VERANO12 • SUBNOTA › GUILLERMO SACCOMANNO
Es de noche, una noche de invierno, el más crudo que se recuerde, cae aguanieve. Las calles están húmedas y desde el puerto sube un viento helado que tiembla en los dientes. En noches como ésta podemos oír los sin techo ni mañana desplazarse por las calles de este barrio que una vez, hace una eternidad, fue céntrico y elegante. La prueba de su estilo reside en ese edificio en ruinas y tomado por ellos, una construcción majestuosa de los años cuarenta, ese espectro de transatlántico que, aun en su deterioro conserva su arrogancia plantada frente a las plazas selváticas que en otra época fueron jardines arbolados y contaban, en su centro, con esa torre con reloj que emulaba el Big Ben. Y más allá el puerto desierto, las grúas oxidadas y los mástiles torcidos que supieron en el pasado ser un motor de actividad constante en la que los estibadores se movían como hormigas. Estábamos orgullosos de ese paisaje sugerente de prosperidad y futuro, éramos una sociedad prometedora, éramos una potencia, o al menos eso nos sentíamos y creíamos, hasta que advertimos que prometíamos más de lo que estábamos ensoñados en cumplir. Y no cumplimos. Eramos tan presuntuosos nosotros, tan soberbios como ese edificio fantasmal que esta noche mira hacia el puerto y esa torre oscura que señalaba puntual la hora, aunque ahora la hora está paralizada y ya nadie se acuerda en qué momento las agujas quedaron clavadas en las doce, doce que pueden ser mediodía y también medianoche, da igual, porque el mediodía ahora es tan tiniebla y peligro como la medianoche. Pero no nos desviemos, la realidad es que allí están ellos, son hombres y mujeres, viejos y chicos. Podemos oírlos gritar, insultar, luchar y golpearse con fierros y palos hasta que algunos, los más fuertes, consiguen arañar un lugar bajo un portal de la recova, bajo el alero saliente de un negocio, bajo el alero torcido de una parada de ómnibus, bajo cualquier recoveco que pueda servirles de refugio en esta noche glacial en que la temperatura desciende mortal y es mortal porque muchos, gracias a Dios, amanecerán muertos de frío amortajados en sus diarios y cobijas mugrientos, sepultados bajo sus cartones mientras, a un lado, se helaron los restos de alcohol que quedaron de la borrachera nocturna y sus orines son escarcha. Gracias a Dios, en noches como ésta, el invierno los diezma pero la justicia divina no alcanza a librarnos de todos porque ellos, cada mañana –los vemos– están aquí cuando salimos a la calle, y cada día son más. Nos miran, con resentimiento, agazapados nos miran, listos para venirse al humo apenas nos descuidemos.
No nos hagamos los distraídos tal como lo hicimos cuando, en las nieblas del amanecer, se empezaron a divisar los primeros. En la distracción no advertimos que su proliferación, primero paulatina, fue un día, al darnos cuenta, imparable. Para no pasar cerca de los tirados, nos desviábamos unos metros de nuestro camino y después seguíamos nuestra marcha apurados, capitalizando el envión adoptado al esquivarlos. Apestaban. Y cuanto más rápido pudiéramos alejarnos de la pestilencia, mejor nos sentíamos, volvíamos a ser nosotros, el ejército de empleados avanzando con nuestros miedos de fin de mes rumbo al escritorio agarrado con las uñas y la esperanza de un aumento, el aguinaldo, un ascenso. Por entonces creíamos en un porvenir cero kilómetro en cuotas, vacaciones en una naturaleza domesticada y también proyectábamos, hay que reconocerlo, en una descendencia que nos redimiría siguiendo carreras rentables y posición económica. No nos imaginábamos que el futuro sería este aquelarre de cuerpos raquíticos y hediondos que se amontonan para darse calor en noches como la de ahora: el pronóstico sugiere que quizá nieve. La nieve siempre es un espectáculo agradable. Especialmente si cubre a estos desgraciados. Una buena nevada, pensamos, es lo que hace falta. Una nevada que los entierre de una buena vez y más tarde, cuando se diluya, se ocuparán de ellos las topadoras cargándolos en los volquetes, trasladándolos al río, arrojándolos al agua aceitosa y turbia. Que retornen a ese fondo pantanoso del que jamás debieron emerger, nos decimos. Pero no. No habrá de producirse el milagro. Y menos ahora que ellos empezaron a conquistar los edificios. Si las autoridades no intervinieron al principio fue por demagogia. Hubo manifestaciones, los protegieron en nombre de los derechos humanos como si nosotros no tuviéramos también nuestros derechos y no fuéramos humanos. El nuestro, el derecho de los invadidos. Y ellos, celebrando nuestra derrota.
