Mié 30.12.2015

VERANO12 • SUBNOTA  › POR JORGE ACCAME

Huaira Cruz

A Víctor Montoya

I

Llegué a Abrapampa de noche, así que no pude conocer el paisaje más que por el silencio que descendía sobre el lomo de los médanos.

Había decidido ir como maestro a la Puna pocos días antes, cuando me sortearon para el servicio y saqué número bajo.

De la ciudad recuerdo los faroles de luz desganada en las esquinas. Me sorprendió que hubiera electricidad.

A la mañana siguiente salí a caminar. Terminaba la callecita a unas cuatro o cinco cuadras y empezaba una inmensa llanura de viento. Para el otro lado lo mismo. Arenales, llanura, y lejos, la montaña. El enorme y árido redondel por el que se llama Abrapampa.

Hacia el mediodía llegó la camioneta a recogerme. Me acomodé en la caja porque la cabina iba llena de gente y mercadería.

La escuela estaba a unos veinticinco kilómetros de allí, en Huaira Cruz.

El camino era como un brochazo seco sobre la llanura de arena; yo veía cómo la ciudad se hacía chiquita y trataba de memorizar cualquier referencia. Tenía que bajar a los tres días a recoger un giro postal que me enviaría mi familia desde San Salvador; como yo era nuevo demoraría dos meses en cobrar el primer sueldo.

Al principio con el camino recto me orientaba fácilmente, después nos internamos en las montañas y dimos tantas vueltas que ya no pude retenerlas.

En Huaira Cruz, junto a la pared de la escuela, nos esperaban unos diez niños de pómulos rojos, tallados por el frío. Miraban recelosos y ninguno sonreía ni hablaba.

II

Benjamina, la cocinera, me prestó su bicicleta para bajar hasta Abrapampa. Era una mujer menuda y flaca, consumida por la certeza de que su hijo de siete años jugaba con un duende.

El hijo de Benjamina venía a clase y era mi alumno. En las horas libres se apartaba del grupo y desaparecía misteriosamente. El día siguiente a mi llegada lo encontré jugando y hablando solo, junto al horno de barro. Cuando le conté a su madre, ella suspiró:

–Es que el duende vive allí.

Benjamina decía que los chicos que mueren sin ser bautizados se convierten en duendes. Los duendes aparecen en forma de hombrecitos, con sombreros aludos, y se llevan a los niños. En algunos casos los retienen por años. Cuando los padres recuperan a sus hijos, los hallan enajenados y son raros los curanderos capaces de sanarlos.

Comencé a pedalear, apretando los frenos con las dos manos, porque la pendiente era fuerte y tenía miedo de desbarrancarme. El camino bajaba a veces a la playa de un río seco y se abría. Un hombre que encontré me dijo que cortara por los atajos, pero yo no distinguía el camino del atajo ni del cauce del río.

Por largos trechos no se veía a nadie. Cada tanto un paisano, o un animal.

Llegué a Abrapampa, alarmado por las cinco horas que había empleado en recorrer veinticinco kilómetros. Fui derecho al correo, cobré el giro y regresé en seguida.

Hice la vuelta prácticamente a pie. La subida era demasiado empinada para la bicicleta.

Para colmo, ya no reconocía el camino.

Durante una de mis muchas vacilaciones, dejé acostada la bicicleta sobre un morro y me puse a considerar la situación.

Cerca de mí, contra un alambrado, había una oveja muerta. No sentí mal olor y me fijé en la carne seca como un cartón. Estaba tan atento a ese cadáver sin moscas, que no vi al hombre que se aproximaba sino cuando ya lo tenía a cien metros. Avanzaba con el cuerpo curvado. Sobre sus espaldas llevaba un cubo enorme.

Vino directamente hacia mí.

–Buenas tardes, señor –dijo.

Descargó su bulto sobre la tierra y se quitó el sudor de la cara con el dorso de su mano. Pasaron unos minutos y ninguno habló.

