Dom 06.01.2008

VERANO12 • SUBNOTA

UN GRIEGO DE ORO

› Por José-Luis de Vilallonga

–Para qué –protesta Ari, desganado–. No es una cuestión de corte. Me vista donde me vista, siempre parezco una cama deshecha. En Londres, ningún sastre quiere saber nada de mí. Ven, vamos a visitar la ciudad vieja.

Del brazo me arrastra por las callejuelas tortuosas que se entremezclan detrás de la “piazzetta”. Relajado, casi insaciable, Ari charla sin ton ni son. Descubro una vez más un Onassis insospechado.

–Tienes todo en la vida. El amor, el dinero, una cierta gloria. ¿Pero eres feliz?

–La felicidad –me responde– es algo tan vago que estamos limitados a imaginárnosla. Personalmente, prefiero soñar con la felicidad más que sufrirla. Soy un hombre eternamente decepcionado por las realidades de la vida.

–¿Contaron mucho las mujeres en tu vida?

–Cuentan aún. A veces me pregunto por qué.

–¿No te gustan las mujeres?

–La mujer es, según la Biblia, la última cosa que hizo Dios. Debió hacerla un sábado por la tarde. Uno se da cuenta de lo cansado que estaba.

Enciende un cigarro y agrega:

–Sí, las mujeres fueron siempre mi punto débil.

–¿Te arruinarías por una mujer?

Adopta un aire desolado.

–Intenté una vez. En vano. Ya era demasiado rico.

–¿Tienes la pretensión de haber comprendido a las mujeres que has amado?

–No se puede comprender a una mujer sino con la condición de ser aún más femenino que ella. Está lejos de ser mi caso.

–¿Qué es lo que más detestas en una mujer?

–Que reflexione. Cuando reflexiona, una mujer siempre se equivoca. Es cuando no reflexiona que lo adivina todo.

–Ser engañado por una mujer... ¿crees que eso sea verdaderamente trágico?

–Le plantearon un día la misma pregunta a Sacha Guitry. El contestó: me molesta que haya ahora otro que sepa con qué yo me conformaba.

–¿Cuál es la virtud que aprecias sobre todas las demás en la mujer de tu vida?

Reflexiona apenas:

–La avaricia. Es la mejor prueba de amor que se puede dar a un hombre rico.

Eso debe ser verdad. Todo el mundo sabe que la primera mujer del armador, ex lady Blandford, ex futura duquesa de Malborough, detesta arrojar el dinero por la ventana. Se viste de buena gana con ropa de confección y no paga sus facturas sino en última instancia. Es más conocida por frecuentar las boutiques de los grandes modistos que sus salones. Me aventuro a preguntar:

–¿Es verdad que Tina cuida “demasiado los centavos”?

Ari echa hacia atrás con un golpe de cabeza la mecha blanca que cae sobre su frente. Responde, de pronto soñador:

–Digamos que en mi tiempo era más bien cuidadosa. Pero ese caso es frecuente en las personas ricas. Son las únicas que no tienen ideas abstractas sobre el dinero.

Y saltando aparentemente de una cosa a otra, afirma:

–Sabes, incluso para una mujer desinteresada, el matrimonio es un oficio lucrativo.

Caminamos unos instantes en silencio. Retomo la charla:

–Me pregunto si crees en el amor.

–Si no creyera en él, dejaría de interesarme en la vida.

–¿Y qué es entonces el amor para ti?

Alza los brazos al cielo como solo un griego sabe hacerlo. Tragediante. Comediante. Y dice, un poco melancólico:

–Lo que es para todo el mundo: un no sé qué que viene no se sabe de dónde y termina no se sabe cómo.

Henos aquí de vuelta a la “piazzetta”. Un mundo abigarrado deambula displicentemente en la tibieza de la noche que cae. Ataco nuevamente:

–¿Llegas a olvidar completamente a las mujeres que has amado?

