › SERGIO S. OLGUíN
Se llamaba Paskual, pero le gustaba que lo llamaran Pasko. Había cumplido los 15 años a comienzos de mayo. Paskual Chang era hijo de Marcial Chang, nieto de Edelmiro Chang y bisnieto de Manuel Chang. Paskual vivía con sus padres, cerca de lo de su abuelo, en la Capital Actual argentina. En cambio su bisabuelo Manuel nunca había querido dejar su ciudad natal, Buenos Aires. Porque por poco Pasko y su bisabuelo Manuel no festejaban el cumpleaños el mismo día. Su bisabuelo había nacido el 25 de mayo de 2010. En una semana tendría cien años.
Manuel había sido el primer argentino de la familia Chang. Los Chang habían llegado a comienzos del siglo XXI provenientes de China y se instalaron en la entonces capital argentina. Pusieron un supermercado en el llamado barrio del Once y ahí criaron a sus hijos. Los padres de Manuel no sabían ni una palabra de argentino cuando llegaron, pero no tardaron en incorporarse a la comunidad local, cambiaron sus nombres chinos por Luis y María y al poco tiempo conocían los rudimentos del idioma.
Pasko nunca supo muy bien por qué su bisabuelo no era bien visto por su padre ni por su abuelo. Sin embargo, él sentía un respeto reverencial por su familiar vivo más viejo. Por esas disputas familiares de las que él desconocía los detalles, no había visto mucho a su bisabuelo, no más de cinco veces desde que tenía memoria. La última oportunidad había sido en el funeral de su bisabuela Isolda, la madre de su abuelo. Fue la única que vez que sus padres y sus abuelos y él mismo se trasladaron a Buenos Aires. Hicieron los quinientos kilómetros de trayecto en subte. Pasko trataba de imaginar cómo eran los lugares que estaban encima de esos túneles. Imaginaba ciudades cada vez más destruidas a medida que se acercaban a Buenos Aires, la que alguna vez había sido la capital y ahora no era más que los escombros de una metrópoli, el refugio de inmigrantes sudaneses, el santuario de los seguidores de Diego, la cueva de los sintecho, el paraíso de los contrabandistas, el recuerdo de un pasado ominoso que los argentinos del resto del país intentaban olvidar, pero que se conforman con despreciar. Por algo los periodistas la llamaban –en una falta absoluta de originalidad y con un amor ancestral por los lugares comunes– la Ciudad Perdida.
Tal vez por eso sus padres y sus abuelos y la familia entera miraban mal al bisabuelo Manuel. Porque en todos esos años no se había querido ir de Buenos Aires. Se había aferrado a su lugar de nacimiento con una testarudez que se podría calificar de típica de un anciano si no fuera porque se había aferrado a Buenos Aires desde los primeros años de la destrucción final de la ciudad, hacía ya más de cuatro décadas.
Aquella vez, la del funeral de su bisabuela, Pasko no llegó a ver mucho de Buenos Aires porque una vez que salieron del subte caminaron sólo unos pocos metros hasta el edificio donde estaba el cementerio. Desde el piso diecisiete, donde depositaron las cenizas de Isolda, poco y nada se veía de la ciudad inmersa en una nube de aire contaminado. Pasko se quedó mirando por los ventanales y sólo pudo imaginar la ciudad, el río que debía estar cerca, los hombres y mujeres que caminaban por esas calles, como su bisabuelo cada día de su vida.
Pasko salió de su casa como todas las mañanas. Tuvo que justificar ante su madre por qué llevaba una mochila, como si fuera un adolescente del siglo XX o XXI, cuando ningún chico cargaba con nada a la hora de ir a la escuela. Le dijo que pensaba ir a jugar lacroce aéreo a la salida y que llevaba guardado su uniforme ignífugo. Pero no llevaba el equipo que le permitía moverse en el espacio con la rapidez que le era característica. En la mochila llevaba algo de ropa, la poca ropa que podía llevarse un chico que estaba escapando de su casa.
En la boca del subte estaba Julietta esperándolo. Apenas se saludaron con un gesto, como si tuvieran miedo de ser vistos por alguien que los conociera, o un policía. Bajaron por el tobogán del subte y sin mirarla le preguntó:
–¿Llevás todo?
Ella dijo un tímido sí. Tenía una mochila parecida a la de él.
Sacaron los pasajes a Buenos Aires. Y él le dijo a Julietta lo que se venía diciendo desde hace varios días como una letanía:
–Mi bisabuelo nos va a ayudar.