Para romper el silencio absurdo de dos hombres que se encuentran en el desierto, comenté la perplejidad que me producía la oveja muerta.

–¿Ve esas huellas? –señaló el hombre hacia mi derecha–. Son de león. El la mató.

Observé unas pisadas como de perro grande.

–¿Y por qué no la ha comido?

–Mire el vientre –indicó.

Recién entonces vi que la oveja tenía la panza abierta.

–Le ha comido las tripas –dijo el hombre–. Por eso no se pudre. La altura seca la carne.

Refirió cómo los pumas bajaban a devorar los rebaños. Se habían instalado en la cima del Cerro de Cobre: desde allí podían dominar los campos y elegir los mejores animales. Después de cobrar la presa, se retiraban a su guarida.

–¿Y qué hacen los vecinos? –pregunté.

–La gente viene juntando rabia.

Le convidé un cigarro y fumamos juntos. Sin querer, eché una ojeada a su carga. Él reparó en mi curiosidad y, naturalmente, me explicó que venía trasladando un televisor color que había comprado en Bolivia. Había preferido atravesar el campo y los cerros, antes que usar la ruta habitual, por miedo a que se lo quitaran los gendarmes.

–¿Adónde va? –me preguntó.

–A Huaira Cruz.

Estiró su boca en una sonrisa y me dijo que había tomado un camino equivocado.

Llegué a la escuela muy entrada la noche. Benjamina me sirvió un plato de sopa y se puso a ordenar los trastos. El director tomó asiento para acompañarme. No hablamos más que unas pocas palabras, mientras el farol a querosén nos untaba en los rostros un resplandor ocre.

La cocinera abrió un paquete de harina y lo espolvoreó sobre el piso.

–Cada noche, antes de acostarse, hace lo mismo –susurró el director–. Si el duende anda caminando por aquí, dejará sus pies marcados.

Por la mañana, Benjamina se levantaba antes que nadie e iba a investigar, pero sólo lograba barrer un revoltijo de harina con pelusa y huellas de gatos.

III

La escuela de Huaira Cruz era una especie de fuerte de cowboys, con un patio central donde se extendía durante toda la jornada un sol quieto y seco, habitaciones a la vuelta y el mástil en el centro del patio. Tapia en la parte de atrás, dos aulas, un comedor, dos dormitorios, despensa y una cocina.

Yo solía bajar los viernes hasta Abrapampa y subía el lunes temprano, pero una vez decidí quedarme en la escuela y se lo dije a Jonás, el director.

Jonás Puente era un gigante corpulento que enseñaba en Huaira Cruz desde hacía diecisiete años. Gran lector, perdía suavemente su vista cada noche a la luz de la vela. Los anteojos y su carácter solemne le daban un raro aspecto de intelectual del desierto. Tenía un defecto: era miedoso como un conejo. A mí no me habría importado si no hubiéramos estado obligados a compartir las actividades del día. Mientras charlábamos él relataba sus historias y terminaba metiéndome miedo a mí.

Como de costumbre, esa noche prendimos unas tolas en un rincón de la cocina y calentamos la comida que había sobrado del mediodía para cenar. Estábamos sentados en el suelo con una vela. Entonces él dijo:

–Uy, hermano, te vas a quedar solo.

Lo contemplé sin comprender.

–Una vez yo me quedé –explicó–, y se me apareció un tipo que dijo que él había sido maestro acá y se había suicidado. Yo después consulté el libro de la memoria de la escuela y ahí estaba su nombre.

Llegó el fin de semana y fueron yéndose los chicos. Quedábamos la cocinera, el director y yo. El director se despidió y me miró con pena. Se fue también Benjamina.

Leí un rato tirado en la cama y encendí la radio.

Lentamente empezó a crecerme la fantasía de que algo iba a suceder. Salí al patio a escuchar a los pájaros, para asegurarme de que el mundo continuaba tan claro y monótono como siempre. Pero aquellos escasos silbos no lograban amarrar el vacío del desierto. El silencio pronto se desató y fue una cosa pesada y descomunal que me aplastaba.

