VERANO12 • SUBNOTA › POR PAULA PEREZ ALONSO
La bomba humana habita las ciudades y los pueblos.
Sale a la calle con cinco kilos de trotyl atado a su cuerpo debajo del impermeable. Se convive con cierta mansedumbre hasta que llega él, que trae solapada la diferencia, la amenaza en vilo que posterga el desorden más salvaje y el terror; simulamos no darnos cuenta del riesgo patibulario que el tipo fragua.
En cada edificio, en cada empresa, en cada institución anida aquel que sabe que un día puede sacar una escopeta y matarlos a todos. Lo que importa es no pasar por boludo, no ser cualquiera. Destratado, maltratado. Se va a encargar de que eso quede claro. Que no haya malentendidos. Es que se va de malentendido en malentendido. No hay manera de evitarlo. Y si se pone a hablar es peor.
Un día percibe algo, está más atento o más fortalecido cuando elige no ignorar el miedo que produce en la gente. Se siente poderoso pero puede manejarlo, aprende a manejarlo con matices.
No, dice Corina, en mi caso no se trata de poder o estrategia, sino que muchas veces una no tiene paciencia para la conversación o el diálogo, hay que actuar, y no queda otra que la violencia, es el único lenguaje posible, la acción. Yo puedo matar, mataría sin culpa, estoy segura.
¿Te dieron ganas de matar?
Sí, claro. No sé cómo no lo hice. Algo me frenó, tal vez esa persona estuviera protegida por algo o alguien pero seguro que no fui yo la que frenó, ninguna prevención ni miedo a las consecuencias o anticipación del desastre. La hubiera matado ahí nomás y me hubiera ido aliviadísima. Con la certeza de haber hecho un bien, al menos para mí.
Pero hay un abismo entre estar a punto de hacerlo y hacerlo.
Tal vez, no en mi caso.
Matar. Asesinar. En caliente. O a sangre fría.
La máquina de la guerra está afuera del Estado.
Corina tiene miedo de terminar presa; ella tiende al aislamiento y no puede zafar de su singularidad personal y la tozudez, pero también es centrífuga y no se resigna y busca, no pierde la esperanza: anhela una sociabilidad natural que se le resiste.
Yo soy lo contrario, anhelo poco. Verso sobre la arena gruesa o fina: construyo una torre, un castillo entero con su muralla y su puente, su farallón o su zanja. Lo mojo para darle firmeza pero el sol lo alcanzará y, al secarse, la consistencia se esfumará. La arena se desmorona, se dispersa, se vuela, es aire. No deja rastros el desmoronamiento. Si digo farallón su consistencia se hace tan real que en poco tiempo estoy ante el monumento natural La Portada, en Antofagasta, admirando la piedra volcánica andesita negra, las rocas marinas sedimentarias y las areniscas amarillentas.
Corina dio con un lugar que la apaciguó y durante un tiempo estuvo, más que intrigada, contenta. En lo que había sido un teatro under, CASAMATA se proponía como un Centro de la Liberación donde desplegar la imaginación o un método que sorteara la palabra, y ella se acercó con la curiosidad del que anticipa una forma de desgajar la existencia.
Confluían personas diversas. No iban a hacerse amigos, nadie hablaba de sí mismo. No es que hubiera una consigna que advirtiera esta oclusión, simplemente sucedía de ese modo. La gente estaba cansada de sus rumiosas trituraciones infinitas de las desdichas que la vida ofrece a cada rato. Habían encontrado un placer en olvidarse de su yo. En ese rato se olvidaban de todo, como si se dieran un pico de heroína, conseguían estar en otro lado con otra percepción.
En el encuentro circunstancial se empezaba de cero –aunque sin fundar nada–, se daban unas mínimas consignas que no se controlaban: no presentarse permanentemente, no dar cuenta de nada. No identificarse diciendo: “Buenas tardes yo soy... argentino, hago, vengo, voy”. Ni siquiera saber el nombre de los otros. Cada vez se hizo más fácil entrar en un estado de semiconciencia, más rápido. Sentían un alivio inmenso, inconmensurable.
