Dom 08.02.2015

VERANO12 • SUBNOTA

Dos valijas

› Por Claudia Piñeiro

Dos valijas. Eso dijo Mauro. Volví a preguntar: “¿Estás seguro?”. “Sí, estoy seguro”, respondió con paciencia. Todos me tenían paciencia en aquellos días. “No pueden ser dos”, insistí. Pero Mauro ya no dijo nada porque ahí estaban las dos, en el recibidor del departamento. Apenas se atrevió a señalarlas con las manos abiertas, las palmas hacia arriba, mientras vacilaba en el marco de la puerta dudando si entrar o irse. “Pasá y tomamos un café”, le dije. “¿Estás de ánimo?, mirá que no hace falta. Si querés descansar, o estar sola...” “No, tomemos un café que me va a hacer bien”, dije sin estar segura de qué cosa me podía hacer bien. Mauro me había hecho el favor de ir a retirar las valijas de Fabián del aeropuerto y no me parecía bien dejar que se fuera sin siquiera ofrecerle un café. El cuerpo de Fabián lo había retirado mi hermano una semana antes. Y se había ocupado de todo: reconocer el cuerpo, organizar el velorio, disponer el entierro. Yo no habría podido. Un infarto en pleno vuelo. Fabián había subido vivo en Chile y bajado muerto en Argentina. Un médico que viajaba en el avión le hizo masajes cardíacos y otras maniobras. Pero no fue suficiente. Mi marido murió diez minutos antes de aterrizar en el aeropuerto de Ezeiza.

Los primeros días después del entierro sólo podía pensar en ese preciso momento, el de su muerte, cuando el médico miró a alguien, la azafata tal vez, y dijo: “Ya no hay nada que hacer”. Pensaba también en los otros pasajeros, en el resto de la tripulación. Qué habrá pensado cada uno de ellos, qué habrán hecho, cuál habrá sido la última cara que Fabián vio antes de morir, cuáles los últimos ojos con los que hizo contacto, quién le tomó la mano si es que alguien se la tomó, quién le habló hasta que se fue. Quizá me concentraba en esos detalles para seguir pensándolo vivo, para tenerlo conmigo en ese instante anterior a la muerte en el que yo no pude estar a su lado. Hasta que llegaron las valijas y las preguntas cambiaron radicalmente.

Mauro me esperaba sentado en el living cuando aparecí con la bandeja y los cafés. “Estaba segura de que había viajado sólo con una valija”, dije otra vez mientras le alcanzaba su taza. “A mí también me sorprendió, no fueron tantos días. Pero pregunté y me mostraron que las dos etiquetas están a su nombre, de hecho todavía las tienen puestas”, dijo Mauro, y se acercó a una de las valijas, tomó la etiqueta que colgaba de la manija y leyó, “Fabián Tarditti”. Luego hizo exactamente lo mismo con la otra: “Fabián Tarditti”. Levantó la vista y me miró como con resignación. “Quizá compró cosas allá y no le alcanzó el espacio, o traía folletería de la empresa. Ya verás cuando las abras, pero quedate tranquila que las dos son de Fabián”. “Sí ya veré”, le dije, y se me llenaron los ojos de lágrimas. “Perdoname, estoy harta de llorar”, me disculpé. “Es lógico”, me consoló y preguntó: “¿Cómo está Martina?”. “Supongo que mal, se le fue su padre, tan de repente. Pero hace un esfuerzo por sostenerme a mí, así que me demuestra poco. Espero que se descargue con sus amigas o con su novio.” “Seguro que sí”, dijo Fabián. Yo asentí, me tomé mi café, y ya casi no hablamos más. “¿Querés que te ayude a llevar las valijas al cuarto?”, me ofreció Mauro antes de irse. Pero le dije que no, todavía no estaba preparada para abrirlas y encontrarme con las cosas de Fabián. Y tampoco quería dormir con ellas en nuestra habitación.

Recién me ocupé de las valijas tres días después; pasaba junto a ellas, salía y entraba al departamento, pero no las movía de donde Mauro las había dejado. La noche en que las terminé abriendo venían a comer a casa Martina y Pedro, su novio, y no me pareció prudente que mi hija se encontrara con ellas allí, señalando la presencia de un padre que ya no estaba. Así que antes de terminar de poner la mesa las empujé a mi cuarto y ahí las dejé. Comimos, charlamos, lloramos un poco. Pedro puso música, nos preparó café, cada tanto le tomaba la mano a Martina o le susurraba algo al oído.