Me mira casi de reojo y sale del asunto con una pirueta:

–En el amor, como en materia de testamentos, el último es el único válido y anula todos los anteriores.

Pero agrega muy rápido, malicioso:

–Felizmente, están los codicilos y los cajones secretos...

Nos sentamos a una mesa en el más ruidoso de los cafés. Se quita un instante los anteojos ahumados, mira el cielo sembrado de estrellas y dice, como fastidiado:

–Vivimos en una época en que el amor se hace rápido, es decir, mal. La culpa es de los negocios, los autos y los cierres relámpago. Yo soy de una generación que adora las lentitudes. Sobre todo en lo que concierne al olvido.

Pide dos Carpanos y avellanas asadas.

–Un día –le digo–, escribiré todas estas cosas que me dices. Quién sabe, quizá llegaré incluso a publicarlas.

–Lo desmentiré. Me creerán. ¡Soy tanto más rico que tú!

Me gusta oírlo reír, la cabeza echada hacia atrás, la gran boca abierta. La risa de un chiquilín que acaba de hacer una zancadilla.

Dos días más tarde, a bordo del Christina, siempre en la rada de Capri. Apartado de la charla de las mujeres y de otros invitados, Onassis, sumariamente vestido con un short arrugado y un pañuelo rojo anudado al cuello, dicta el correo de la mañana. Ordenes de compra, órdenes de venta. Un pedido a un astillero inglés que fabrica helicópteros. Una respuesta afirmativa a alguien que ofrece una propiedad en el sur de España. Una vez que el secretario se ha ido, Ari me propone champagne con jugo de naranja. El bebe agua mineral, tragándose misteriosas píldoras de un rosa encantador.

–Ari, ¿eres verdaderamente consciente de ser uno de los hombres más poderosos de esta tierra?

–Sí –responde muy simplemente–. Y créeme, no es un sentimiento tranquilizante. Actualmente, el concepto de poder ha evolucionado mucho. Antaño, ser poderoso quería decir golpear más rápido y más fuerte que todos los demás. Era la época de Basil Zaharoff, de los Gulbenkian, de los primeros Vanderbilt. Hoy, ser poderoso consiste simplemente en golpear justo. Para mí, el poder es una fuente de angustia permanente.

–¿Puedes negar que el poder sea embriagador?

–Yo me hago una imagen muy exacta del poder. Pasas tu vida queriendo escalar el pico más alto de una montaña. Un día llegas. Entonces descubres que es más fácil, pero infinitamente más peligroso, descender.

–¿Y el dinero en todo eso?

–¿El dinero? Vivimos en una sociedad donde todos los medios son buenos para hacer dinero, incluso los más vergonzantes.

–¿Harías una demanda a favor de la pobreza?

–No, porque en esta misma sociedad en la cual vamos a sobrevivir todavía un tiempo, la vergüenza suprema es ser pobre.

–Tienes la reputación de vivir para el dinero.

–Es verdad. El dinero me da todo lo que los otros creen que es la felicidad.

Se traga una tercera píldora. Verde esta vez. Ríe suavemente y suspira.

–No trates de hacer que denigre el dinero. Por mi parte, sería despreciable. Y además, aún no estoy en esas. Pienso ganar mucho todavía.

Unos minutos más tarde, sin que yo lo provoque, me dice:

–Tengo muchos enemigos, lo sé. Todos aquellos que piensan todavía que el dinero es la sangre de los pobres. Pero los que me conocen bien saben que nunca exploté a nadie, salvo a otros más ricos, más fuertes, más poderosos que yo mismo.

–¿Es decir?

–Trusts, sociedades, gobiernos.

Levanta con un gesto impaciente el short que se le cae por debajo de las rodillas.

–Por otra parte, no es el dinero lo que me interesa en primer lugar, sino el juego, el combate, la situación inextricable.

Todavía una sonrisa y la confesión viene, simple:

–Y naturalmente, el poder que deriva de la victoria.