Un cuarentón había inventado una clase de termómetro, un medidor para la angustia. Salía de su casa todas las mañanas con el aparatito y un cartel que decía MEDIDOR DE ANGUSTIA y la gente pasaba a su lado y sonreía o movía la cabeza de un lado al otro confundida. Los que derrochaban el tiempo se acercaban a preguntar y se complacían con la prueba y el resultado (una interpretación de la cifra que corría por cuenta de los autoconvocados).
En un primer momento se impulsó el ejercicio de no reforzar un gesto propio, no pretender ser reconocido, escuchado. Figuras como las del teatro Noh, figuras casi sin rostros, sin detalles que las distingan o con máscaras de color gris, el más sugestivo en el arte japonés, en el umbral de la luz fuera del espacio y el tiempo. Máscaras que no representan algo reconocible. Cabezas sin coronas en una ausencia de orden social.
Se deslizaban por los salones, se cruzaban en los pasillos o en los vestuarios y unos podían ser unos u otros. La ropa que elegían era neutra. Y sin que fuera necesario decirlo, lo único que importaba era ese momento único, irrepetible, que concentraba todos los sentidos. No había antes ni después. Se representaba un drama, se jugaba. Los movimientos inventaban una extraña intimidad; se mezclaba lo altisonante y lo sutil, sin preferencias, lo alto y lo bajo, como en un carnaval. Las figuras bailaban en la penumbra sin tocarse o tal vez se rozaban pero con un movimiento mínimo, sin restricciones. Las danzas suaves y las fuertes y enronquecidas. El exorcismo y la voluptuosidad de-satados, ningún virtuosismo. Quedaban extenuados pero resplandecientes, las pieles afinadas, transparentes y luminosas.
Lo inconfesable se disparaba hacia la posibilidad de abandonarse a los impulsos y a los sentidos. Y en algún momento, algo salvaje se expresaba y daba risa. La carcajada no se aguantaba, se desa-hogaba histérica y festiva. El de-senfreno, las costillas salidas. Otras se refocilaban, arrasadas por oleadas de hipos, y otros sonreían hacia adentro, no compartían el deleite: los que preferían siempre sus propios cuerpos aunque gozaran en compañía, los desaforados con el autoerotismo. Los brazos dibujaban figuras, las manos y los dedos extendidos. Los más extremos aullaban, entre el júbilo y el horror, sacudían los hombros. Nadie estaba obligado a nada, tampoco a divertirse o a descargar iras contenidas; era rarísimo. Brillar sin buscarlo. Tenían la sensación de triunfar en algo fútil pero tenaz. Imposible de relatar: incomprensible. Estaban totalmente en contra de la teoría o hipótesis de que existe algún saber que se nos resiste y que explicaría todo (se rumoreaba que algunas personas encontraban en ese camino de búsqueda un sentido a sus vidas): lo consideraban una construcción más.
Más tarde, uno de los ejercicios fue combatir el culto a la personalidad: vivían un rato siendo otro, de profundis, imaginaban los grandes gestos y los más sutiles. Casi como intentar ser actor y vestirse con la piel del personaje y recrearlo: comer como él, vestirse y desvestirse, ir al baño, tender una cama, dormir, mirar el horizonte, matar o no matar a una mosca.
Yo es un otro, como una forma de deslizamiento, se deshabitaban, se despojaban de la piel conocida, la entregaban por un rato no importaba a quién, la dejaban sobre una silla, la abandonaban de todos sus atributos, sus vestidos y su ropaje. Se diluían en la indefinición, en lo informe o anodino para probar una pertenencia (asimilarse). Evitaban la esquizofrenia o el temor a perderse para siempre, tan sólo un desdoblamiento temporal.
Imaginaban un perfil y las caras se iluminaban, los más sueltos salían al ruedo a los codazos, cada uno insinuando su actuación.
Al atardecer, el punto más alto de la declinación del día, llegaban de las localidades vecinas, desprovistos de semblantes conocidos y tenían que lidiar con los remisos a aceptar otras caras o formatos, el cambio: cristalizaban a alguien y, salvo que apareciera con una cabellera rubia o roja o investida de gótico, no percibían ninguna diferencia, no estaban dispuestos a tomarse el trabajo de liberarlo de la foto fija. Preferían callar.
