Dom 18.01.2015

VERANO12 • SUBNOTA  › POR MEMPO GIARDINELLI

El paseo de Andrés López

A causa de la velocidad a la que descendía el ascensor neumático, Andrés López sintió que un intenso frío le subía desde los pies; le pareció tener el estómago en el cuello, las manos en la cabeza y la cabeza mucho más arriba, como si hubiera quedado suspendida en el piso veintiuno mientras su cuerpo caía.

En la vereda se encontró con un atardecer nacarado, que le recordó a los Campos Elíseos en otoño. Los edificios altos se asomaban por sobre los árboles de la avenida, dibujándose en el crepúsculo de sangre ardiente que iba oscureciendo al mundo, mientras unos pocos peatones caminaban presurosos, tiritando, por los cincuentenarios adoquines. Aspiró el aire puro, rápidamente familiarizado con la tarde (como siempre a esa misma hora, cuando se retiraba de la clínica) y se dirigió a su automóvil, casi presuntuosamente, tarareando una vieja canción.

Abrió la puerta, se sentó y al girar la llave de contacto observó por el espejo retrovisor que de un edificio vecino salían, veloces, tres sujetos cuyas caras reconoció; también vio, en la cuadra anterior, un Falcon verde, correctamente estacionado, con cuatro hombres a bordo. Sintió un escalofrío, comprobó que se apagaba la luz roja (lo que indicaba que el motor estaba caliente) y en ese momento descubrió el orificio negro, al final de un caño angosto y medianamente largo, junto a su ojo izquierdo.

–Correte –le ordenó una voz. Andrés López, torpe, mecánicamente, se pasó a la butaca derecha–. Ahora destrancá las puertas traseras.

Lo hizo. Subieron dos individuos de aspecto infantil: uno era moreno, bajo, insignificante y tan nervioso que su cara, de tantos tics, parecía un letrero luminoso; el otro, un rubio huesudo, grandote como un camión Mack, tenía una expresión como de estudiado asombro permanente y se movía con dificultad. Ambos le sonrieron mientras el coche se ponía en movimiento, conducido por el primer individuo. Lentamente avanzaron hacia la esquina; allí doblaron hacia el este.

El de los tics lo apuntaba con una pistola 45 negra, brillante, que parecía recién comprada.

–Quedate tranquilo, tordo –dijo el rubio, con voz suave–. Hoy vas a llegar un rato más tarde a tu casa, pero resulta que no ando bien. Me duele mucho y los muchachos opinan que la herida se está pudriendo. Quiero que me cures, me des de alta y no nos veamos más.

Andrés López apenas podía controlar sus nervios. Observó al que manejaba, un individuo de cara vulgar, neutra, que con un traje negro y un poco de talco en las mejillas hubiera pasado por director de un cortejo fúnebre, y sintió que su piel se erizaba. Haciendo un esfuerzo, logró serenarse, resignado, y dijo:

–Está bien –se dio vuelta para mirar hacia atrás, lentamente, sin movimientos sospechosos–, muéstreme la herida...

El rubio se quitó el saco, se levantó el suéter y desabrochó todos los botones de la camisa, lo que permitió ver su enorme pecho velludo atravesado por un grueso vendaje, manchado de sangre desde las tetillas hasta la cintura.

–Permítame –dijo Andrés López después de sacar, cauta, insospechablemente, una tijerita de su maletín.

Mientras limpiaba la herida, echándole un polvito blanco primero y luego una considerable cantidad de tintura de Merthiolate, recordó que, ocho días antes, los mismos tres sujetos lo habían abordado. Incómodamente instalado en el asiento posterior, en aquella oportunidad había tenido que extraer una bala calibre 38 de entre las costillas del Mack (quien sólo transpiró, sin emitir una mínima queja), en pésimas condiciones de asepsia, en medio del mutismo tenso de los otros dos y con la amenazante urgencia que significaba la 45 del mequetrefe de los tics, cuya cabeza parecía patinarle sobre el cuello en pequeños movimientos convulsivos. Al cabo de una interminable, extenuante, hora de labor, le habían advertido que lo verían nuevamente para que finalizara la curación y, mientras tanto, si quería a su familia, debía mantenerse en absoluto silencio, comportarse como lo hacía habitualmente, llevar siempre el maletín en el coche y, obviamente, no avisar a la policía. Después se apearon en la Costanera Norte, detrás del Aeroparque, ascendieron a un Torino azul, sin patente, que parecía esperarlos, y se alejaron velozmente.

