Mié 13.01.2016

VERANO12 • SUBNOTA  › POR MARIANO QUIRóS

El Niño y el Monito

Fue durante aquel verano del Niño.

Nos habían dicho que la feria del libro de Coronel Funes era de las mejores que se hacían en el interior. Paulo se ocupó de las gestiones y consiguió que nos invitaran. La idea era presentar nuestros libros: el mío, el de Paulo y el de Maruja. Hablamos mucho, si convenía hacer una presentación conjunta o que cada uno lo hiciera por su cuenta. Maruja, cuyo libro de poemas a mí me daba pura vergüenza ajena, insistió en la conveniencia de presentarnos los tres juntos.

–En Funes no nos conoce nadie –dijo–, de a tres nos potenciamos.

Paulo estuvo de acuerdo. Sugirió, incluso, que cada uno hablara del libro del otro.

–Hacemos un triángulo –graficó–, nos pasamos la posta.

Sentí pánico: no quería hablar del libro de Maruja y tampoco quería que ella hablara del mío. Pero no me salió una propuesta alternativa y tuve que aceptar la idea de mis amigos. Así que dejé nomás que definieran la cuestión entre ellos y enfilé para mi casa. A Olga no le importaban mis libros, y no entendía que yo perdiera el tiempo en cuestiones laterales como ferias y presentaciones.

–Tenés un buen trabajo –me decía–, la gente te quiere.

Usé a Olga como excusa para viajar solo a Coronel Funes. Le mandé un mensaje a Paulo y le dije que, en vez de salir el jueves con ellos en el auto, me tomaría un colectivo el viernes a la mañana temprano. Paulo me contestó que ok. Me quedé pensando que, por ahí, se habría ofendido.

El colectivo salía a las ocho de la mañana y yo me levanté siete y media. Tuve que soportar las burlas de Olga, que se divertía con mi cara de dormido, mi torpeza para ponerme pantalón y zapatos. Me lavé la cara, los dientes y cargué la mochila medio a la bartola: diez ejemplares de mi libro, una remera, dos calzoncillos y una novelita de ciencia ficción para el camino. Más por berrinche que por apuro, salí de casa sin saludar a Olga y dando un portazo. Tomé un remís en la calle y el remisero aprovechó la urgencia para cobrarme una barbaridad. Aunque puse mala cara, al tipo no se le movió un pelo. Pagué y conté lo que me quedaba: apenas doscientos pesos. Pensé que podría pagar el pasaje hasta Funes con tarjeta, pero en la boletería me exigieron efectivo y tuve que usar esa plata.

Al final subí al colectivo –oloroso y sucio de tierra– con sesenta pesos en el bolsillo. Antes de salir el chofer hizo un conteo de pasajeros. Eramos pocos –unos doce o trece–, y me pareció lo más lógico: por mucha feria del libro que se haga, el interior del Chaco no es un programa muy estimulante.

Calculé que a lo sumo en tres horas estaríamos en Funes, así que me acomodé en mi asiento y me dispuse a leer ciencia ficción. Pero tampoco en esto tuve suerte: un hombre que, sin que venga muy a cuento de nada, se ve invadido por la memoria de otro hombre; de repente olvida quién es, dónde y con quiénes vive, y en cambio le llegan en tropel chispazos de la vida de otro. Se me hizo una historia muy traída de los pelos y lamenté no haber elegido otra cosa. Leí hasta donde pude, hasta que la modorra y el bamboleo de la ruta me durmieron.

Me despertó un movimiento brusco, como si el chofer hubiera esquivado algo a último momento. No pude volver a dormir y pensé entonces en darle otra oportunidad a la novelita, pero al final me colgué mirando por la ventanilla, el paisaje plagado de arbustos pinchudos y secos.

Llegamos a Funes cerca del mediodía. En realidad llegué yo solo, porque el resto de los pasajeros siguió viaje. Me sentía embotado y con revoltijo estomacal.