Decidí lavar alguna ropa. Eso significaba caminar hasta la vertiente que estaba frente a la escuela, cien metros más o menos. Junté agua allí y llevé balde tras balde, acompañado por esa sensación agobiadora de caminante lunar que produce la Puna.

Cociné. Comí (a veces dejaba de masticar por unos segundos, sólo para verificar la nada).

Al atardecer, resolví que mi última actividad sería hacerme café. Fui a buscar el colador a la cocina, aprestándome para la noche. La cocina estaba al final de todo. Consistía en una habitación de adobe, con piso de tierra y una sola ventana de maderas torcidas. El camino que debía recorrer para llegar hasta allá me inquietaba. Unicamente pretendía tomar una taza de café caliente, meterme en mi pieza y no salir más. Viajé arrastrado sobre la corriente de aquella polvorienta luz de anochecer y atravesé el patio. Cuando llegué al horno de barro y me di vuelta para enfrentar la puerta de la cocina, saltó sobre mí un gato. Con la electricidad del susto le pegué una patada tan fuerte que lo tiré contra la tapia. Permanecí allí con el corazón sudando entero hasta que pude recuperarme. Entonces entré en la cocina, manoteé el colador y corrí a mi cuarto.

Hice café con el agua que hervía en el calentador desde hacía rato y lo serví en un jarro. Tenía el cuerpo endurecido y me dolía el pecho en cada sorbo.

Me acosté, recordando lo que me había contado Jonás la noche anterior sobre el maestro muerto. Me pregunté qué motivos lo podrían haber llevado a suicidarse en la escuela.

Sonaron unos estallidos en alguna parte. Las chapas, pensé. En la Puna hay mucha dilatación por los cambios de temperatura. Pero por la noche algo nos hace desconfiar de las explicaciones científicas. Más bien, preferí suponer que alguien había entrado y se había llevado las ollas por delante.

Presté atención respirando apenas; el ruido no volvió. Agradecí la tregua y me apacigüé. Tal vez llegué a dormirme, pero a los pocos minutos me incorporé sobresaltado no sé bien por qué. Creí sentir una presencia afuera. Me estremecí y pegué un sacudón para deshacerme del pánico que me pegoteaba el cuerpo. Hasta que escuché un suspiro. Un resuello en la ventana.

Definitivamente desesperado, dije en voz alta:

–Bueno, aquí está Satanás.

Y me quedé petrificado, dispuesto a permanecer así hasta que se decidiera a entrar a la habitación y me llevara de una vez por todas.

Entonces explotó el rebuzno, como si alguien estuviera cortando con fuerza una madera húmeda y el serrucho se empantanara. La idea de que fuera un burro hizo que mi cabeza poco a poco empezara a funcionar de nuevo. Después la tropilla entera comenzó a rebuznar, un burro detrás de otro, sin parar; parecía que trataban de convencerme de que no eran espectros. O que se reían de mí.

IV

Me gusta caminar por la calle cuando el sol raja la tierra. Cierro los ojos y me dejo llevar tambaleando por mis piernas. Sin pensar en nada, sin más sesos que una lagartija.

Una tarde, mi vecino Choquevilca me despertó del letargo:

–Maestro, mañana temprano vamos a cazar león al Cerro de Cobre.

Yo había querido subir al Cerro de Cobre desde que llegué a Huaira Cruz. Parecía un monumento, justo frente a la escuela, con una vasta meseta en la punta.

Choquevilca me invitó a tomar un vino en la despensa. Adentro había ya algunas personas preparando en silencio sus cosas para el día siguiente. Mamaní revisaba la caja de cartuchos 22. La había vaciado sobre el mostrador y examinaba las balas una por una.

–Parece que quiere llover –dijo de repente sin mirarnos, como si viniera al caso.

–Ah –comentó Choquevilca.

Luego no se conversó más.

Por la noche se vieron algunos rayos y el aire más pesado empezó a oprimir las plantas de rica rica. El agua no podía demorarse demasiado.