Si los llamamos ellos, que conste, no es porque no dispongamos de un lenguaje capaz de definirlos con precisión. Es que no queremos rebajarnos a su condición incurriendo en la guarangada. No menos cierto es que a veces una inquietud nos plantea una pregunta que nos asusta: en qué momento esos seres cayeron, cómo fue, qué les pasó. Dejándonos llevar por la piedad y la culpa pensamos respuestas posibles. Pero por más justificaciones que les busquemos siempre llegamos a la disyuntiva: se trata de ellos o nosotros. Cambiemos de canal. Nos gusta ver esas viejas películas de ciencia ficción pesimista donde el futuro se veía menos angustioso que esta realidad. Qué felices éramos cuando imaginábamos una existencia siniestra que, al fin de cuentas, no sería tan devastadora como la de esta noche. Desde la calle suben sus gritos, el sonido de los palos y los fierros, unos insultos y unos alaridos escalofriantes. Después, el silencio. Significa que hubo vencidos y los que perdieron están fuera de combate. Con suerte, también moribundos.
A pesar de los muertos, nunca son menos sino más: hay que ver cómo se reproducen. Se acoplan bajo sus diarios y mantas roñosas, lo hacen cubiertos por los cartones. A nosotros, que venimos de una filosofía del ahorro y el sacrificio, que jamás hemos superado ni los tres ambientes ni los quince días de vacaciones, que hemos ahorrado hasta en el número de hijos, ese desborde animal, en su reproducción incontrolable, nos indigna. Como nos indigna pensar que una de estas noches, nos decimos, van a reventar las puertas de los edificios en que vivimos y van a entrar sin importarles enfrentar al guardia de seguridad. Bastará que entren en un edificio para que el ataque se propague al vecino. Hasta ahora los ataques fueron esporádicos. Por lo general, cuando los invade la furia, y la furia es contagiosa, se contentan con incendiar autos. La policía tarda en venir y, cuando lo hace, es tarde: mientras la policía corre a unos, otro edificio fue tomado. Aquellos que lo ocuparon impiden, garrote en mano, el acceso de los que se quedaron afuera. Y éstos, los de afuera, quedan rabiando entre ellos. También es común que la policía permanezca un rato observándolos, como si su sola presencia los intimidara. La manada los desafía, los putea. Los policías recién despliegan su fuerza cuando son agredidos, cuando una piedra choca contra un escudo, cuando un palazo vuelva en el aire. Entonces sí, avanzan. La batalla no dura mucho. Ellos retroceden y vuelven a sus refugios en los zaguanes y los pórticos. Y eso es todo. Así son las noches en estas calles. Pero no nos cabe duda de que habrá una noche en que la policía no bastará para frenarlos y vendrán por nosotros, los habitantes resignados del barrio, y entonces estaremos librados a nuestra suerte, a menos que tengamos armas y munición suficiente. Porque muchos de nosotros se han armado y esperan, esperan con una ansiedad en la que se funden a la vez el terror y las ganas de disparar, liquidarlos, unas ganas que, por cierto, todos tenemos y venimos acumulando. No ha faltado tampoco una noche en que uno de nosotros no aguantó más y esperó a que las grescas se hubieran sosegado para bajar a la calle y tirar contra los bultos dormidos bajo los cartones sin importarle que debajo hubiera mujeres y chicos. Después de todo qué importa el sexo y la edad de los integrantes de una manada. Por supuesto, no sólo el tirador se da un gusto. También nos lo da a nosotros, los que permanecimos en nuestros departamentos atentos a los disparos y los gritos.