La terminal era una casucha con dos boleterías, una de ellas clausurada. Me asomé a la otra, la de al lado, y pregunté por el hotel América. El boletero –un chico de ojos caídos y boca entreabierta– me contestó pasándome un papelito impreso con otros cuatro posibles alojamientos: Hotel Don Luis, Gualok-Casa Familiar, El Monito Hostal y La Covacha. Volví a preguntar por el hotel América y esta vez el boletero no tuvo más remedio que hablar: que no, me dijo, que no había ningún hotel América en Coronel Funes. Quise saber si no había ahora o si nunca había habido, o si tal vez el hotel América era alguno de los otros cuatro con el nombre cambiado. El boletero me miró a los ojos por primera vez.

–No –me dijo finalmente–: no hay ningún hotel América.

Di las gracias y me alejé unos pasos, hasta quedar en plena calle. Una resolana sucia me cayó encima y me hizo achinar los ojos. Esforcé la vista sobre la pantalla de mi celular y le mandé un mensaje a Paulo preguntándole dónde estaban él y Maruja. No me quedé quieto a esperar su respuesta, elegí una dirección cualquiera y me largué a caminar, siempre por la calle.

Llegando a una esquina vi a dos viejos, una mujer y un hombre, que mateaban bajo la sombra escuálida de un árbol. Di por sentado que eran marido y mujer, aunque muy poco me importaba; pero cuando los tuve cerca ya no me parecieron tan viejos, podía ser que tuvieran cuarenta como setenta años, una edad indefinible. Les pregunté por un cajero automático.

–No hay acá –respondió la mujer y fijó la vista en el suelo.

Miré al hombre y pregunté ahora por el alojamiento, si sabían de algún hotel América. El hombre me esquivó la mirada y se rascó el mentón. Hizo también un gesto feo antes de hablar, como si paseara la lengua por la dentadura, arriba y abajo. Después dijo:

–...tá por llover hoy acá, tá llegando el Niño.

Me llevó unos cuantos segundos unir la lluvia con la niñez, incluso miré a los costados, como buscando al niño que llegaba, hasta que la mujer aclaró el asunto:

–Podrida me tienen con esa corriente del Niño.

Entonces miré al cielo: podía ser que lloviera tanto como que no, así que preferí volver sobre el asunto del cajero.

–Y dónde se puede sacar plata –pregunté.

La mujer sacudió una mano, como espantándose moscas, para indicar un sitio en apariencia lejano.

–Va tener que ir hasta Laguna –dijo el hombre–: ahí pusieron cajero hace poco.

Laguna era un pueblo a más de veinte kilómetros, no me iba quedar otra que pedirle prestado a Paulo. Dije hasta luego a la pareja y caminé de vuelta hacia la terminal. Me acomodé la mochila y sentí todo el sudor, un mero pegoteo, sobre la espalda. También sentí, como ruidos estomacales, los primeros truenos.

Es evidente que en algún momento me desvié, que por pensar en cualquier cosa acabé doblando donde no debía. Lo cierto es que ya no encontré la terminal y, en cambio, se multiplicaron las fachadas desvencijadas, los baldíos y los ranchos. El viento hervía y armaba remolinos de tierra. Si no me desesperé fue por la idea de que el pueblo era muy chico para no toparme en algún momento con Paulo y con Maruja, o por lo menos con alguien que supiera algo de la feria del libro.

Con lo que me topé, sin embargo, fue con el cartel de El Monito Hostal, un cartel de luces muy sofisticado para el paisaje en general y, sobre todo, para la construcción enclenque de El Monito.

En la recepción no encontré a nadie, apenas un televisor clavado en un canal de noticias: había embotellamiento en alguna avenida de Buenos Aires. La imagen del televisor no era buena, había como restos de lluvia y esas líneas horizontales que atraviesan la pantalla de tanto en tanto. Imaginé que el servicio de cable en Funes no sería del todo eficiente y que tampoco habría a quién reclamarle. Por perderme en el televisor y sus problemas no vi aparecer a Grice.

–¿Sí? –preguntó a modo de anuncio y me hizo saltar del susto. Se me escapó también un grito algo afeminado que intenté cubrir con un carraspeo, un intento estúpido que la sonrisa de Grice dejó en evidencia. Era una linda sonrisa la suya, los dientes amarillos, de fumadora, le iban bien con la piel oscura.