–¿Esa angustia permanente?

–Sí, esa angustia fuera de la cual no sabría vivir.

–Según la leyenda, tu fortuna y tu poder fueron construidos a partir de nada.

Nuevamente tengo la impresión de fastidiarlo:

–Pongamos las cosas en su lugar de una vez por todas –dice con humor–. Nací en Esmirna en una familia de comerciantes acomodados. Llevé hasta los dieciséis años una vida muy confortable que finalizó cuando las hostilidades entre Grecia y Turquía, en ventaja de esta última, llevaron el ejército turco hasta Esmirna. De inmediato mi padre fue detenido por los turcos. Liberarlo costó a mi familia –¡ves que no éramos tan pobres!– 25.000 dólares de esa época. Después, cuando la ocupación turca se hizo más y más difícil de soportar, interrumpí mis estudios y, de acuerdo con mis padres, me fui a la Argentina.

–Siempre según la leyenda... con sólo 100 dólares en el bolsillo como todo viático.

–Sí, pero también con una serie de cartas de recomendación que mi padre me había confiado para algunas relaciones preciosas que tenía allá, entre grandes comerciantes de tabaco oriental. Esas relaciones pesaron mucho más en la balanza de mi destino que mis pobres cien dólares. En pocos meses, después de algunas operaciones fructíferas, me encontré con varios miles de dólares.

Llena mi vaso vacío, agrega dos cubitos de hielo y suspira:

–Sabes, los hombres “salidos de la nada” siempre han salido de algo. Pero no les gusta reconocerlo. Prefieren la leyenda. Todos vendieron diarios en Nueva York, o han lustrado zapatos en Nápoles, o han encontrado una aguja herrumbrada que lustraron y vendieron muy caro...

–¿Entonces la historia del pequeño telegrafista es un engaño?

–No, no –dice riendo–. Cuando llegué a Buenos Aires en 1923, 100 dólares no eran gran cosa. Esperando que las relaciones de mi padre produjeran los resultados que descontaba, necesitaba trabajar. No poseyendo ningún diploma, entré como obrero en la River Plate Telephone Company. Para obtener mi permiso de trabajo tuve que envejecer seis años. Y como encontraba que Esmirna no parecía serio en mis documentos de identidad, opté por un lugar de nacimiento que me pareció más honorable: Atenas. Una vez empleado, pedí trabajar de noche, lo que me dejaba los días libres para buscar otras salidas a mi imaginación galopante. Un año más tarde, con ayuda de un préstamo, abrí mi primera manufactura de cigarrillos. No dejé mi empleo en la compañía telefónica hasta que estuve seguro de que mi negocio andaría. Fui, pues, durante un tiempo, patrón y obrero a la vez. Porque mi estrategia personal ha sido siempre cuidarme las espaldas, por si acaso llega un golpe duro.

A los 23 años, Aristóteles Onassis hacía negocios que superaban los dos millones de dólares anuales.

–En 1923 –explica Ari seguidamente–, me convertí en cónsul de Grecia en Buenos Aires. Si el dinero llama al dinero, también llama a los títulos. Las cosas sucedieron así: el gobierno griego había decidido decuplicar los derechos de aduanas con un grupos de países con los cuales no había firmado acuerdos comerciales. La Argentina formaba parte de esos países. Fui a Grecia y luché por la causa de la Argentina, demostrando al ministro griego de Asuntos Extranjeros el interés vital, para nuestro país, de mantener buenas relaciones con la Argentina. Mi argumento masivo: Grecia no podía privar a su flota, ya muy importante, de su línea comercial más activa. Convencí al ministro, quien hizo que el gobierno volviera sobre su decisión y, cuando volví a la Argentina, fui recibido con los brazos abiertos. Como cónsul, tuve que ocuparme mucho de los barcos griegos. Esa frecuentación despertó en mí una de las más grandes pasiones, por no decir la única pasión de mi vida.