Tenía las piernas más hermosas que había acariciado en su vida. Es cierto que en sus quince años sólo había tocado las piernas de ella y no tenía mucho para comparar. Pero eso no le importaba. Julietta tenía las piernas más hermosas y eso que no era humana. O quizá por eso era tan bella. Y así lo indicaban las fantasías que había alrededor de ellas, de las ninfas. Todos sus amigos hablaban con temor y deseo de las mujeres hijas de mujeres. También en su casa se hablaba de ellas, pero sin deseo y con desprecio. Las propias mujeres (su madre, sus tías, su hermana mayor) despreciaban a las nacidas de mujer solamente. Desde que medio siglo atrás se había podido reemplazar los espermatozoides del hombre por un producto químico, una nueva clase de seres había nacido. Y si bien al principio, las madres podían elegir el sexo de su hijo o hija, en las últimas décadas sólo tenían seres de sexo femenino. Y esas mujeres habían llegado a la edad adulta y habían optado también por tener hijas concebidas en el consultorio de una clínica médica.
Julietta era una ninfa. Iba a colegios de ninfas, tenía sólo amigas ninfas y tarde o temprano se iba a enamorar de una ninfa con la que iba a formar una familia y tener pequeñas ninfas, como sus madres y como habían soñado sus abuelas, las mujeres que no habían nacido ninfas pero que habían decidido dejar de lado a los varones. Lo que había empezado siendo una opción, hacía ya más de veinte años que era ley. Una ley pareja por cierto: ninfa y mujer u hombre encontrados en una relación afectiva o sexual iban a parar a la cárcel del consorcio. Todos conocían a alguien que tenía a un tío o a un primo encerrado en las habitaciones del último piso de cualquier edificio, el reservado a los delincuentes sexuales, a los usurpadores de derechos de autor y a los adictos.
Julietta y Pasko no habían nacido para enamorarse, pero lo hicieron. En la oscuridad de sus habitaciones, con los sensores que le habían regalado al cumplir catorce años, se aventuraron a mundos que desconocían. Pasko era un guerrero medieval que peleaba en justas y que combatía contra dragones, esos mismos dragones que lo apasionaban desde la infancia. Julietta también se vestía de caballero medieval y lucharon juntos más de una vez contra seres deleznables y quimeras peligrosas.
No sabían qué tipo de personas eran en el mundo real pero se sintieron atraídos desde que habían vivido su primera aventura. Se besaron en el mundo virtual. Se buscaron, se persiguieron, se escondieron e intentaron confundir al otro apareciendo convertidos en los personajes más inverosímiles, pero siempre se reconocían. Querían estar juntos y conocerse en el mundo real. Tuvieron suerte. Podrían haber sido un anciano y una jovencita, dos jubiladas, un chico y una mujer de cincuenta, dos tristes heterosexuales treintañeros. Tuvieron suerte: eran dos adolescentes que si llegaban a quererse en el mundo real, sus padres se iban a oponer y la sociedad los iba a mandar presos. ¿No es eso lo que todo adolescente buscaba?
El ronroneo del subte los tranquilizaba. Iban sentados uno al lado del otro. Disimuladamente Julietta había tomado la mano de Pasko. Fría, tibia, cálida. La mano de Pasko ahora estaba cálida.
Las estaciones de subte se sucedían con una rapidez casi molesta. No pasaba ni medio minuto entre una y otra. En menos de una hora habrían recorrido los quinientos kilómetros que los separaban de la Capital. Bajaron en la estación Sarmiento y subieron a la superficie con la cabeza bien alta, observando esa ciudad en la que buscaban refugio.
Las grandes ciudades eran silenciosas: la poca gente que andaba por los espacios públicos no hablaba, los vehículos no hacían ruidos, los perros habían sido erradicados. Un silencio atroz las cubría. Así que cuando salieron a Buenos Aires, a la Ciudad Perdida, los sorprendió el bullicio: las personas que se arrastraban por sus calles, los vehículos de otra época, las puertas que se golpeaban, las cortinas que rechinaban, los perros que perseguían algún gato, las cosas que todavía se rompían.
Se sintieron aturdidos por esos ruidos que provenían de todas partes. Habían estado jugando en mundos del siglo XX y del siglo XIX, pero la Ciudad Perdida era otra cosa: más apabullante, más filosa, más digna de ser navegada.
Pero no navegaban, caminaban por ese mundo sin la protección de sus sensores. Tal vez por eso andaban con más cuidado y sin ánimo de enfrentarse a la policía. Pasko quería llegar rápido a lo de su bisabuelo. Había encontrado la dirección en la red familiar y había buscado en un mapa cómo llegar. No había querido caerle por sorpresa, así que le había mandado una esquela privada, donde le decía:
“Padre de mi abuelo, abuelo de mi padre,
Soy Paskual, tu bisnieto menor, creo. Mi vida se complicó por acá. Necesito que me ayudes. ¿Podría ir para Buenos Aires? No iría solo sino con otra persona. Porfa, ni un emotikón a mis padres o a tu hijo.”