Salimos a las cinco de la mañana. Ibamos el director de la escuela, las familias Choquevilca, Mamaní, Armella, varios campesinos de ahí que poseían hacienda y también las mujeres, algunos de los chicos que asistían a clase y yo.

Empezamos a subir. El camino es casi piedra, salvo por algunos churquis que se prenden porfiados a las laderas y que a lo lejos parecen las motas de una cabeza gigante. Algunas tolas. Un pájaro de vez en cuando. Y el fuerte perfume de la rica rica expandiéndose por la Puna sobre las olas del viento.

Arriba, uno de los paisanos nos organizó en tres grupos para avanzar en una especie de círculo, bordeando la cresta del Cerro de Cobre. Cada grupo tenía dos armas.

Caminamos hasta mediodía y nos reunimos en el lugar que habíamos definido. Sacamos mote y ají y almorzamos. Algunos comentaron los rastros que habían visto. Así se supo que había varios pumas. Sin embargo se había hecho tarde para seguir; decidimos volver. Yo me sentía bastante cansado y me alegré cuando empezamos a bajar. En el camino de regreso, se me ocurrió una chiquilinada: hacer puntería a la flor de un cactus. Pedí un rifle y disparé y de alguna parte salió un puma. La llanura se erizó con un movimiento repentino que asustó y excitó a todos, y vimos a la distancia la polvareda del animal que se iba. La gente salió corriendo, rápido se dijeron cosas, se distribuyeron para ir a buscarlo. Yo seguía a veces a uno, a veces a otro, torpemente, sin tener una idea clara de lo que debía hacer.

Escuché los estampidos de muchos disparos. Y allí me di cuenta de que no había pensado seriamente en la cacería.

Cuando llegué ya le habían dado cuatro tiros con un 22 y no moría. Los hombres, al principio con cautela, luego más decididos, continuaron la tarea a pedradas y a palos. El puma rugía, frunciendo el hocico, y ya no intentaba huir; había resuelto atacar, aunque por su ferocidad recibiera mayor odio en los golpes. Los hombres y las mujeres lo golpeaban con pasión, creo que ya no en la memoria de sus rebaños diezmados, sino porque la ocasión parecía justificar esa terrible capacidad que tenemos los humanos para matar.

Un rayo vibró retorciéndose a lo lejos, como si por unos pocos segundos se nos hubiera permitido ver el espinazo del cielo. Se extinguió el griterío y todos nos quedamos quietos, mirando el horizonte.

Jonás, el director de la escuela, dijo:

–La ciencia se equivoca. El hombre no desciende del mono, sino de las tormentas.

Cuando bajamos la vista, el puma ya había muerto. Tenía los ojos amarillos y grandes, abiertos de sorpresa, y los dientes rotos.

La gente lo alzó y lo llevó cargando a la casa de una familia. Ahí nos juntamos y se hizo la repartición. El cuero fue para los Choquevilca.

Por la noche, los Mamaní cavaron un pozo en el fondo y metieron adentro la cabeza con unas brasas encendidas para que se cocinara.

Los demás también comieron sus raciones.

A nosotros nos pasaron un par de costillas. Las hicimos esa noche, al fuego. Yo no pude probarlo; el director dijo que era rico, pero duro.

Al día siguiente, el hijo menor de los Mamaní apareció en la escuela con el cráneo del puma.

–Le manda mi papá, maestro –me dijo.

Lo acompañaba el changuito de la cocinera, con un gato en brazos que me miraba receloso.

Les di las gracias y los despaché.

Durante un buen rato, contemplé la cabeza entre mis manos.

Cuando escuché en la galería ese ruido de pava hirviendo, traté de recordar si había puesto algo en el fuego; luego me di cuenta de que era una llovizna blandísima sobre el cinc. Sin querer pensé en el Cerro de Cobre y en los manchones de sangre que habían quedado en la tierra. Y en aquella lenta llovizna lavando la sangre.

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