Cuando se fueron por fin me decidí. Tenía que abrir esas valijas aunque me espantara encontrarme con las cosas de Fabián, aunque las prendas que sacara olieran a él. ¿Se guardan las prendas de un muerto en los mismos estantes donde se las guardaba cuando estaba vivo? ¿Por cuánto tiempo? Me acerqué a las valijas. Las dos tenían candado numérico pero eso no presentaba ninguna dificultad porque, desde que nos vinimos a vivir a este departamento, pusimos siempre en todo candado, locker o cerradura que tuviéramos que compartir los cuatro números de la dirección de nuestra casa: 1563. Veintiocho años vivimos juntos en Salta 1563, quinto piso, departamento A. Subí una de las valijas sobre la cama, puse los números del candado en la posición 1563 y el candado se abrió. Deslicé el cierre. Allí estaban sus cosas, todo ordenado meticulosamente, como siempre. No conocí nunca nadie que armara valijas con la perfección con que lo hacía Fabián. El traje gris que llevaba por si tenía reuniones de trabajo más formales. Su camisa blanca. La corbata azul con pintas rojas. Un pantalón sport. Su suéter azul. Dos remeras. Los zapatos de vestir y un cinturón del mismo cuero en otro compartimiento. El jean lo traía puesto, lo mismo que su camisa celeste de mangas cortas, sus mocasines y su campera de lluvia. Todo perfectamente doblado, la ropa interior sucia dentro de una bolsa, las camisas abotonadas. El perfume, la pasta dentífrica, el cepillo y los artículos para afeitarse en el neceser de cuero que le regalé para su último cumpleaños. Cada cosa que sacaba olía a él. Lloré. Dejé para último momento el cierre interior, allí solía guardar los regalos que nos traía de sus viajes. Fabián siempre viajó por trabajo, dentro del país cuando recién se recibió de arquitecto y durante los años que ejerció la profesión en forma independiente, y a Santiago de Chile, Uruguay y Brasil, desde que trabajaba como gerente regional para una empresa de equipamiento de oficinas. De cada viaje nos traía algo, aunque fuera una pavada, algo que nos hiciera sentir que estando lejos pensó en nosotros. Cuando Martina se fue a vivir con Pedro, ya no le trajo regalos en cada viaje sino de tanto en tanto, pero a mí sí. Deslicé el cierre y metí la mano dentro: saqué un sobre de papel, era de una casa de ropa de mujer de Las Condes. Lo abrí, dentro había un pañuelo de seda, color fucsia, con flores celestes, amarillas y blancas. Me lo llevé al pecho y lloré otra vez.

Decidí que por un tiempo, hasta que supiera qué hacer con sus cosas, mantendría el placard de Fabián tal cual estaba. Así que guardé cada prenda en su sitio. Cerré la valija y la subí al estante de donde mi marido la había bajado el día antes de viajar por última vez. Luego puse la otra valija sobre la cama. Coloqué los números de siempre en el candado: 1563. Pero esta vez el candado no abrió. Miré los números, dudé si ese seis era un seis o un ocho, me calcé los anteojos y volví a chequear los números: 1563. Probé abrir otra vez y nada. ¿Y si finalmente yo tenía razón y ésa no era una valija de Fabián? Esta vez leí yo misma la etiqueta que aún colgaba de ella: Fabián Tarditti. Giré los números en el candado y volví a dejarlos en la posición 1563. Tampoco. Pensé un instante. Probé con su fecha de cumpleaños, con la de Martina, con la mía. No funcionaron. Finalmente volví a la etiqueta y fue entonces cuando empecé a comprender. Debajo de su nombre estaba la dirección y el teléfono. El número de teléfono era el que conocía, el que tuvo siempre, ése al que yo lo llamaba. Pero la dirección era otra: Jonás 764, Pinamar. ¿Jonás 764 Pinamar? ¿Qué dirección podía ser ésa? Volví al candado. La cerradura tenía cuatro posiciones. Hice lo mismo que hicimos tantas veces que nos enfrentamos a candados con más dígitos que nuestra dirección: agregar nueves a la izquierda. Puse un nueve en la primera posición, luego un siete, luego un seis y por último un cuatro: 9764. El candado se abrió. Deslicé el cierre, levanté la tapa y me quedé sin aire. Lo que vi dentro era una copia exacta de lo que traía en la otra valija: el traje gris, la camisa blanca, la corbata azul con pintas rojas, el suéter, las remeras, los zapatos y el cinturón en otro compartimiento, la ropa sucia en una bolsa, un neceser de cuero. No podía pensar, no terminaba de entender. O no podía entender aún. Entonces deslicé el cierre donde Fabián guardaba los regalos y allí estaba el sobre de papel del negocio de Las Condes. Pero había algo más, otra bolsa pequeña. La abrí y saqué lo que contenía: ropa de bebé, un enterito de algodón celeste con ositos marrones, un babero y un par de zoquetes. Me recosté en la cama. La cabeza me latía como si fuera a explotar. ¿Dos valijas idénticas significaban lo que se cruzaba por mi mente? Idénticas no, en una había ropa para un bebé. ¿Y si no qué? ¿Por qué alguien llevaba valijas duplicadas? ¿Una mujer y un bebé de Fabián en Pinamar? ¿Qué habría hecho Fabián con la otra valija si no hubiera tenido un infarto en el avión? ¿La habría dejado en la oficina, en el baúl del auto? No podía ser, tenía que haber otra explicación. Pero si la había yo no la encontraba.