A los diez minutos había recibido la respuesta: “Dale, te espero cuando quieras. Vení con quien se te cante. Ni una palabra a tu padre o a mi hijo de que yo te ayudo en no sé qué”.
Alguna vez Buenos Aires había tenido millones y millones de habitantes. Pero en las últimas décadas la gente había huido de esa ciudad en busca de lugares más modernos, menos contaminados, menos ruidosos y, sobre todo, más lejos de las cárceles que rodeaban su perímetro como aquellas murallas medievales que protegían a los castillos. Las cárceles no protegían a Buenos Aires, sino que la habían convertido un lugar cautivo, habitado por prófugos, locos, marginados y nostálgicos de un mundo distinto. El bisabuelo Manuel pertenecía a esta última categoría.
Mientras subían por el ascensor hasta el departamento de su bisabuelo, Pasko tuvo el leve temor de haberse equivocado, de que no debería haber ido al encuentro de una persona que en el fondo le resultaba desconocida. Cuando Manuel les abrió la puerta se quedó unos segundos mirándolos, como si no los reconociera o como si estuviera viendo algo más que a ellos dos. Después, sonrió.
–Pasen, estaba por tomar tereré con jugo de naranja.
Ni Pasko ni Julietta tomaban tereré ni mate. El bisabuelo les pidió unos jugos de frutas asiáticas que estuvieron en la cocina a los pocos segundos. Pasko le contó que se habían escapado de sus casas. Que no sólo estaba prohibido por ley que ellos anduvieran juntos –al fin y al cabo había tantas cosas prohibidas por ley que se hacían igual–, sino que las madres de ella y los padres de él no iban a permitir que estuvieran juntos.
–Antes muertos que separados –dijo Julietta tomándolo de la mano.
–Como Romeo y Julieta –Manuel chupó profundamente su mate–. Por mí, chicos, no hay drama. Pueden quedarse el tiempo que quieran. Pero tarde o temprano sus padres y madres se van a avivar y van a encontrarlos.
Pasko le aclaró que pensaban quedarse solo unos días, que después se irían a algún lugar lejano, donde no hubiera prejuicios contra las parejas mixtas. La República Artiguense de Uruguay, o el Estado Libre de Rio do Sul podían ser buenos territorios donde quedarse si podían pasar la frontera.
–O China –dijo el bisabuelo–. De ahí vienen nuestros ancestros y después de la guerra necesitan gente.
–O China –dijo Pasko, pero sin estar muy seguro. No sabía ni una palabra en chino y no podía entender cómo los padres de su bisabuelo habían aprendido a hablar argentino sin haberlo estudiado.
A la hora de irse a dormir, Manuel les ofreció la habitación que había sido de su hijo, el abuelo de Pasko. Tenía todavía pegados en las paredes posters de bandas musicales de su época. Además había unos cachivaches ordenados como piezas de colección. Eran consolas de videojuegos antiquísimas que su abuelo había coleccionado de adolescente. Con cierto ingenio se podían conectar a una pantalla y hacerlos funcionar. El bisabuelo se ofreció a mostrarles cómo, pero a Pasko no le interesaban esas reliquias de comienzos del siglo XXI.
–Además –agregó Pasko– trajimos nuestros sensores.
–¿Sensores?
–Claro, gracias a los sensores nos conocimos Julietta y yo.
–No me gustan los sensores.
–Es que en tu época no existían.
–Sí que existían, pero nunca me gustaron.
–Igual, no importa. Hoy no vamos a usarlos porque vamos a estar juntos de verdad.
Cuando Pasko y Julietta se quedaron a solas lo primero que hicieron fue desnudarse, lo segundo reírse y lo tercero callarse. Se quedaron mudos mirándose. Esa noche la iban a pasar bien sin necesidad de los sensores.
No los despertó la luz del día que se colaba por las rendijas de las ventanas, sino los cuatro tipos que habían entrado al cuarto. Eran dos hombres y dos ninfas. No mostraban armas, no necesitaban hacerlo. Las miradas de esos cuatro policías de civil sobre sus cuerpos desnudos resultaban menos atemorizadoras que agresivas.
–Vístanse –ordenó uno.
Cuando tuvieron sus ropas puestas, las ninfas se llevaron a Julietta por un lado y a él por el otro. Le pusieron un sticker en cada mano que lo obligaban a mantener unidos los brazos, ya que si los separaba tenía que soportar una descarga eléctrica. Su bisabuelo estaba en el living. El también estaba esposado.