Por fin afirmé la garganta y le pregunté por la feria del libro, dónde se hacía. Grice abrió los ojos como dos pelotas y frunció la cara: no tenía la menor idea. Me llamó la atención, se supone que en los pueblos chicos la gente está al tanto de todo.

Pregunté entonces por el hotel América.

–Ahí se alojan los escritores que vienen a la feria –agregué, un poco para darme ánimo y otro tanto para darle sustento, un dato sólido, a la feria del libro. Pero Grice no cambió la cara de perdida, hasta diría que le sumó un tic receloso.

–Acá no hay ningún hotel así –dijo.

Empecé a sentirme incómodo, el sudor –que antes se concentraba sólo entre mi espalda y la mochila– ya me recorría el cogote a pleno. Sentí en el bolsillo la vibración del celular con el mensaje de Paulo: “En casa –decía–. Viste que no hay feria? Dóndestás vos?”

Salí del Monito, de vuelta a la calle, sin saludar a Grice. Pero apenas puse un pie afuera empezó la lluvia. Primero con gotas dispersas, una por aquí otra por allá. Pensé que bien orientado y de una corrida podría llegar a la terminal antes de que se largara con todo. Pero la lluvia no me dio tiempo de orientarme ni de largarme a correr, de pronto el agua cayó como un chicotazo. Una gota –o un conglomerado de gotas– me pegó en la nariz y me dejó medio tonto.

Entré de nuevo al Monito, todo empapado.

–Es el Niño –dijo Grice desde atrás del mostrador–: llegó nomás.

Supe que se llamaba Grice por los gritos de su marido, que empezó a llamarla mientras ella me armaba la cama de una habitación. Era un hombre grande su marido, grande de edad y de tamaño. Tanto que en un principio pensé que sería su padre o su abuelo.

El precio de la habitación era ciento cincuenta pesos la noche. Y no, no podía pagar con tarjeta. Pero me permitió, Grice, que le pagara al día siguiente. Me levantaría temprano, tomaría un cole hasta Laguna y sacaría plata del cajero. Después volvería hasta Funes, pagaría mi deuda con El Monito y seguiría viaje de vuelta a Resistencia. Nada muy complicado, aunque no me gustara pasar la noche en Funes, así tan solo.

Fue la misma Grice quien me decidió:

–No va parar hasta quién sabe cuándo la lluvia esta –dijo.

Yo me había refugiado en un sofá de la recepción y, echado ahí, paseaba la vista de la tele al diluvio de afuera. Ella se instaló bajo el marco de la puerta, mirando hacia la calle, y prendió un cigarrillo. La miré en serio por primera vez, la remera y el shortcito minúsculos, el pelo largo y bien negro hasta la cintura. Se agachó a juntar algo del suelo, un papel o una cosa así, y como un tonto desvié la mirada.

Por no saber qué decir, pregunté por el clima, si en Funes era de llover siempre de esa manera. Grice no contestó. Dio una pitada larga, como si quisiera absorber el cigarrillo, y largó el humo mirándome a los ojos. Fue entonces, de puro nervioso, que pregunté precios y modos de pago.

Un rato después, Grice me llevaba hasta mi habitación, la número 7. “La más fresca”, según ella. Pero lo cierto es que no había nada fresco en El Monito. La lluvia no había traído cambio alguno en el ambiente, pesado y asfixiante. Más que nada, lo que había era olor a transpiración y cigarrillo viejo.

Grice abrió un placarcito y sacó un juego de sábanas con el que cubrió un colchón plagado de aureolas verdeamarillas. La miré inclinarse mientras hundía las puntas de una sábana en los vértices de la cama, el short estirado que insinuaba un cachete del culo. Se dio vuelta, aún inclinada, y me pescó la mirada en su escote. Me puse rojo al instante, pero ella sonrió y aplacó mi vergüenza llenándome de indicaciones: que el control remoto, que las toallas, que la ducha eléctrica...

Entonces llegaron los gritos de Leiva, su marido, y así supe el nombre de Grice.