Durante el día ellos tardan en reaccionar de la borrachera y pararse, caminar a los tumbos, revolviendo la basura en la búsqueda de restos de comida, porciones de una última torta de una fiesta que, con certeza, será de las últimas, residuos en fin, porquerías para alimentar a las preñadas y sus crías. Es notable apreciar lo que pelean por un mendrugo. Se matan. Lo que siempre es un hecho positivo, ya que reduce nuestros porcentajes de riesgo físico mientras salimos a trabajar los que todavía conservamos un puesto.
Quién no se pone nervioso al oírlos en noches como ésta. En especial, cuando se empedan y se ríen nuestro ánimo se eriza. No se ríen sólo de alcohol barato. Se drogan fuerte. Lo que explica que caminen deambulando en la oscuridad, a tientas en la nada, sin reconocerse siquiera entre ellos, empujándose. Caminan apoyándose en las paredes. Caminan hasta derrumbarse. Y no les importa que, en la mañana, puedan estar muertos de frío, congelados, boca arriba. Es una suerte, nos decimos, que se emborrachen y se droguen y la mezcla los extermine. El problema es que tardan en atontarse. Y hasta que se derrumban son capaces de juntarse y tener la ocurrencia de entrar en uno de nuestros edificios. Preferimos no imaginar esa posibilidad realista que nos amenaza. Aquellos que no nos hemos animado a comprar un arma tenemos, no obstante, un cuchillo a mano, lo que sea, porque no estamos dispuestos a entregarnos así nomás. De ser necesario empujaremos los muebles trabando la puerta. Si vienen, no se la llevarán de arriba. Defenderemos a nuestros seres queridos y lo que conservamos de humanos.
Quizás es una suerte que sea invierno. Y no sólo porque el invierno, además de llevarse a los viejos y los enfermos, también se encarga de liquidar los inmundos de las calles. Aunque después hay que ocuparse de los cadáveres, tirarlos no sólo en el río, donde ya flotan multitud, sino en alguna otra parte, en la periferia, esa periferia de la cual no esperábamos que salieran pero salieron tentados por las luces de la ciudad y los brillos de una presunta riqueza, además de que la basura, en una ciudad, siempre es más y depara no sólo la sorpresa de una biyuterí rota que para ellos puede resultar una alhaja invalorable. La basura de la ciudad, si se la piensa como alimento, es más nutritiva que la vegetación envenenada por los agrotóxicos que terminaron de arruinar el campo. Si nos alivia que sea invierno y no verano es, por supuesto, una cuestión de higiene. Cuando viene la primavera, cuando el viento que sube del río, con ese gusto dulzón, se vuelve tórrido, se aligeran los harapos. Y apenas sube la temperatura, el calor asciende, podemos verlos con el sexo al aire. Se cagan en todo y en todos, literalmente. No tienen pudor porque nunca lo tuvieron. Y si les vienen las ganas de copular donde se les antoja, ahí mismo se mandan. Nos preguntamos de dónde extraen la energía para ensamblarse. Tampoco tienen reparos, cuando el hambre los acorrala, en comerse el fruto de sus genitales. Lo hemos visto: pueden devorar sus fetos. En verano sus cuerpos sudados apestan, despiden un hedor animal que emana toda clase de virus y bacterias. Alrededor de los amontonamientos de esos esperpentos el aire se vuelve tan irrespirable como peligroso. Además están las moscas voluminosas y las ratas cada día más opulentas. El invierno, si una virtud tiene, es que obliga a las ratas, una vez que depredaron un cuerpo, a retirarse a sus escondites con la panza llena. En las noches de verano, en cambio, cruzan las calles olisqueando y se pasean con libertad de un finado a otro. Con las moscas y las ratas nadie, ni siquiera nosotros, estamos librados de contaminación. Es con el calor que se propagan todas las pestes y los antídotos escasean. No hay hospital y clínica que no colapse con las oleadas de víctimas que acuden purulentas y aturdidas, exigiendo con sus últimas fuerzas una inyección, una cama. Hasta en las salas que fueron más exclusivas la misma jeringa se emplea varias veces y ni soñemos con guantes de goma, gasa o el cablerío necesario para quienes, con suerte, fueron internados y también, con suerte, pudieron compartir una cama. Hacemos lo que podemos, dice el personal médico. Lo mismo dice la policía cuando denunciamos una pila de muertos en la puerta de nuestro edificio. Lo mismo que dirán después, cuando protestemos, los recolectores de residuos. Hacemos lo que podemos. Entonces, la deducción lógica es que, si los responsables de nuestras vidas hacen lo que pueden, nosotros también hacemos lo que podemos. Conclusión: que nadie se extrañe si alguien baja a la calle con un hacha. Nosotros hacemos lo que podemos porque acá los únicos que hacen lo que quieren son ellos. Y ellos, lo que quieren, además de apoderarse de lo nuestro, es terminar con nosotros. A ellos les da lo mismo vaciar tu heladera que adueñarse de tu hija.
