Vie 08.01.2016

VERANO12 • SUBNOTA

Los que volvieron

› Por Esther Cross

Fueron cuatro y volvieron tres. Entonces la casa entró en funciones. Mi padre y el padre del chico, el mayordomo, el capataz, los mensuales, hasta un croto que había llegado el día anterior, cruzaron la tranquera que daba al monte. Furman, el padre del chico, parecía menos apurado. Como si mi padre estuviera seguro de que había pasado algo muy malo y el padre del chico no. O como si mi padre pensara que estaban a tiempo y el padre del chico, en cambio, supiese que era demasiado tarde.

Mis hermanos y el hermano mayor del chico Furman habían vuelto corriendo. Entraron en la casa pegados, todos en uno, y por eso se habían atorado en la puerta. Entonces mi madre preguntó por el chico: “¿Y Martín?”. Los tres miraron al piso. Mi padre sacudió a mi hermano mayor por los hombros. Mi hermano más chico dio un paso a un costado, con las manos en los bolsillos. El hermano de Martín Furman cerró la boca como si en eso le fuera la vida. Mi padre le dijo un secreto a mi madre; después se arrodilló frente al mayor de los Furman y apoyó las manos sobre sus hombros. Le habló buscando que el chico lo mirara a los ojos. Mi madre corrió al teléfono, a llamar al padre de los hermanos Furman. Cuando Furman llegó, mi padre terminaba de darle instrucciones al mayordomo.

Los hermanos Furman y mis hermanos no eran muy amigos pero igual jugaban juntos cada tanto. Los Furman eran vecinos y las familias se cruzaban siempre sin querer –en el camino, en el pueblo, en el restaurante La Rodada algunos domingos a la noche– y un día empezaron a encontrarse más seguido. Por eso mis padres nos llevaban a jugar algunas tardes y los Furman traían por unas horas a sus hijos. A veces, Furman pasaba –lo decía así, pasaba– para saludar. Venía en su pick up, después de recorrer, con los dos hijos y su perro. Tenía cara de señor y manos curtidas. Él era esa combinación.

Los chicos Furman y mis hermanos eran parecidos, como todos los hijos de madres que compran el mismo tipo de ropa. Mi madre vestía a mis hermanos con ropa que imitaba la ropa de los chicos ingleses. La madre de los Furman compraba en el pueblo ropa que imitaba la ropa que mi madre les compraba a mis hermanos –los Furman no iban casi nunca a Buenos Aires–. Los chicos se llevaban bastante bien. Se movían con gestos similares, que el hecho de andar por el campo –saltar alambres, pisar fuerte y con cuidado, pararse a oír– había calcado en sus cabezas. Pero había diferencias. La principal era que los Furman vivían en el campo y mis hermanos no. Mis hermanos sabían de jets, ladrillos de encastre y figuritas. Pero cuando querían saber qué gusto tenía la carne de mulita, por qué cada tanto aparecía una lechuza colgada de la veleta del molino, dónde quemaban la basura, cómo era la vida sexual de las ovejas y esas cosas, consultaban la enciclopedia viviente Furman. La otra diferencia era que entre ellos no había una hermana. Yo no tenía doble en ese espejo. Entre el Furman mayor y Martín sólo había tiempo. Esa tarde, cuando encontraron el cuerpo de Martín Furman en el monte, los parecidos se perdieron.

Lo encontraron tirado bajo un árbol. Era tan chico que ni sabía leer. Le salía un hilo de sangre por la nariz. Estaba boca arriba. La piel blanca, manchada de tierra. La cabeza inclinada hacia un lado. Parecía dormido. Pero había algo raro. Como si durmiera un sueño de alteración sutil. Un sueño imposible, de otro mundo, quizá de un mundo en donde nadie estuviera despierto. Se había torcido el cuello. Y tenía la boca abierta, como si no hubiera terminado de decir lo que estaba por decir, o como si la sorpresa hubiera sido la última palabra de su vida.

Yo me quedé con mi madre, mis hermanos y el hermano mayor de Martín en la casa. Nadie me explicó nada pero entendí lo que pasaba. Los tres varones se comportaban como si no se conocieran, cada uno en su mundo. Pero cuando alguien le hablaba a uno –la casera les preguntó si querían tomar algo, mi madre les preguntó dónde habían dejado los caballos– era como si los tres fueran una persona. Seis ojos y una sola boca, cerrada.

Las voces de los hombres llegaban desde el monte a la casa. Oímos el nombre del chico: Martín. Gritaban su nombre, seguramente haciendo un túnel con las manos. Más alto lo decían y más parecía alejarse Martín de todos nosotros. Entonces fue lo peor. La madre del chico no le había hecho caso a su marido. Había venido, en vez de quedarse en casa esperando noticias mientras oscurecía. Oímos las ruedas en el camino, antecedidas por un perro. La señora Furman bajó de un jeep. La había traído el casero de su campo.

Mi madre salió a recibirla. Las vi por la ventana. Mi madre corrió a buscarla y le dio un beso. La mujer reaccionó mirándola de frente. Mi madre le pasó la mano por el hombro y entraron en casa. El hijo mayor de la mujer la miró. La gente preocupada que no habla asusta un poco. Esta señora estaba muy preocupada y no abría la boca. Se sentó en el sillón, a esperar.

