Jue 01.02.2007

VERANO12 • SUBNOTA

EL AMOR COMO PASION SOBERANA

Suavemente irónico, seductor, con un recatado toque de melancolía y un inevitable tweed, generalmente gris, Adolfo Bioy Casares puede ser considerado un clásico de la literatura argentina contemporánea. El escritor se caracterizó por la sobriedad, la ausencia de todo gesto espectacular y una espontánea humildad, palabra clave en el código personal de Adolfo Bioy Casares. Sin embargo, sólo un clásico se animaría a abordar temas como el amor, la muerte y la literatura en los términos de Bioy y en tiempos como los que corren, en los cuales una apabullante cantidad de escritores prefieren referirse a sus obras apelando a un lenguaje donde imperan los tecnicismos. Viviana Gorbato, periodista ya fallecida, que colaboró en Página/12, sostuvo un largo diálogo con Bioy Casares en la casa que éste habitaba junto a su mujer, Silvina Ocampo, en la calle Posadas de Buenos Aires. Durante la charla, el autor de La invención de Morel volvió a abordar sus temas esenciales, esos que vuelven a perfilarse, una y otra vez, iguales y distintos, sobre el telón de fondo de su excelente literatura.

–Eso no tiene nada que ver conmigo. Me parece que era la única manera en la que un escritor puede expresarse como protagonista de un cuento para no ser rechazado como un idiota. No puede decir: “Yo quiero la gloria, yo quiero escribir la gran novela”. Eso el lector lo ve con el menosprecio con que vemos al egocéntrico, al desbordado.

–Llama la atención la frase que decía “Un lugar secundario: en mi opinión el más decoroso”.

–Es que todo eso lo pienso. Pero yo más bien, como el protagonista que no puedo poner, quisiera escribir un día un libro buenísimo. No escribir libros simplemente decorosos y moderadamente buenos. Quisiera escribir un libro buenísimo, no para la gloria, sino por el placer del libro lindo. Empecé a escribir porque sentía la fascinación de ciertos libros. A mí Eça de Queiroz me ha deslumbrado, me ha gustado muchísimo. Yo hubiera querido escribir algo parecido a eso. No algo parecido a ese libro, sino que los lectores sintieran la misma emoción que yo sentía ante Eça de Queiroz.

–Por propia voluntad, su biografía literaria empieza con La invención de Morel. Usted ha puesto en el índex a sus seis primeros libros...

–Eran inaceptables. Cuando se me ocurrió la idea de La invención de Morel, pensé: “Esto no puede seguir así”. Yo no puedo frustrar otra historia. Cada vez que publicaba un libro, todos mis amigos estaban tristes. No sabían cómo decirme que el libro era malo sin entristecerme demasiado. Recuerdo que había dejado en esa época (1937-40) la Facultad de Derecho y decidí ir a administrar el campo de mis padres, que era el lugar donde yo había pasado mi infancia y que lo seguía viviendo como un paraíso perdido. Mi madre siempre decía que los Bioy se habían arruinado porque eran estancieros de los sillones de paja del corredor. Creo que fui un administrador de campo de los sillones de paja del corredor. En los sillones de paja del corredor de la casa de campo de Pardo, partido de Las Flores, fue donde nació La invención de Morel.

–¿Qué hacía Borges cuando usted publicaba un libro que no le gustaba?

–Me lo dejaba entrever. Le producía sobre todo bastante perplejidad. La perplejidad que tenemos todos cuando vemos una persona inteligente y la obra literaria, la música o la pintura que hace son espantosas. Uno se pregunta ¿qué ha sucedido?, ¿qué ha pasado con el proceso de creación?, ¿por qué del cuarto oscuro ha salido un monstruo? Borges alguna vez explicó eso diciendo que yo escribo muy rápidamente. Mentiras. Yo escribía matándome, dándome todo mi tiempo, pero siguiendo una poética equivocada.

–¿Cuál era?

–No sé cuál era. Sé que era la que no debía ser. Alguna vez para describir una escena de amor ponía yo La tarde de un fauno de Debussy. Era un error. No porque yo sintiera esa música consagrada a una tarde de amor de un fauno imaginado por Debussy iba yo a describir una buena escena de amor.

–Octavio Paz dice que en usted el amor es una pasión soberana.

–Estoy enamorado desde que empecé a tener conciencia de la vida. En mi casa había una chica que se llamaba Nélida, que era hija de Carmen, la cocinera. Teníamos menos de cinco años y nos acostábamos en un sofá y nos teníamos de la mano. Después hay una chica que se llamaba Raquelita con la que tuve amores todos los veranos. Creo que fue ella la que me reveló la topografía femenina bajo una glorieta. Raquelita fue Miss Cañuelas cuando tenía 17 o 18 años. No nos acostamos de chicos, sino de adolescentes. Ella me reprochó lo mal que hacía el amor. Yo estaba tan nervioso después de quince años de noviazgo que realmente fue lamentable.

–Habrá mejorado con los años.