Extendido sobre su silla plegadiza, Ari habla ahora para sí mismo. Me cuido mucho de interrumpirlo.

–Empecé, como siempre, con mucha prudencia. Me interesé en un solo barco. Calculé que un viejo navío de diez años –es la mitad de la vida de un barco– podía pagarse, en 1930, alrededor de 30.000 dólares. Era, recuérdalo, el año de la Depresión. Era también el precio de un Rolls último modelo. El riesgo era mínimo. Mi primer barco no debía además servir sino como depósito de mercancías, las que yo importaba de Grecia. Empezaba ganando, porque la construcción de un depósito de las mismas dimensiones me hubiera costado cinco o seis veces más caro. Los barcos se vendían entonces a un precio ridículamente bajo, lo que me dio la idea de comprar varios e inmovilizarlos hasta que los negocios mejoraran. Tenía la intuición de que su explotación se haría rentable muy pronto. Encontré barcos en Inglaterra, en Suecia y en Canadá. Compré seis a 20.000 dólares cada uno. Un incidente risible me benefició. Uno de mis barcos, el Onassis Penelopi, se detuvo en Rotterdam donde el ayuda de cocina cayó enfermo. Me di cuenta entonces de que el código marítimo de Grecia me prohibía emplear un reemplazante de otra nacionalidad. El cónsul de Grecia en Rotterdam fue inflexible sobre ese punto. No quería dejarme ir con un ayuda de cocina del lugar. La carga del Onassis Penelopi no podía esperar. Tomé el asunto en mis manos. En el término de veinticuatro horas hice registrar mi barco bajo bandera de Panamá, cuya reglamentación era mucho más liberal. Así comenzó, entre Panamá y yo, una larga historia de amor.

–¿Y cuándo comenzó tu historia de amor con el petróleo?

–En 1934. El transporte de petróleo era considerado como algo azaroso por la mayor parte de los armadores griegos. Su poco interés en ese tipo de carga me incitó a comprometerme abiertamente en esa vía. Sabes, nunca estoy verdaderamente interesado en lo que atrae a todo el mundo. En negocios, como en amor, soy un gambler. Creo que, a la larga, las dificultades siempre dan ganancias.

Su primer petrolero fue el Ariston. 15.000 toneladas. Era, en la época, el mayor petrolero del mundo.

–Yo creía ciegamente en los petroleros gigantes. El tiempo me ha dado la razón. Paul Getty fue mi primer cliente. El Ariston fue amortizado en menos de un año. Después estalló la Segunda Guerra Mundial. La mayor parte de mis barcos quedaron en la trampa en los puertos europeos. Muchos fueron hundidos por los Stukas alemanes. Hacia el fin de la guerra, los daños de guerra consentidos por los aliados resultaron muy generosos. Los armadores aprovecharon, los griegos en particular. En efecto, las compañías de seguros habían sobrevaluado sistemáticamente los navíos griegos, para contener la tendencia de estos armadores a subvaluarlos, buscando evitar el pago de fuertes primas. Desde entonces nos viene el sobrenombre de “Griegos de oro”, sobrenombre que mi cuñado Stavros Niarchos llevó con orgullo. En 1945 me enfrenté con un problema muy grave. Mi flota era insuficiente frente a las exigencias de la demanda. La mayor parte de los astilleros navales europeos habían sido demolidos durante la guerra. Me volví entonces hacia los Estados Unidos. Los americanos, que poseían numerosos barcos viejos, habían decidido vender sus “Liberty Ships”. Compré personalmente dieciséis de esos navíos. Por ser una compra privada, estaba obligado a pagarlos al contado. El National City Bank me adelantó los 8.000.000 de dólares necesarios. Ese fue el principio de mi imperio petrolero.

–¿No hubo un caso “Onassis-Liberty Ships” en el que fuiste acusado de un “golpe bajo”?

