VERANO12 • SUBNOTA › CLAUDIO SUAYA
Virginia no vendrá. Fue lo primero que pensó al despertarse. El reloj no había sonado todavía pero la cama fría y la ansiedad lo arrojaron del sueño. Faltaba una hora para que jugara Argentina el segundo partido del Mundial de Brasil, contra Irán.
El primero lo habían visto juntos cinco días antes, el sábado. Y habían ganado. Ahí nomás, pero ganado. Al parecer hoy lo vería solo y la ausencia podría afectar el resultado..., siempre es mejor respetar las cábalas: equipo que gana no se toca... y grupo que mira, tampoco.
La ausencia acentuaba un punto de inflexión donde la mujer interactuaba con la pasión que el fútbol conjugaba de por siempre. Las mujeres y el fútbol son una mezcla peligrosa, amadas y no amadas, parejas, amantes y amigas le habían torcido resultados puestos. Nunca estaba claro si era mejor que estuviesen o que no estuviesen.
Pero ahora, ya había estado...
Recordó que habían quedado en ir al cine esa noche. Pero eso era otra cosa.
La banda roja era ancha, pero la delgada línea roja era muy delgada. Esta ilustraba una metáfora cinematográfica nacida del talento de Terence Malik, mientras que aquélla cruzaba el pecho de jugadores de fútbol de un club sin barrio. Con un color que suele simbolizar una concentración de los instintos que la levedad contemporánea no aconseja.
Aquí, aquella línea operaba como una frontera que unía y separaba a la vez, sensaciones profundas, que se habían alternado en la ocupación del territorio de este hombre. ¿Habría un ligero toque esquizofrénico? Algo así, parecido al leve drama de Richard Gere en Sus dos amores, experimentaba en el colectivo que desde Congreso lo llevaba a ver una película a la Recoleta. Porque allí, portando su maletín y rodeado de la domesticación que él mismo representaba, se le hacía violento el contraste con la gente que en el mismo colectivo, los domingos, se dirigía a la cancha de River. Otra gente, otra actitud, otro destino.
Es curioso que el mismo transporte lo llevara a placeres tan distintos y distantes, alegrías, desengaños y decepciones del limitado y sufrido protagonismo del espectador. Claro, nadie lo cargaba cuando Harvey Keitel perdía frente a los malos. En cambio, hasta el bueno de Oscar Bergara, jefe de prensa de la UIP (que representaba entre otras a la Paramount y la Universal en Buenos Aires) se dedicaba a mandarle mails con carteles y dejarle recordatorios en su butaca de las privadas, cuando Boca tenía la suerte de ganarle a River. Y la tenía seguido. ¿Y el goce? En qué película. O en qué partido.
Creía entender que eran gustos antinómicos que buscaban placeres similares. Uno básicamente intelectual y estético y el otro sanguíneo y pasional. Aunque en el cine también se sufría, tanto el dolor como el goce eran más recatados y, además, no se conocía a nadie que fuese a ver una película de su director predilecto con una bandera. Ni puteaban a la madre de Subiela cuando éste no lograba un buen resultado (¡pobre mujer!).
En este punto solía rescatarse a sí mismo con el vano argumento del exquisito paladar riverplatense. Que era un estilo, una forma distinta de ver el fútbol que lo acercaba a una expresión artística. La espera fue un condimento compartido, aunque el tiempo que la censura postergó la visión de Ultimo tango en París fue menor que los años que debió esperar para ver a su River campeón.
Mucho tiempo, preguntándose dónde estaba, se había imaginado como esos cuerpos indefinidos que en biología asoman como vida. Que son como gotas de agua chanfleadas. ¿Todo el mundo sabrá lo que es un chanfle? No es el rol del que cuenta preguntar quién lo entiende. Ya tiene bastante con combatir el silencio y comprender a sus personajes.
Pero el chanfle era un tema en la Argentina, donde un hombre enamorado suelta del abrazo a su mujer por la calle para perfilar el cuerpo y elegir con qué cara del pie pegarle a una tapa de gaseosa sobre la vereda.