A Leiva le dio gracia que le hablara de feria del libro y de escritores.

–Si acá no hay quién lea –dijo y soltó una carcajada.

También me contó que antes, muchos años atrás, supo haber en Funes un loco de esos que se paran en las esquinas a cantar chamamé a grito pelado. Le decían Dedito, un apodo cruel, porque el tipo tenía una mano atrofiada, como una minigarra. Andaba siempre con una Biblia bajo el brazo –el brazo sano, claro está–, y cuando alguien le pasaba cerca cortaba el chamamé para leerle algún salmo. “Un rompebolas”, según Leiva. Vivía con la madre, gente muy sucia, muy abandonada. Un día dejaron de verlo y a nadie le importó. Hasta que hace unos años hicieron el censo y los docentes que fueron hasta el rancho encontraron al Dedito hecho una porquería, desnudo y enloquecido por las vinchucas. A la madre no la encontraron y al Dedito –que a esa altura ya era un mero salvaje– no le pudieron sacar ningún dato que sirviera. Así que no se sabe si la tipa se mandó a mudar o si terminó comida por el loco de su hijo.

–Al Dedito lo internaron en Sáenz Peña –dijo Leiva–, y eso fue lo más parecido a un escritor que tuvimos en Coronel Funes.

Me estremeció su idea de un escritor y se me ocurrió pasarle un ejemplar de mi libro, como para que viera otras opciones. Leiva lo agarró medio con desdén, lo abrió por la mitad y hundió la nariz entre las hojas.

–Tiene lindo olor –dijo–, debe ser bueno.

Y se rió una vez más, con un grito que me sonó socarrón y exagerado.

Ya era de noche y hasta ese momento habíamos estado mirando, como zombis, el repiqueteo de la lluvia. La tele seguía en el canal de noticias pero por suerte el volumen estaba bien bajo. Yo no había comido nada en todo el día y ahora, resignado a pasar la noche en El Monito, el hambre empezaba a molestarme. Toqué los sesenta pesos en mi bolsillo y le pregunté a Leiva si, por si acaso, no tendría algo para comer.

–¡Griselda...! –gritó–. Traé comida y cerveza para el amigo.

No pasó un minuto que apareció Grice con una bandeja repleta de empanadas, milanesa picada y sopa paraguaya que dejó sobre una mesita ratona. Antes de empezar a comer pregunté si podrían anotar todo en mi cuenta.

–Pero comé tranquilo, capo –dijo Leiva y, aunque Grice estaba ahí con nosotros, volvió a gritarle–: ¡Griselda!, la cerveza.

Comí con desesperación, como un muerto de hambre, y tomé cerveza a lo tarambana. Me puse parlanchín, como me pasa siempre que tomo de más. Hablé de mi vida en Resistencia, de lo mucho que habría que hacerse en Coronel Funes; sugerí, incluso –y ya que en el pueblo no había tal cosa–, la necesidad de una feria del libro. Leiva sólo asentía con la cabeza y fumaba un cigarrillo tras otro. Lo último que le recomendé, ya entrando a una leve borrachera, fue que leyera mi libro con atención, que se iba llevar una sorpresa.

Tardé en darme cuenta de que ni él ni Grice habían tocado nada de la bandeja. Apuré mi vaso y di las gracias, que mejor me iba a acostar. Leiva dijo que sí, que mejor nos íbamos todos. Grice se agachó a juntar los restos y Leiva, guiñándome un ojo, estiró una mano y le apretó un cachete del culo. Ella se la apartó de un manotazo y lo miró fijo. Me incomodó el asunto y me puse en pie de un salto.

–Buenas noches –dije, pero no me contestaron.

Avancé un poco a los tumbos hacia mi habitación y escuché, de fondo, cómo se puteaban por lo bajo Grice y Leiva.