Anduve por la casa de un lado a otro, elegí y descarté amigas con quien compartir lo que me estaba pasando. Tampoco quería decírselo a mi hermano. Pensé en Martina, en cómo le diría, en si se lo diría. También pensé en llamar a Mauro, casi el único amigo íntimo que tenía Fabián. Pero era imposible que Mauro supiera, si hubiera sabido no me hubiera entregado la valija. Hubiera protegido a su amigo hasta las últimas consecuencias. La hubiera entregado allí donde esta valija debía estar. Y cuando pensé eso, que Mauro hubiera llevado la valija allí donde debía estar, es que supe qué era lo que yo iba a hacer: viajar a Pinamar a entregársela a una mujer que tal vez ni siquiera sabía que Fabián ya no regresaría.

Tomé algo para dormir y dejé que mi cuerpo decidiera qué hora era buena para despertarse. Amanecí como a las diez de la mañana. Cargué en el auto la otra valija, esa que traía una dirección en Pinamar hacia donde me dirigía. Nunca había manejado sola en ruta antes. Nunca incluso había ido a Pinamar desde que nos habíamos casado. Sí antes, de solteros, cuando Fabián tenía un par de obras allí y lo acompañé a verlas. Pero a mí nunca me gustó la playa. Así que nuestros destinos siempre fueron otros: Villa La Angostura, Mendoza, Córdoba. Busqué la ruta más apropiada en Google Map. Sabía que tenía que tomar la ruta 2 y luego desviar en Dolores. Allí pregunté, en una estación de servicio. Me indicaron un camino más corto, un poco desolado pero que me ahorraría más de cincuenta kilómetros. Y eso hice. Quería llegar cuanto antes. Conocer a esa mujer y al hijo de Fabián. Me pregunté desde hacía cuánto podía ser que estuviera ella en su vida. Yo nunca había notado nada. Fabián había estado un poco distante el último tiempo. Y tal vez los dos estábamos menos cariñosos, o con menos interés sexual. Pero hacía veintiocho años que estábamos juntos y el hecho de que decayera su libido o la mía no me pareció alarmante ni mucho menos. Ahora me daba cuenta de que su libido no había decaído, sino que estaba puesta en otro sitio. ¿Una mujer de qué edad? ¿Treinta y cinco, cuarenta? Tenía que ser bastante joven para tener un bebé, pero también una edad adecuada como para salir con un hombre de cincuenta y cinco años. Miré a un lado de la ruta y vi un Cristo gigante que invitaba a un Vía Crucis en Madariaga, así que supe que estaba muy cerca, que pronto estaría frente a la mujer a la que le entregaría una valija que no me pertenecía.

¿Qué le diría? ¿Me enojaría con ella? ¿La insultaría? ¿Le daría el pésame? En la rotonda de entrada a Pinamar me detuve y puse la dirección en el GPS del teléfono: Jonás 764. El GPS buscó y luego me indicó el camino. Fui despacio, temía llegar y hacer un escándalo. O desmayarme. O no atreverme y volver a mi casa sin dejar la valija. Ir despacio me permitía tomar coraje. Me detuve frente a la dirección con la que abrí el candado. Era una casa sencilla, con un jardín cuidado delante. Bajé y toqué el timbre. No salió nadie. Insistí. Y luego otra vez. Un hombre que entraba a la casa vecina me dijo: “Están en el bar”. “¿Cuál bar?”, le pregunté. “El del centro –me dijo–, el de la playa en esta época del año lo tienen cerrado.” “Ah, claro, dije”, como si supiera de qué me estaba hablando. Y antes de irme agregué: “¿Me indica el camino? Hace años que no vengo de visita y tengo miedo de perderme”. El hombre se puso junto a mí y dibujó en el aire un mapa que traté de aprender de memoria. “A mi Modo, se llama”, dijo. Lo miré sin entender. “El bar, ahora se llama A mi Modo, le cambiaron el nombre hace un tiempo. Le digo para que no se confunda, por si no sabía.” “Sí, claro, sabía, pero le agradezco”, mentí. Y me subí al coche.