El caballo apareció en los galpones, con la boca llena de espuma y los ojos desorbitados, antes de que los hombres volvieran del monte con el cuerpo del chico. Era un caballo bastante gordo. Los mensuales le decían Café pero a nosotros ese nombre no nos gustaba. Le cambiamos de nombre todos los veranos, de acuerdo a los libros que leíamos o las películas o series que veíamos.

Apareció corriendo por los galpones, con el recado flojo y cara de loco. Campero, el domador, que se había quedado ahí por las dudas, lo agarró de las riendas. Después lo desensilló, le tiró agua con la manguera y lo soltó. Campero estaba seguro de que le habían pegado con el rebenque o lo habían asustado. Era tan manso que era imposible imaginarlo desbocado. Ese caballo no tenía nervio. Y sin embargo, había que verlo. Cabeceaba. Tiraba patadas contra el piso. Echaba la cabeza hacia atrás como si fueran a matarlo.

Pero el agua y la familiaridad de la casa lo calmaron. O puede ser que no fuera eso. Era un caballo. A lo mejor los caballos no tienen memoria. Una cosa es lo que pasó hace un rato y otra es lo que hay ahora. Cuando Campero lo soltó, el caballo se revolcó como siempre en la tierra, para secarse, y después salió corriendo. Carreras cortas y frenaba. Una y otra vez. Nada fuera de lo común. Era su rutina de todas las tardes cuando lo soltaban. Pero no era una tarde como todas. El chico que lo montaba estaba tirado en el monte, muerto, mudo para siempre. Como el caballo, mis hermanos y su hermano. Mudo.

La reconstrucción de ese pasado cercano e irreparable, que no vimos: el caballo se desbocó, corrió a pesar de que Martín Furman le tiraba de las riendas, frenó de pronto para esquivar algo y Martín Furman salió volando, se golpeó contra el tronco, perdió la vida. Era eso. Había perdido la vida. Pero seguíamos sin saber por qué el caballo se había desbocado. De un lado, estaba el cuerpo del menor de los Furman y del otro, el silencio de tumba de su hermano y mis hermanos.

Primero oímos los perros. Cuando Furman entró en la casa, su mujer lo miró. Fue como si estuvieran solos. Furman negó, mirando el piso. Su mujer se agarró la cabeza. Mi padre entró por la cocina. Acostó el cuerpo del chico en el sillón del saloncito de la entrada. Lo tapó con una campera. Aunque ya no hacía falta, llamaron al médico.

Esa tarde, mi madre me había dicho que dejara que los varones jugaran solos. Tenía que entender. A veces los chicos querían jugar por su cuenta. Me ofendí. En el campo no importaba que fuera mujer, yo era uno más. También me di cuenta de que tenían razón. Así que no dije nada aunque tampoco estaba de acuerdo. Tomamos el té. Después los vi moverse, apurados, por la casa, como hacen los varones cuando están por ir juntos a algún lado. Cuando cerraron el mosquitero, ya hacía un poco menos de calor.

La señora Furman fue a la salita de la entrada y entonces oímos el grito. Fue el primero. Y después ya no podías contar. Parecía un solo grito, que se cortaba cuando tenía que tomar aire para seguir. Gritó muchas veces. No decía nada. Eran gritos vacíos. Mis hermanos se miraron y el mayor de los Furman cerró los ojos. Los gritos rebotaban contra las paredes y la señora Furman también, o al menos eso parecía desde la sala. Oíamos golpes secos, las voces de mi padre y el señor Furman que la llamaban por su nombre. Oíamos esos gritos que estaban en otra dimensión porque en ese momento la señora Furman era inalcanzable. Iba por la sala –a lo mejor no era que se tiraba contra las paredes sino que no las veía–, gravitando alrededor del cuerpo inmóvil de su hijo menor.

El médico llegó y aunque sabía que el chico se había muerto entró corriendo en la casa. No pudo hacer nada por el chico pero atendió a la madre. Vimos que la acompañaban hasta el jeep. Su marido la abrazaba por la cintura. La acomodó en el asiento y entró de nuevo, a buscar a su hijo mayor. Él iba a ocuparse de los trámites con mi padre y el chico tenía que volver a casa con su madre.

Se lo dijo como si fuera una orden, pero también entendimos que si iba, el chico le hacía un favor al padre y además iba a cuidar a su madre por primera vez en la vida. El chico tenía una remera azul, y la cara sucia de tierra, con huellas secas que habían dejado las lágrimas. Su padre lo agarró de los hombros para llevarlo hacia fuera. Mis hermanos y el chico se miraron. ¿Habían querido hacerle una broma a Martín y por eso habían asustado al caballo? ¿Se había espantado el caballo por algo que ellos hicieron sin querer? A lo mejor, habían pisado una rama seca y eso asustó al animal. ¿O se habían peleado y le habían pegado al caballo con el rebenque? ¿O podía ser que Martín hubiera galopado demasiado fuerte para escaparse porque lo seguían en un juego? ¿Y si el chico les había hecho algo y por eso había salido corriendo así? Ese día, el parecido entre mis hermanos y los chicos de Furman se quebró como un hechizo pero algo más fuerte que el hechizo los unió, aunque no volvieron a jugar juntos. Tuve la suerte de darme cuenta que era mejor no preguntarle nada a mis hermanos. Hubiera chocado contra el silencio de la verdad.

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