Subieron a los tres en un vehículo policial que se elevó por los edificios. Julietta y las ninfas iban separadas de Pasko y Manuel. En menos de una hora estarían en la Capital Actual. Por primera vez Pasko vio a Buenos Aires en toda su dimensión: los edificios multicolores, las ruinas que quedaron del bombardeo de hacía ya medio siglo, las plazas que aparecían sorpresivamente, sin ninguna lógica. También vio gente en las calles como no se veía en la Capital. Hasta pudo observar a unos seguidores de la secta del Diego que practicaban su ritual al aire libre tal como había visto en las películas de la escuela.
Iban callados. Pasko trataba de entender qué había salido mal. Cómo la policía los había encontrado tan rápido. Ahora irían presos los tres. A su bisabuelo lo acusarían de cómplice. Si él y Julietta iban a estar detenidos un año, seguramente que al bisabuelo le iban a dar seis meses en la cárcel del consorcio.
–Perdón, abuelo Manuel, por meterte en problemas.
–No te preocupes, Paskual. Voy a aprovechar la cárcel para ver a tu padre y a mi hijo. Para que no se quejen después de que no los quiero visitar. Además, ¿qué son seis meses de cárcel en los veinte años que me quedan para verlos felices a vos y a Julietta?
Buenos Aires quedaba atrás. Sobrevolaron las cárceles que la separaban del resto del país. Entonces, el bisabuelo Manuel habló.
–Mis padres llegaron acá a comienzos del siglo XXI. Venían de China, de una China muy distinta de la actual. Yo nací unos diez años más tarde, cuando mis padres ya estaban integrados a este país. Bah, integrados. Tenían un supermercado a pocas cuadras de donde vivo. La gente los maltrataba bastante, pero ellos iban para adelante, dispuestos a convertirse en argentinos. La casualidad hizo que yo naciera el 25 de mayo de 2010, cuando este país festejaba su bicentenario y a mi madre no se le ocurrió mejor idea que ponerme Manuel, por Manuel Belgrano.
“Cuando era un adolescente como vos, tal vez un poco más grande, me enamoré de una compañera de la escuela. Nos enamoramos. Ella era una rubia hermosa, alta y elegante como tu Julietta. Pero los padres de ella me odiaban, no querían saber nada de que su hija anduviera con un chino. Porque a mí me decían el chino, ¿no es gracioso? Intentaron separarnos. La cambiaron de escuela, pero noso-tros nos seguimos viendo. Un día, hartos de las prohibiciones, nos escapamos, igual que ustedes. Queríamos llegar a El Bolsón, allá, en la Patagonia, pero apenas llegamos a Mar del Plata. A la semana nos encontraron. A ella la llevaron a vivir a Estados Unidos, donde el padre tenía negocios. Yo me quedé esperándola. Nunca más supe nada de ella. Y eso que la busqué, con las tecnologías obsoletas de esa época pero la busqué. Y nada. A veces pienso que tal vez murió en alguna de las guerras de estas décadas. Otras pienso que tal vez ahora es una mina de cien años, como yo y que nos vamos a volver a ver. Por eso nunca me quise mudar lejos del lugar donde ella y yo andábamos, como amantes clandestinos, recorriendo plazas, pizzerías, shoppings.”
“Mirá, Paskual, en estos cien años, vi cómo este país cambiaba, cómo cambiaba el mundo. No sé si para mejor o peor porque eso siempre es relativo. Antes las esposas que te ponía la policía te lastimaban las muñecas. Estas ni se sienten, siempre y cuando no intentes separar las manos. ¿Eso es un avance o no? No sé. Te decía: fui testigo de cómo este mundo se convirtió en esto que vos vivís a diario. Si existieran los viajeros en el tiempo y pudiera venir alguien de la época de cuando yo nací vería un país irreconocible, una sociedad tan cambiada que ni un autor de ciencia ficción podría imaginar. Pero si conociera tu historia, si conociera la mía, se daría cuenta de que nada cambió, que todo sigue igual. Cambia la ropa, pero los cuerpos son los mismos. ¿Me entendés, nene?”
El sólo comprendía que lo iban a separar de la persona que amaba durante un año. Un año que iba a ser tan largo como un siglo. La angustia apenas lo dejaba escuchar lo que su bisabuelo decía.
Ya habían llegado a la Capital. Cuando los bajaron del vehículo pudo ver a Julietta. Se cruzaron una mirada. Los policías y las policías los hicieron apurar el paso, pero no pudieron descifrar lo que Julietta y Pasko se dijeron con los ojos.
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