Estoy seguro de que sus ojos brillan detrás de los anteojos ahumados. Con mucha complacencia –siempre el muchachito que maravilla a su propia imaginación–, Ari me cuenta en pocas palabras su “golpe bajo”.

–Una segunda venta de barcos proveniente de los excedentes de la marina norteamericana tuvo lugar en 1947. Pero esta vez la venta de buques cisterna estaba exclusivamente reservada por el gobierno de Estados Unidos a las sociedades y ciudadanos norteamericanos. Para mí era catastrófico. Tenía gran necesidad de esos barcos. Legalmente, como armador griego, no tenía derecho ni a tocarlos. Encontré rápidamente el medio de superar esa dificultad. Constituí sociedades norteamericanas en las cuales yo era minoritario (el 49% de las acciones) y a las cuales presté el 25% de los adelantos indispensables para adquirir las naves. Con el grupo Casey, compré a buen precio una veintena de barcos que representaban un valor de 35 millones de dólares. En 1953 –los barcos habían producido ya muchísimo dinero– las autoridades norteamericanas consideraron que habían sido estafadas, decidieron perseguirme ante los tribunales. Doce de mis barcos (antiguos T2 de guerra) fueron embargados en los puertos norteamericanos. Era enojoso. Pero me consolé diciéndome que dichos barcos habían sido amortizados ya varias veces y que hasta me habían dado, “per cápita”, más de un millón de beneficio neto.

–¿Pero dónde está entonces el golpe bajo?

–A eso voy. No queriendo perder mis barcos, me fui a Estados Unidos para arreglar las cosas. Fui arrestado, inculpado y, naturalmente, liberado bajo palabra. Contra la opinión de Stavros Niarchos y otros armadores inculpados conmigo, me declaré no culpable. El asunto se arrastró hasta que el gobierno propuso una transacción: se me pidió que colocara veinte barcos bajo bandera norteamericana y que constituyera un “trust” controlado por dos norteamericanos. Tal como se me pedía, creé ese “trust” poniendo a su cabeza a dos norteamericanos en quienes tenía una confianza absoluta: mi hijo Alejandro y mi hija Cristina, nacidos de mi matrimonio con Tina Livanos, ambos de nacionalidad norteamericana.

Ari se pone a reír dulcemente, las manos cruzadas sobre su vientre desnudo, perfectamente feliz.

–¿Eso es un golpe bajo? ¡Pero si eso es genio!

–Es lo que siempre dije.

Me saca de los dedos el Silver-Match que nunca ha querido funcionar y logra encenderme el cigarrillo. Después concluye:

–Poco tiempo después, habiendo indemnizado al gobierno norteamericano con el encargo de tres petroleros de un valor de 600 millones de dólares, pasando por el “trust” constituido por mis hijos, tuve oficialmente derecho de volver a poner catorce de mis veinte barcos bajo bandera extranjera. El caso de los “Liberty Ships” estaba cerrado.

–¿Cuáles son tus relaciones con el gobierno de los coroneles?

–El gobierno griego actual es un gobierno reconocido por la mayoría de las potencias del mundo. Soy ciudadano griego. Mis relaciones con el gobierno de los coroneles –como a ti te gusta definirlo– son las que mantiene normalmente cualquier ciudadano con el gobierno legítimo de su país. Por otra parte...

–¿Por otra parte?

–El gobierno griego hace actualmente enormes esfuerzos para promover el desarrollo industrial de Grecia, para sanear su economía, para permitir al pueblo asegurarse un nivel de vida a escala europea. Nada de todo eso puede dejarme indiferente.

–Hay mucha gente en las cárceles griegas, según se dice.

–Hay mucha gente en las cárceles de todas partes. No es un problema específicamente griego.

–¿Sostuviste al rey Constantino?