Hice el camino que me había indicado el hombre sin dificultad y ahí estaba el bar: A mi Modo. Entré y me senté en una mesa. Enseguida vino una mujer a atenderme, una mujer embarazada, que no podía tener más años que Martina. No había un bebé, sino una mujer embarazada. Sentí pena por ella, pero también enojo verdadero, casi odio. ¿Cómo Fabián había podido tener una relación con una mujer de la edad de nuestra hija? ¿Quién era ese hombre con el que compartí veintiocho años y recién ahora empezaba a conocer? ¿Cómo se puede tener un hijo de una chica de veintipico a los cincuenta y cinco años? ¿Cuándo pensaba decírmelo? ¿Pensaba decírmelo alguna vez? “Perdón, señora, ¿qué le sirvo?”, dijo la mujer en voz alta, seguramente porque ya lo había dicho antes y no la había escuchado. “Un café por favor, un café.” La mujer desapareció detrás del mostrador. Tuve que controlarme para no ponerme a llorar. La mujer salió de la cocina a buscar algo pero alguien la llamó desde adentro: “Martina...”, y la chica volvió a irse. Se me nubló la vista. Mi marido tenía una amante de la edad de nuestra hija que se llamaba como nuestra hija. Sentí asco. Me lo imaginé diciéndole cosas en la cama y nombrándola con el mismo nombre que él mismo eligió para Martina. Yo quería llamarla Carolina, pero él insistió y yo acepté. La chica salió de la cocina con el café, caminó hacia mi mesa y lo dejó frente a mí. Luego me acercó un servilletero y los sobres de azúcar. “¿De cuánto tiempo estás?”, pregunté con la voz ronca, casi sin pensarlo. “De seis meses. Va a nacer para fin de año.” “Qué bien... –dije–, ¿es un varón?” “Sí, es un varón” –respondió ella–, si no se equivocó el médico que me hizo la ecografía.” “Sos muy joven para tener un hijo.” “No tanto, tengo veintiséis.” “Veintiséis –repetí–, uno más que mi hija.” Ella sonrió, acomodó una de las sillas de otra mesa y volvió al mostrador. ¿Cómo decirle a esa mujer, a pesar del rencor que sentía, que su hijo no tendría padre porque había muerto de un infarto en el avión que lo traía de Chile? ¿Desde hacía cuánto tiempo estaban juntos? Ella era tan joven. ¿Qué necesidad había tenido Fabián de llevar con ella una vida igual a la que llevaba conmigo? Dos valijas. Me sentía demasiado incómoda, quería irme ya, pero antes debía completar lo que me había llevado hasta allí. Dejé el café sin tomar y fui al auto. Bajé la valija y volví al bar arrastrándola conmigo. Cuando entré no había nadie. Grité su nombre: “¡Martina!”. Entonces ella salió de la cocina y me vio allí, parada junto a la valija. “Te traje la valija de Fabián”, dije. Parecía asustada, miró hacia la cocina y gritó: “¡Mamá!”. Una mujer muy parecida a ella salió de inmediato, se detuvo junto a la chica y se quedó mirándome. Por fin, entendí. En sus ojos vi que ella, esa otra mujer, sabía quién era yo, sabía que Fabián había muerto y por qué estaba allí. Se acercó tomó la valija y dijo: “Gracias por traérmela”. Yo en cambio no pude decir nada, sonreí, me di media vuelta y me fui.

En esa corta distancia que recorrí hasta el auto pasaron por mi cabeza imágenes de la vida duplicada de Fabián: las dos valijas, las dos casas, los dos suéteres azules, los dos trajes, las dos hijas con el mismo nombre, sus dos mujeres. Veintiocho años conmigo. ¿Cuántos con ella? Veintinueve, treinta.

Subí al auto y encendí el motor, antes de arrancar miré una vez más hacia el bar. En la puerta estaba la otra mujer de Fabián parada junto a la valija, un paso más atrás su otra hija. La mujer sostenía en la mano un pañuelo de seda, color fucsia, con flores celestes, amarillas y blancas.

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