Uno de los mayores se animó a preguntar qué sucedería si llegaran a travestirse, alguien le contestó que la idea no era llegar a una respuesta, algo falso en la máxima proporción, sino en preguntarse, que las preguntas flotaran, sin respuesta, eso sería una señal de que se movían, de que estaban vivos. ¿Travestirse? ¡Todo está permitido! ¡Fomentar el artista! Uno podía ser fiel e infiel a lo que uno creía, oscilar, traicionar, permitir, fallutear, creer y hacer creer. Ser doble... ¡eso no es nada!
Un salto a lo imposible era la propuesta. No tener miedo al exceso... ¡Ah! Qué prueba, qué de-safío. Los que no han temido el exceso han pagado con su cuerpo, dicen algunos. Es difícil volver del extremo...
Si se partía de la máxima libertad, lo difícil era sostenerla, tolerarla en otros.
Esto era inclasificable, no admitía etiquetas o encasillamientos. (No buscaban promocionarse, crecer, expandirse, por eso no tenían mottos ni frases ni marketing dirigidos a un posible público, existían prescindiendo de sus alcances o resultados.) No se sabía muy bien cómo la gente llegaba, si al pasar veía el cartel y algo llamaba la atención o alguien pasaba la bola o se comentaba sotto voce. Algunos acudían, otros seguían de largo.
Es que en la frontera un nombre deja afuera todo lo que no es ese nombre, contiene aquello que designa.
Hubo unos que se lanzaron como bombas humanas contra los otros –no se la bancaban solos y la destrucción era una tentación constante, inevitable– y otros que se autoaniquilaron –se consumieron o autoimplosionaron– y dejaron este mundo casi sin salpicar. El problema no estaba en relación con otros sino en un exceso de insipidez, el descubrimiento de una falta de cualidad o aptitud implícita para la vida (la presencia gigante de esta certeza se hacía insoportable), la sospecha de un hiato infinito donde no había nada.
Sabían en CASAMATA que jugaban con materia delicada, que muchos podían jugar, seguir la onda, ponerse flojos y arriesgar sin regalar el pescuezo.
Uno salió y en la esquina se descoyuntó. No estaba herido, pero su cuerpo se desarticuló como si fuera un muñeco. Nadie pudo reconstituir los pedazos.
Y el lunático atravesó la calle y nunca más recordó por qué había ido ahí, qué lo había impulsado, no podía recordar, no pudo volver y tampoco encontró el camino a su casa.
Y el desorbitado salió y en cuanto cruzó empezó a gritar su desvarío. Nadie lo detuvo pero tampoco nadie lo escuchó. ¿Qué pasa si no hay nadie para escuchar? El espejo siempre da la ilusión de que del otro lado hay algo.
El borde se mostraba impreciso, se trataba de forzar esos bordes. Cuando un señor empezó a dar vueltas carnero y una cincuentona a hacer la vertical y uno de veintipico a saltar como un resorte, contagiado por la vivacidad de los mayores, otros se preguntaron si ese movimiento se propagaría. Lo que hacían era ayudar a soportar la vida en toda su informidad. Se atenuaba la necesidad de usar el recurso del acto para no angustiarse o desesperar. Se actuaba la locura para no enloquecer.
Hubo un muchacho que se esforzó, pretendió seguir la consigna, hacer catarsis, liberarse, alivianarse, pero salió y se hizo pirómano. Una brutal emergencia, el furor por la llama, morir quemado, riendo a carcajadas, que nada sobreviviera, la extinción. No. De niño le gustaba mirar el fuego, ¿a quién no?, pero no intentaba apropiarse de él. No ocultaba una fascinación por lo dorado –los anillos, collares, las coronas, los bastones, las telas lameadas– y por el sol; podía quedarse horas mirando el cielo a las doce del mediodía en un enfrentamiento ridículo: su idea era acostumbrarse a mirar el sol “en la cara”, como una forma de fortalecerse al no ceder a su potencia, sostener la mirada como si estuviera siendo mirado a su vez, sin apartar la mirada ni batir las pestañas antes de cerrar los ojos.
Cuando lo trataron no encontraron antecedentes: de chico no había jugado con fuego, aseguraban sus padres. Entonces lo enrolaron en los Bomberos Voluntarios, una buena manera de encubrir el trastorno, su incapacidad para refrenar su perturbadora compulsión.