–Puede ser. O uno cambia con las personas. A mí Raquelita me gustaba mucho..., a lo mejor, demasiado. Empecé mi vida sentimental con terribles derrotas. Una derrota tras otra. Llegué a pensar que tenía que interrumpir eso porque sufría mucho. Entonces, me pregunté acerca de qué era lo que me llevaba a eso. Resulta que yo hacía humorismo para sobreponerme a la timidez. De esa forma ocultaba mi timidez, pero proponía a la otra persona algo tan ingrato como la timidez.

–¿Eso tendrá que ver con la falta de espontaneidad?

–No, más bien con el temor de que la espontaneidad de uno sea mala y, entonces, uno propone otra espontaneidad, una falsa espontaneidad. En realidad siempre el acierto está bastante cerca. Pero uno en su ignorancia y en su ansiedad da rodeos muy largos y penosos.

–¿Usted traza un paralelismo entre lo que le pasó en la literatura y el amor?

–No se me había ocurrido, pero es posible. En realidad, era mi impaciencia y las ganas de ser aceptado y participar de un modo feliz (digámoslo así) de dos disciplinas bastante complicadas, como el amor y la literatura. Quería enamorar a todas las mujeres, escribir todos los libros... leía todos los libros. Soñaba de noche historias que al día siguiente las ponía como un cuento.

–Después de lo que usted mismo llamó su aprendizaje, ¿volvió a sentirse inseguro alguna vez más?

–Me acuerdo de que cuando salió Plan de evasión, Conrado Nalé Roxlo me dijo: “¿Qué te pasó? La invención de Morel era una novela tan buena. Y, ahora, escribís algo tan feo”. Yo durante años pensé que Plan de evasión era pésima, hasta que un editor extranjero me pidió una novela y yo se la di aun pensando que era pésima. Fue una obra que tuvo éxito en todas partes. En algunos países, como Israel, es la única novela mía que se conoce. Quizás en esa época Nalé Roxlo me tenía antipatía, después fuimos amigos.

Quizá realmente pensaba eso. De todos modos, yo no le hubiera dicho eso así a nadie. Me dijo que era un tedio el libro. Si yo hubiera escrito Finnegans Wake, y él me hubiera dicho que era un tedio, yo no me hubiera enojado. Si una persona durante 300 o 400 páginas no entiende nada, puede aburrirse. Pero cuando una novela tiene una historia, tiene suspenso y es aburrida, quiere decir que algo muy grave ha pasado en el arte narrativo.

–¿A usted le gusta entretener?

–Para eso escribo.

–Discúlpeme la pregunta, parece obvia. Pero no todos los escritores valoran el entretenimiento del lector.

–Los escritores instalamos nuestro circo y hacemos una función para el lector. No quiero que piense que no trato de buscar la verdad. Pero la verdad y el entretenimiento tienen que ir juntos. No tiene sentido escribir una narración, mejor dicho, tiene un sentido oprobioso, escribir una narración de 200 páginas para aburrir al lector.

–En La trama celeste...

–Fíjese qué cosa curiosa me ha ocurrido con esa obra. Recién me acaba de llegar la edición rumana. Esta tiene un prólogo que me lo mandó el marido de la traductora en francés para que yo lo pudiera leer. En ese prólogo descubre todos los secretos que había en ese libro. Secretos que nadie advirtió, aunque todo el mundo descubre cosas que yo no escribo en los libros. Estas cosas que eran realmente secretas y estaban, yo me las había olvidado y las descubrió una por una el marido de la traductora. Después de casi cuarenta años y en Rumania.

–¿Cuáles eran los secretos?

–Por ejemplo, en el epígrafe de El perjurio de la nieve se dice que “entre las obras de Gustav Meyrin, recordaremos el fragmento que se titula ‘El rey secreto del mundo’”. Ese fragmento no existe. En realidad, “El rey secreto del mundo” da una pista del argumento del cuento. Indica que el verdadero autor de los hechos que suceden en la historia no es, como el lector puede creer en un primer momento, el poeta Oribe, sino el periodista Villafañe que parece un mero testigo circunstancial. También en otro lugar yo cito un verso de las Tristiadas de Ovidio. Es una cita que no corresponde. En el libro y el verso indicado dice: “Este libro está escrito para ti”.

–¿Hay muchas claves secretas en su obra?

–No, cada vez menos. Antes creía que la literatura tenía que ser más compleja. Es un poco lo que usted me decía de los amores y la literatura. Yo ahora creo más en la sencillez, contar la historia directamente.

–Esa sencillez le fue reprochada...

–Siempre los críticos van a hacer reparos. Cuando yo escribí La invención de Morel y Plan de evasión los críticos se lamentaban de que yo escribiera argumentos como máquinas de relojería sin calor humano, sin sangre. Cuando escribí Diario de la guerra del cerdo o Dormir al sol se lamentaron de que me hubiera apartado de esas construcciones nítidas que funcionaban como mecanismos de relojería. O, por lo menos, de la literatura fantástica.