–¿Sostener? ¡Qué palabra extraña! ¿Quieres decir si soy monárquico? El rey Constantino, que yo sepa, es siempre el rey de Grecia. Su ausencia de Grecia –las razones de esta ausencia, sus causas y sus efectos– no tiene por qué ser juzgada públicamente por el simple particular que soy.

–¿Qué piensas tú que habría pasado si el presidente Kennedy hubiera sobrevivido al atentado de Dallas?

–El hombre de la calle necesita cada vez más lo romántico. Todo le resulta bueno, con tal que pueda soñar. Hay una cierta prensa que conoce a las mil maravillas la técnica del sueño colectivo. Es menor peligroso que la droga y permite descansar de los negocios dejando trabajar la imaginación.

Nueva York. El Morocco. El sitio más de moda. La música es dulce, apagada. Los hombres están de smoking, las mujeres muy atildadas. Como viejo cliente de la célebre boîte, Onassis gusta terminar sus noches allí, a veces. Pasé, en la mesa que la dirección continúa reservándole, unas horas bastante melancólicas. Desde hace un tiempo los diarios insisten en la eventualidad de un divorcio inminente entre Onassis y la viuda del presidente Kennedy. Ni pienso abordar el tema directamente. Ataco por el flanco. Quizás él se deje llevar a una confidencia...

–Me imagino que será difícil vivir contigo, desde el punto de vista de una mujer enamorada...

Ari se defiende y algunos de sus argumentos no hacen más que aportar agua al molino de una posible acusación.

–De todos los hombres latinos –dice–, el griego es el que ha sabido conservar intacto el carácter incisivo de su raza. Obsesión de la virilidad, de la autoridad también pero, sobre todo, obsesión de independencia frente a las mujeres en general y la esposa en particular, Independencia escrupulosamente observada en los menores detalles de la vida cotidiana. Esto puede llegar hasta la grosería. Pero siempre es una necesidad profunda de afirmarse como “hombre” ante la gratuidad de ciertas exigencias femeninas.

–Tina, tu primera mujer, decía que eras imprevisible.

–Tengo el gusto, o más bien la necesidad, de las fugas. Sé que para una mujer, enamorada o no, esto es fastidioso. Nunca estoy con ellas, de acuerdo. Y cuando estoy, nadie, ni siquiera yo mismo, puede saber por cuánto tiempo. Me gusta, por ejemplo, navegar en el Christina durante semanas enteras, como si el resto del mundo no existiera. Es a bordo del Christina donde planeo mejor mis “golpes bajos”. En la soledad del mar, en el silencio. Después, de pronto –es una necesidad imperiosa– necesito acción. Desembarco en el primer puerto que aparezca, tomo cualquier avión y desaparezco. Días, semanas. Cuando vuelvo, ni hablar de formularme preguntas. Sí, ya sé, no es fácil vivir conmigo...

Fácil no es precisamente la palabra. Tina Livanos conserva recuerdos vivaces de aquella curiosa época en que ella era todavía, a bordo del Christina, la única dueña después de Dios.

–Ari –dice– detesta a las personas serviles, pero no puede vivir sin esclavos. A falta de ellos necesita una corte, un auditorio. El Christina era una especie de trampera de ratas. Cuando Ari se encapricha con alguien... ¡hop! Lo embarca en el Christina y se lo lleva al mar para él solo. Es su lado corsario, su manera de apropiarse de los que ama o le interesan. El mismo viejo Winston Churchill sufrió ese tratamiento. Cuando puso el pie por primera vez sobre la pasarela del Christina, Churchill se había convertido en un viejo señor pasablemente chocho. Pero su pasado reciente fascinaba aún a mi marido. Ari, tan impaciente con todo el mundo, fue con el anciano de una delicadeza infinita. Encendía sus cigarros, jugaba con él interminables partidas de jacquet –¡el antiguo estadista trampeaba desvergonzadamente!–, volcaba en los floreros el exceso de las copas de coñac siempre al alcance de su mano, asistía cuando se acostaba, lo cuidaba, lo mimaba. Cuando nos creíamos instalados en un tren cotidiano que iba a durar indefinidamente... ¡Ari desaparecía! Cuando reaparecía, después de semanas de ausencia, ni pensar en mostrarme curiosa. Ni siquiera me habría contestado. Entraba en mi dormitorio, la sonrisa en los labios, como si me hubiera dejado el día anterior. Yo sabía por los diarios que había sido visto en Castel, en París, en Mirabelle, en Londres, en La Boîte, en Madrid, siempre acompañado de mujeres jóvenes y sonrientes...