El al principio se resistió porque decía que el placer, la gratificación y el alivio que sentía no los producía la visión del fuego sino la tensión, la emoción incomparable de provocarlo. La visión de sí mismo encendiendo la llama era tan fuerte –dijo–, se parecía a la excitación sexual que le producía mirar a otros en actos íntimos, perforar ese supuesto secreto, como un voyeur precoz. Pero los padres escucharon la recomendación de que a través de la acción social o solidaria se puede neutralizar las desviaciones –incluso curarlas–, y en este caso especial, en la red de Bomberos Voluntarios, al mismo tiempo exorcizaría su pasión de incendiario. Hizo el curso para mostrar buena disposición y ganar tiempo pero no porque creyera en que el desvío daría una vuelta sobre sí mismo (lo que sus padres habían comprado). No existía en él el ánimo de modificarlo; una vez que se encuentra una pasión, no se deja así nomás, más bien iba a aferrarse a ella hasta que lo llevaran preso, antes del manicomio. Pasó con buenas calificaciones: todos alentaron la versión de la cura.
En el primer incendio llegó con el segundo camión, cuando casi estaba extinguido el fuego, no fue necesaria su colaboración; en el segundo, se prendió fuego él para reencontrar el goce del encendido, lo primordial era ser responsable de la combustión. ¡Me prendo fuego!, gritó el trastornado en el colmo de la excitación y exagerando la carcajada para disimular el dolor del contacto del fuego con su carne. Fue el fin de la simulación. Alegó que no creía en la cura, por otro lado no quería vivir encorsetado, deseaba reflejar el resplandor del genio.
Para él, plantar el fuego era producir un efecto generoso, casi creador, que lo emparentaba con la acción benéfica y fecunda del Rey Sol en contacto con la tierra, una combinación necesaria, generadora de posibilidad. Negar la capacidad de consumición como un de-safío a la promesa, imaginando un ascenso vertiginoso a la gloria.
La imposible investigación lo rastreó y llegó a CASAMATA, pero cuando sus miembros fueron interrogados uno comentó que tal vez al pirómano le gustaba el dorado o era un fanático del sol ¡ni más ni menos!, ¿por qué no? Si todavía se encontraba mucha gente con resistencia a admitir los efectos devastadores del agujero de ozono, se alegraban con los días soleados, se regodeaban con los rayos iluminadores y destellantes en lugar de verlos como puñales cargados con células cancerosas.
En definitiva, nadie se hizo cargo, no consideraron que ellos pudieran haber instigado o ni siquiera estimulado algo parecido a una intervención violenta en la realidad, no podían hacerse responsables de la subjetividad de la gente. Cada uno venía con su bagaje o bagayo personal. Y nada de lo que ellos hicieran podía activar lo que no estuviera ya presente. No los animaba el propósito de profundizar imperceptibles estados de conciencia. Tampoco se los podía acusar de ser fuente de pasiones. Por allí habían pasado inventores y exploradores, fenómenos de circo, cabezudos, enanos y gigantes, artistas en potencia y escritores.
Cuando veo el farallón La Portada, derivo hacia el norte por la estrecha franja entre el desierto y el Pacífico y encuentro esta leyenda.
Alejandro Jodorowsky
Casa de Ukrania. Tocopilla
Plaza de Armas Carlos Condell. Tocopilla. Región de Antofagasta. Chile.
Alejandro Jodorowsky vivió de niño junto a sus padres en esta casa entre los años 1929 y 1939. En el año 2006, el escritor y psicomago chileno visitó por última vez la residencia de su infancia, debido a que la Ilustre Municipalidad de Tocopilla lo nombró Hijo Ilustre. El 6 de enero de 2009 un incendio destruyó la vivienda, junto a cuatro locales comerciales y el cuartel de bomberos del pueblo. Jodorowsky recibió la noticia en su casa de París, donde no hacía mucho había terminado la escritura de su libro Memorias de un niño bombero.
Tocopilla, tiko pillán, hueco o rincón del demonio.
Pienso en los versos de Emily Dickinson:
You cannot put a fire out;
A thing that can ignite
Can go, itself, without a fan
Upon the slowest night.
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