Claro que cuando empezó a entender este asunto ya se había gastado media vida para ver que no, que no fluctuaba, que no iba de aquí para allá sin definir lugar de pertenencia. Que simplemente pertenecía y que ya desde muy chico había hallado un lugar de descarga, eso que no sin sonrisas puede evocarse como la tercera posición en su vida, porque su papá renegaba del fútbol y de cualquier amontonamiento, mientras él ya de joven encontró allí situaciones que compartidas lo acercaron como nunca al ideal del comunismo, aunque esto lo entendió mucho más tarde, cuando el comunismo ya había perdido crédito y él no se reconocía en medio de tanta gente que cantaba lo mismo. Y que para colmo, en más de una oportunidad le quisieron o le tocaron directamente la cola a alguna novia que iba con él a la cancha. El comunismo y el fútbol juntaban mucha gente. El cine también.
A su mamá, que se apresuró a encontrarle virtudes literarias cuando escribió su primer cuento y que insistía en que viera El muelle de las brumas, no la convencía el tema de la cancha. Ya por entonces la violencia era violenta y, para colmo, había muchos tablones de madera. La tranquilizaba, eso sí, que fuera con Carlos Osvaldo, que estudiaba con él la secundaria, y con Juan Carlos, que escuchaba música clásica en su aparatosa Tonomac Siete Mares en plena tribuna, y con Lucho, que era serio, grande y trabajador. Estaba en primer año y con ellos en la cancha de Independiente, cuando durante el partido lo quebraron a Artime y le robaron el campeonato a River.
Justamente treinta años más tarde lo iba a entrevistar a Leonardo Favio, antes del estreno de Gatica, el Mono, que se había matado a la salida de aquel partido, un 9 de noviembre.
–Creo que con éste se va a captar más público –había contestado en el pequeño departamento de la calle Uriburu, al director de El dependiente, señalando el cartel que reproducía la imagen del señor Gatica con galera, cuando le pidió opinión sobre los dos posibles afiches de publicidad de la película.
Además de la galera, con la que el puntano se burlaba de la burguesía que lo despreciaba, una gran sonrisa en medio de una cara lisa que aparecía de medio perfil, contrastaba con el otro afiche donde aparecía agresivo y desafiante detrás de sus puños el Mono ensangrentado arriba de un ring.
–¿Te parece? En éste hace lo que le gustaba. Pelear.
–Sí. Pero creo que vas a perder público femenino.
–Sabés que, la verdad, a Carola tampoco le gusta ése.
–Demasiado real, me parece.
–La historia que se cuenta es real. Es de lucha. Es del peronismo además.
–Creo que lo que se cuenta es una leyenda –recuerdo que alcancé a decir.
–Que nace de una realidad que vivimos todos –sentenció él y yo hice un último intento.
–¿Te acordás lo que le dice el editor de un diario a James Stewart, en El hombre que mató a Liberty Balance?
–Me parece que la vi con otro título... pero ¿qué le dice?
–Que en el Oeste, entre la realidad y la leyenda, se imprime la leyenda. Eso le dice, Favio.
–¡Ahhh. Sí, eso y el personaje, el viejo, siempre me encantaron!
–¿Sabés que yo estuve en la cancha ese día, ese partido?
–¿Qué partido?
–En el que a la salida se mató Gatica.
–¿En serio viejo?
Claro que no había soñado impresionar a su admirado Favio con su desapercibida participación en el teatro de aquella leyenda, que ahora llegaba a ser cine.
Aunque puede contarse algún incendio trágico de verdad –sobre todo en tiempos del inflamable celuloide–, y alguno bueno aunque ficcional como el de Tarantino, los traumas que le había producido el cine (su costosa comprensión de Detrás de un vidrio oscuro, por ejemplo), no se comparaban con los de la cancha: su madre recorría hospitales buscándolo, mientras él, habiendo saltado de una pasión a otra, enamorado, olvidaba el 0 a 0 y cenaba con su novia Alicia, la de los ojos verdes que vivía en la pensión de Doña Pura, en Céspedes y Ciudad de La Paz, y se enteraba por el mozo de la tragedia de la Puerta 12 y los casi cien muertos a menos de cien metros de la platea Belgrano, donde había sufrido el empate de River con Boca. Era la primavera del año ’68. Nunca en el cine había vivido situaciones parecidas.