Un día, cansada, Tina tomó sus distancias. Entonces, para vengarse como un niño caprichoso, Onassis “inventó” a la Callas.

–La impuso como un mueble –dice Tina–. Una mañana, ella apareció allí.

Fue Tina quien abandonó el Christina. Una tigresa en un yate puede ser decorativo. Dos tigresas es el circo. Y cuando el domador se divierte azuzándolas una contra la otra, el circo se transforma rápidamente en una carnicería.

–Fue una curiosa época –recuerda todavía la ex marquesa de Blandford–. Hasta entonces, había creído entender que mi marido era alérgico a la gran música. Y he aquí que sobre el Christina transformado en teatro, noche tras noche, Ari y la Maria cantaban en dúo aires de ópera que el viejo Winston Churchill marcaba con el dedo. Ari, naturalmente, cantaba en falso. Eso era, para Maria, pretexto de terribles injurias. Sir Winston, encantado, reclamaba la repetición del espectáculo para el día siguiente.

Otro testigo de esas extrañas soirées, la señorita G –antaño universalmente conocida bajo el nombre de Greta Garbo–, cuenta de buena gana que cuando la Callas y el armador se peleaban, toda la tripulación del Christina venía a escuchar los insultos que la “diva” lanzaba a su amigo con el respeto y la atención que ponen aún los griegos del pueblo al escuchar una pieza de Aristófanes.

–Las palabras empleadas en la ocasión por la pareja terrible –dice la señorita G–, superaban en crudeza a las que se emplean habitualmente en el mercado de pescados de El Pireo. La disputa terminaba siempre con un gran estallido de risa. Onassis adoraba esas escenas domésticas. La Callas, que lo sabía, las hacía reventar regularmente. Se las administraba como un medicamento.

Entre la Callas y el armador, los vínculos son innumerables. La misma raza, los mismos orígenes, la misma lengua o, mejor todavía, el mismo “lenguaje”. Sus recuerdos comunes de una juventud pobre y de principios muy difíciles los acercan. Conocen mejor que nadie el valor del dinero y lo que cuesta ganarlo.

Insidiosamente, pregunto:

–¿Qué significa para ti la gran música?

–No gran cosa...

–Maria Callas, entonces...

El armador se oscurece y, bruscamente:

–Con Maria se puede hablar de muchas otras cosas, además de la música.

Es quizá por esta razón que Onassis la ha hecho entrar en algunos de sus negocios. Ella posee –se dice– “partes” en varios de sus petroleros.

Un poco más tarde –estamos entre los últimos clientes que charlan en la gran sala oscura– Ari me confía:

–No pienso que un griego pueda ser totalmente feliz en brazos de una “extranjera”... Sabes cómo son ellas –se sobreentiende, las norteamericanas–, les gusta dar órdenes, exigen respeto, deciden solas la vida de la pareja.

Vuelve a encender su cigarro y agrega en un murmullo:

–Es fastidioso pasarse la vida abriendo puertas...

Alusión a que las mujeres americanas juzgan la cortesía de un hombre según la celeridad con que éste les abre la puerta de su automóvil. Me parece oír hablar a otro ilustre marido cuya mujer nació en los Estados Unidos: Rainiero III de Mónaco.

Este retrato está incluido en Gold Gotha
de José-Luis de Vilallonga.
(Editorial Emecé).

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