Mientras terminaba la curación, se dijo que había realizado un buen trabajo, ciertamente, ya que la herida, aunque inflamada y violácea, no presentaba infección. Al concluir el nuevo vendaje, más liviano y flojo, sintió que le dolía la espalda. Se acomodó en su asiento y observó que marchaban despaciosamente por Pampa, rumbo a la costanera.

–Tiene que seguir cuidándose –afirmó–, pero no es necesario que vea a un médico. Dentro de una semana, más o menos, sáquese la venda, píntese con Merthiolate y cúbrase la herida con un par de gasas y tela adhesiva. Y tome los antibióticos que le receté el otro día durante una semana más. Eso es todo.

El Mack lo miró con una sonrisa.

–Te portaste, tordo –le dijo, y después se dirigió al que conducía–. Seguí derecho y da la vuelta por Salguero. Parece temprano todavía...

Andrés López suspiró profundamente, se pasó una mano por los cabellos y miró a través de la ventanilla. Por el rabillo del ojo observó al grandote, a quien el crepúsculo le partía la cara en dos pedazos, uno de los cuales estaba sorprendentemente dorado. Este se dio cuenta y amplió su sonrisa.

–¿Cuánto levantás por mes?

–Bastante, pero menos de lo que ustedes se imaginan.

–Los médicos ganan mucha guita. ¿A vos no te alcanza?

–No. Tengo a mi madre enferma. Cáncer. Y además, mujer y cuatro hijos. Con mi vieja llevo gastada una millonada de pesos. Y encima estoy pagando la casa y el coche. Un médico gana bien, sí, pero yo tengo demasiados compromisos.

–¿Y tus hijos?

–Van al colegio. Son chicos.

–¿Y tu mujer?

–Está con mi madre.

No hicieron más preguntas. Andrés López se propuso no hablar si no lo interrogaban. Mediría sus respuestas; ni una palabra más que las necesarias.

Llegaron a Salguero y giraron en redondo, lentamente, enfilando luego hacia la Ciudad Universitaria; el viento helado se filtraba por las rendijas de las ventanillas y Andrés López sentía que una parte de su cara se congelaba y perdía la sensibilidad. Su corazón latía veloz, vigorosamente, como cada vez que se ejecutaba un penal favorable a Racing. Como si hubieran advertido su ansiedad, lo convidaron con un cigarrillo, que aceptó, y los cuatro empezaron a fumar. Enseguida comprobó que se relajaba y pensó que, al fin y al cabo, no tenía por qué preocuparse; se trataba de un paseo placentero, era otro quien conducía y él podía mirar los resplandores de la costanera esparcidos sobre el ancho río, o, del lado de la ciudad, los árboles que se iban confundiendo con las sombras de la noche que caía.

–Así que tu vieja se está muriendo –comentó el del volante–. Si hubiéramos sabido no te tocábamos. La verdad que te portaste.

El tono de disculpa le resultó chocante.

–Y decí que la vez pasada te quedaste piola –sonrió el de la 45, negando enfáticamente.

–Cierto –afirmó el Mack–. La gente no entiende que si se resisten es peor: uno se pone nervioso y se escapan los tiros. Matar no es lindo.

Quedaron nuevamente en silencio. En Núñez volvieron a girar, cuando ya casi era de noche y en el cielo se dibujaba un arco blancuzco, como una gran aureola de santo que cubría toda la ciudad. El Mack añadió:

–Por cualquier cosa, decile a tu familia que si alguna vez los enciman, no se resistan. La cana y nosotros, todos, estamos medio nerviosos y en una de ésas... Uno nunca sabe.

Andrés López, perplejo, se preguntó cómo era posible ese trato, esa charla absurda con esos tres individuos que no tenían, precisamente, caras de perdonavidas y que lo hacían pasar del estupor y el sobresalto a la curiosidad.

–¿Por qué me “encimaron” a mí?

–Casualidad –dijo el Mack–, pero te darás cuenta de que nosotros no estamos en el escruche; necesitábamos un médico y buscamos uno bien debute. Te tocó a vos.