Antes de acostarme quise escribirle a Olga. De pronto la extrañaba, como si llevara lejos de Resistencia mucho tiempo. Tanteé el celular en los bolsillos de mi pantalón y no lo encontré, busqué en la mochila y tampoco. Me lo habría dejado en la recepción. Iba a salir a buscarlo pero escuché los gritos, la voz de Grice en un tono histérico y el vozarrón cavernoso de Leiva. Me acomodé nomás en la cama, vestido, a esperar que se calmara el ambiente. Supongo que el golpeteo de la lluvia y el olor a humedad me dejaron así, dormido.

Me costó descifrar dónde estaba cuando abrí los ojos, pero una vez que lo hice me desesperé: el horario, el colectivo, mi deuda con El Monito... me lavé a las apuradas, con la cabeza hecha un bochinche. En la recepción encontré a Leiva.

–¿Durmió bien, amigazo? –me preguntó.

Le vi una sonrisa un tanto desquiciada que me hizo bajar la vista. Así, sin mirarlo, le pregunté por mi celular, si por esas cosas no me lo habría guardado.

–Acá no quedó nada –dijo. No sé por qué, pero me costó creerle.

Me arrimé a la puerta y miré afuera: llovía con la misma intensidad que el día anterior. A mi descompostura se le sumó ahora una gran congoja, más aún cuando Leiva me informó la hora:

–Las doce y cuarto, recién pasadito el mediodía.

La lluvia no había parado, de hecho estaba previsto que siguiera por un buen tiempo. “El asunto del Niño”, según Leiva. Después, como si recordara algo, me devolvió mi libro.

–Una cagada –dijo, la voz firme y segura–: disculpemé, pero una cagada.

Hasta entonces, nunca me habían hecho una crítica semejante, y supongo que por eso no se me ocurrió qué responder. Volví a mi habitación y me metí en la cama. Respiré hondo y empecé a llorar.

Unos minutos después golpearon a la puerta. Me restregué los ojos y abrí. Era Grice, que tenía que hacer la limpieza. Traía un gran equipo, con balde, lampazo, plumero y trapos. Lo más llamativo, sin embargo, era su ojo morado. Se lo señalé, pero ella desvió la cuestión pasándome un ticket con el total de mi cuenta hasta el momento: trescientos veinte pesos. No me dio tiempo a protestar:

–Cualquier drama lo habla con mi marido –dijo.

La dejé ahí, limpiando, y apunté a la recepción. Desparramado en un sofá, Leiva toqueteaba mi celular, como si lo estudiara con sus dedos enormes.

–Parece que no tiene batería esto –dijo, muy tranquilo, cuando me vio aparecer. Me lo pasó así sin más, y me mostró de nuevo su sonrisa enloquecida.

Sentí el celular pegajoso y brillante por el manoseo, pero aun así no dije nada al respecto. Le hablé, en cambio, de la cuenta, que me parecía muy abultada. Leiva borró la sonrisa de un plumazo, se incorporó y dijo:

–A ver, tanto por alojamiento y tanto por la comida. Haga la suma y me dice cuánto da.

Me quedé en silencio, mirándolo: era un hombre de verdad grande, Leiva, grande y macizo como un árbol. Di vuelta la cara y miré afuera, hacia la lluvia incesante que había traído el Niño. No se veía nada más allá de los cincuenta metros, era todo puro barro y charcos. Me volví, clavé la vista en el piso y dije:

–No tengo cómo pagar, sesenta pesos nomás tengo.

En eso apareció Grice con sus enseres de limpieza a cuestas. Se paró junto a Leiva, apoyó el balde a un costado y preguntó qué pasaba, por qué tan serios. Tenía el ojo muy hinchado.

–Nada no pasa –dijo Leiva–. El amigo acá, que no tiene para pagar.

–Ah, eso... –dijo Grice y sonrió, los dientes amarillos a pleno. Levantó el balde, besó a Leiva en la mejilla y, antes de irse y continuar con su faena, dijo que no había que preocuparse, que alguna manera encontrarían de hacerme pagar.

Quise decir algo, plantear alguna posible alternativa, pero Leiva me frenó en seco con una mano en alto. También usó esa mano para apretarse los dedos de la otra, que sonaron como el quiebre de unas ramas.

–Era mentira lo de hoy –dijo después, avanzando hacia mí–: no leí su libro.

Nota madre

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