–Pero usted mismo declaró en un reportaje que no le gustaba Diario de la guerra del cerdo.

–Sí, pero es por otras razones. No porque no sea un mecanismo de relojería, sino porque me parece que un tema tan desagradable como la vejez, cuando un escritor habla de él, un libro va a tener un poco el desagrado del tema. Se contagia eso.

–Pero la vejez es algo que usted no sólo ha tratado en Diario de la guerra del cerdo.

–Es una obsesión de la que pienso curarme pronto.

–En La invención de Morel está también, no la vejez, sino el temor al paso del tiempo.

–Desde que empecé a escribir quería solucionar este problema de la mortalidad, quería encontrar la manera de vencer la muerte. La muerte es algo que no me gusta tampoco ahora. Me parece una vergüenza, una falta de descortesía morirse delante de la gente... Es un oprobio.

–¿Quizá la diferencia de Diario de la guerra del cerdo es que no se trata de una vejez literaria...

–Yo pienso que ese libro había que hacerlo así. Lo hice como había que hacerlo. Supongamos que yo creo en Dios y que Dios hace un escuerzo. Y lo hace como tiene que hacer un escuerzo. El escuerzo es un poco desagradable de todas maneras. El Diario de la guerra del cerdo es para mí un escuerzo.

–¿Y La aventura de un fotógrafo en La Plata?

–Esa historia vivió conmigo cerca de diez años, me gustaba muchísimo. La escribí con placer y a nadie le ha gustado. Me llevó a pensar que si algo que a uno le gusta no le gusta a nadie... quizás es algo elemental. Me puse a pensar si uno de los defectos que tiene es que una novela debe concluir con la muerte de los protagonistas, una catástrofe o con el triunfo del amor. Como en ésta no hay catástrofe, ni triunfo del amor, sino el triunfo de la vocación del fotógrafo, por eso no le gustó a nadie. O, quizá, tiene un defecto más importante y yo no lo he notado.

–Hablamos del placer del lector, pero ¿y el del escritor? Borges y usted se deben de haber divertido mucho cuando hicieron la serie de Isidro Parodi.

–Nos divertíamos, pero también sentíamos dolor. Cuando empezamos a escribir las historias de Isidro Parodi nos sentíamos como cruzados contra el surrealismo y contra todo lo que fuera una literatura no deliberada. Pensamos que el decoro del ser humano exigía que algo que era tan importante como la literatura no se abandonase a los impulsos del momento, del cansancio, la borrachera o la confusión, sino que se usara ese instrumento tan maravilloso que es la inteligencia.

–Un grito contra el inconsciente.

–Pero el inconsciente nos devoró y teníamos historias en las que nos perdíamos. Borges me preguntaba, de pronto: “¿Qué queríamos hacer con este personaje?”. Las bromas y las sátiras nos hacían perder el hilo. Fue una lección de humildad.

–Sobre el futuro de la literatura argentina...

–No hablemos de presente, pasado y futuro. Lo peor que se puede hacer es ver la literatura como una historia. Hay que evitar parecerse a un profesor de Literatura.

–En un cuento de Historias desaforadas, usted describe a la Argentina como el país de los jóvenes fascistas.

–Sí, no sé por qué capricho mío la Argentina es catalogada en un momento del futuro como el país de los jóvenes fascistas. Quizás en el fondo lo pienso. Hay una propensión por lo menos. Además, en el cuento ponía los dos países: Argentina y Uruguay. El más simpático, el más democrático siempre fue Uruguay.

–Las últimas dictaduras nivelaron eso.

–Sí, es cierto. Pero siempre somos más extremistas nosotros que ellos. Tuvieron una dictadura sangrienta, pero que no ha matado tanto como la nuestra. Nosotros siempre buscamos “el record de la aviación argentina”. Como dice la letra del tango El apache argentino: “Quiero metérsela con bencina / para hacerle un hijo aviador / para que bata el record de la aviación argentina”.

–Lo político aparece en su obra, pero siempre un poco como referencia.

–En mi vida también está un poco como referencia. Creo que pienso mucho más durante el día en otras cosas. Sólo las grandes situaciones me conmueven.

–Y ahora, ¿piensa en política?

–Sí, pero mucho más en el cuento que voy a hacer. Aunque el cuento de Catón que recién he concluido tiene que ver con la política. Es un cuento largo protagonizado por un actor cuyo único objetivo en la vida es el teatro.

El encarna en una obra a Catón, el romano que previene a sus compatriotas contra la dictadura de Julio César. La obra tiene mucho éxito y él se convierte en un héroe de una revolución contra una dictadura. Pasan los años y se queda sin trabajo, porque ha dejado de ser un galán joven. Finalmente, le proponen de nuevo hacer Catón. Y él lo hace, sólo que los que lo aplauden ahora son los de la dictadura pasada, porque son los que, ahora, perdieron su libertad. Finalmente, un joven del bando contrario lo mata. El actor pasó toda su vida en otro mundo, sin comprender lo que pasaba.

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