A veces, en la noche, lejanas, se oyen sirenas. Tranquiliza oírlas. La desgracia es algo que les pasa a los otros. No a nosotros. Aunque sería bueno que se escucharan más seguido por acá.
Pero nosotros, los que antes fuimos otros.
Por supuesto que todos tenemos una idea fija: mudarnos. Pero la cotización inmobiliaria de la zona fue bajando hasta el nivel del asfalto mugriento. A nadie, por mucho que pueda haber descendido de clase, se le ocurre venirse a vivir en nuestra zona. Así que aquellos que perduramos, que somos miles, acá estamos, resistiendo. Hasta que una noche como ésta, en que el invierno congela todos sonidos de la calle, de pronto, el silencio profundo se quiebra con un estallido de vidrios, el chillido agudo y ensordecedor de la alarma y los golpes de fierro en la puerta de entrada del edificio. Después los gritos festejando, esos gritos simiescos en el hall de la planta baja. Entraron. Son legión. Se empujan en el ascensor. Suben por las escaleras. Sus carcajadas son una sola risa de la misma forma que ellos conforman un mismo monstruo prediluviano. Adelante vienen los machos y después las hembras y sus cachorros. Retumban los primeros disparos. Pero las detonaciones se tornan esporádicas. Ya no hay tiros que puedan frenarlos. Llega el estruendo de las puertas derribadas. No llama la atención que ninguno de nosotros pida auxilio porque no hay auxilio que valga. Estamos acorralados y dispuestos a no entregarnos así nomás. Nuestros hijos se esconden en los roperos y placards, aunque ocultarse no tiene ningún sentido porque no habrá sitio que pueda servirnos de escondite. Avanzan por los intestinos del edificio. Si un consuelo puede tener vivir en el piso más alto es arrojarse por la ventana y elegir un final menos agónico. Entre nosotros están quienes eligen también esta suerte para sus hijos. Mejor entregarlos a la nada que a ellos. Toda súplica, todo ruego, es inútil. Además nuestro llanto, implorarles, los regocija, los envalentona. Ya sabemos lo que nos espera. Puede que el azar nos deje tumbados, golpeados, sangrantes. Unos pocos tal vez logremos, semidesnudos y maltrechos, sobrevivir.
Los que sobrevivimos reptamos hasta incorporarnos. Ya no estamos en condiciones de retornar a nuestra vida anterior. Bajamos a la calle, empezamos a vagar arrastrando a algún familiar que, como nosotros, sigue andando. Intentamos mantenerlo cerca mientras el otro pueda. Porque en cuanto afloja, lo abandonamos. Se trata, lo hemos aprendido hace ya tiempo, de sobrevivir. Y tan rápido que pasa el tiempo. El aprendizaje de la sobrevivencia puede parecer lento, pero no. Entonces una noche como ésta nos damos cuenta de que revolver la basura, encontrar una frazada raída, toallas, cartones, todo sirve como abrigo. Y nos acercamos a un fuego que entibia a los más fuertes, los capos de las jaurías, y nos plegamos. Estar alerta es ahora una condición instintiva. Y el instinto no precisa de las palabras: a quién puede importarle entre nosotros las palabras. El instinto es más sabio que el lenguaje. Y estar alerta puede ser, una noche como ésta, mientras nuestro aliento es un vapor en bocanadas, agarrar un fierro y, entre todos, nosotros, acercarnos a tu edificio, merodearlo hasta que somos tantos que nada puede detenernos y acá estamos, uniéndonos en una sola risa visceral, subiendo hasta vos.
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