Aun reconociendo que no hay espectáculo sin espectador, eso del espectador activo le parecía un cuento de los analistas, aunque los genios encarnen proyecciones de los que miran, tanto en el Beto Alonso como en el maravilloso Buster Keaton y su crisis existencial en disputa con la máquina de La General, en el tren con el que, por amor a una mujer –siempre una mujer, eso sí– intentaba luchar por la digna causa del sur.
Ahora se indignaba con razón, ante la invasión de caras extrañas que con motivo de jugarse el Mundial vibraban con el fútbol, pasión de multitudes. Los que no conocen una cancha no sufren ni saben qué es un orsai y menos ver un partido bajo la lluvia, ahora toman partido.
Las mujeres se juntan excitadas para ver transpirar a tipos que no conocen. Los progres quieren que la selección gane, porque será un triunfo del país, de la gente y del gobierno de turno. Otros aprovechan para despotricar: ¡cómo puede ser que tanta gente hable de Messi y de Favaloro nadie diga nada!
Beethoven, siempre atento al palpitar social, se regocija al ver que su maltratada Oda a la alegría acompaña la ilusión de la gente cuando las propagandas televisivas la usan para mostrar a los jugadores corriendo tras la pelota y tras la Copa Libertadores de América.
Y, entre la indiferencia de todos estos mercenarios, él, calculando cuánto puede influir la ausencia de ella. Que en la cama ya se sabe, pero el partido contra Irán no se puede perder. Y ella trabajando con la sangre –también roja– de la gente en el Hospital Tornú.
No pensaba que se hubiese diseñado para él un presente disociado como el que vivía. Se acomodó en el colectivo al lado de una señora que abrazaba sus bolsas y miraba por la ventanilla. Cuando a las pocas cuadras se desocupó un asiento de uno se cambió y, en señal de su reciente autonomía, abrió su ventanilla y respiró su aire.
De utilizar el tiempo, transporte más lúcido y confortable que el colectivo, se hubiese encontrado en Tucumán, lugar al que había llegado, cómo no, tras una mujer, donde había vivido una experiencia surrealista: el empresario del cine Atlas, preocupado por la falta de público, abrió una de sus salas para ver en vivo el partido Argentina-Inglaterra, por el Mundial ’98. La sala, obviamente, estuvo abarrotada como nunca en la historia de la empresa. La parte mala es que los “espectadores” concurrieron con camisetas, banderas, matracas y bombos y rompieron con sus saltos la mayoría de las butacas. Nunca más –se dijo– el fútbol en el cine.
Pero volviendo al hoy de este relato, le costaba reconocerse en el mismo colectivo, y caía de nuevo en el tema de la fluctuación, no siendo claro quién reconocía ni quién era reconocido. Ahí, en ese asiento de uno, creyó entender que había una línea que separaba sus quereres y, sobre todo, sus teneres. Porque justamente allí aparecían los líos de guión, de escenografía, de persona y personaje. Aunque ponía más énfasis en las diferencias que en las coincidencias, tal vez porque aquéllas lo ponían a salvo de una pasión anómala. Aunque persona es ser-para y compartir sea partir-con; así como en La delgada línea roja los soldados americanos se reconocen en la naturaleza del otro, del extraño, el abrazo subraya el sexo y el gol.
Cuando el colectivo tomo Callao, se esforzó por consultar el reloj de la esquina de Santa Fe. Sí, llegaba. Justo pero llegaba. El tráfico se atoró entre Viamonte y Córdoba y lo obligó a pensar en otra cosa. La tranquilidad de los pasajeros, cuyos cuerpos se apareaban a los vaivenes de la marcha, lo proyectó a otra escenografía en el mismo escenario que, alborotado con cantos y banderas, ridiculizarían su maletín. Y a él mismo: la condición esencial de su participación en el universo ficcional y pasional del fútbol y del cine es el anonimato. El placer, o lo que sea, provienen de un despojo, de una proyección en otros o en otra historia. Casi una enajenación. Lo ocupó el desasosiego cuando se dejó suponer que en el amor, en el acto del amor, pudiese ser así, también.
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