El de la 45 comentó algo en voz baja. Mack asintió.

–Che, tordo –dijo el de los tics, sonriendo–, te vamos a pagar por lo que hiciste, ¿eh? Doscientas lucas y mi bobo, ¿te parece bien? No tenemos más efectivo encima, ¿sabés?

–Pero... –se oyó a sí mismo Andrés López, pasmado, negándose a reconocer que alguna vez las reglas del juego podían dejar de cumplirse, incapaz de admitir que existieran reglas diferentes de las suyas.

–Sí, quedátelos –confirmó el Mack, pasándole por sobre su hombro un pequeño fajo de billetes de diez mil y, envuelto en un dudoso pañuelo, un pesado reloj de oro.

Después apartó con un dedo la pistola de su compañero, quien la guardó bajo el cinturón mientras guiñaba como si se hubiera encontrado con Susana Giménez en el baño de hombres del Luna Park.

–Tenés la vieja enferma y familia numerosa –agregó–. Además parecés buen tipo, te portaste y seguro que andás seco. Es lo que yo siempre digo: éste es un país de mierda.

Andrés López reprimió, severamente, una sonrisa. El otro seguía:

–Claro, acá todos quieren laburar tranquilos y tomar mate los domingos en la casita de las afueras. Pero nadie puede, salvo los bacanes o los mafiosos, que al fin y al cabo son la misma cosa. Entonces todo es cuestión de huevos: el que se da cuenta de que no vale la pena deslomarse por un sueldo de mierda tiene dos caminos: o se resigna o se pasa a nuestro lado.

–Cuál.

–Negocios, tordo, negocios.

Se cruzaron con dos patrulleros, que hacían sonar sus sirenas, estridentemente.

–Hijos de puta –sentenció el Mack.

–Nos andan buscando –explicó el que manejaba–. Nos vendió un botón.

–¿Quién?

–Un comisario, un botón. Hay muchos taqueros que laburan para nosotros. Por la plata baila el mono, tordo. Pero este cornudo nos vendió.

Los patrulleros entraron a la zona portuaria.

–¿Y ahora qué harán? –se atrevió a preguntar.

–Enseguida terminamos el paseíto, quedate tranquilo.

Andrés López tuvo la sensación de que se le anudaban algunas tripas.

–¿Necesitás más guita? –le preguntó el Mack.

–¿Eh..? No, no –sintió unas irresistibles, súbitas ganas de vomitar.

–Dale, no te hagás el estrecho, tordo. Medio palo. Es un préstamo. Te lo podemos hacer llegar mañana. Te portaste, viejo.

–No, por favor, yo...

–Bueno, como quieras –dijo el que conducía, apretando el pedal del freno–. Acá nos bajamos y vos te quedás chito, ¿eh?

El automóvil se detuvo frente al carrito 56, sobre la vereda de los murallones que dan al río. El olor de las primeras achuras comenzaba a embriagar el aire de la noche, que había caído pesadamente sobre Buenos Aires, cuando los tres individuos descendieron rápidamente, dejando el coche en marcha.

–Chau, tordo, y gracias por todo –le dijeron, dirigiéndose apresuradamente hacia el Torino azul, que estaba estacionado diez metros más adelante.

En ese momento se encendió un buscahuellas, al costado de una camioneta detenida junto al restaurante, e iluminó al trío. Varias ráfagas de ametralladora los barrieron, mientras una decena de policías de civil corría hacia ellos.

–¡El tordo no! –alcanzó a gritar una voz, que Andrés López reconoció era la del Mack, antes de que la silenciara un último balazo.

Los policías llegaron junto a los cuerpos de los tres desgraciados. De un Falcon verde descendió un hombre gordo, bajo y moreno, con una pistola en la mano; se acercó al Mack, lo miró unos segundos, le apuntó a la cabeza y disparó. Después guardó el arma en su cintura, impartió algunas órdenes y caminó lentamente, complacido, fatuo, hacia el automóvil de Andrés López.

–Buen trabajo, doctor –lo saludó, extendiéndole la mano.

Andrés López no respondió. Con la vista clavada en los tres cuerpos extendidos desprolijamente sobre el pavimento, empezó a vomitar.

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