VERANO12 • SUBNOTA
› Por Nicolás Olivari
Sin embargo, este hombre al que ahora le fabrican una perspectiva de galán joven, heroico y vacío, ¡qué magnífica deformación moral nos ha enseñado cuando aún la gloria no lo reclamaba y hacía papeles de villano, con una villanía tan perfecta que hubiera merecido ser electrocutado en la cárcel de Sing Sing!
Representaba al jefe de una banda de contrabandistas de alcohol. Con raro virtuosismo ejecutaba en el piano de su madriguera el “Claro de luna” de Beethoven.
Las notas caían una a una, como gotas de agua en una plancha de oro en esta estancia, llena de malandrines, con el sombrero puesto y el pucho en la boca. El jefe con atención despreciativa ejecutaba a Beethoven. De pronto, uno de la banda, al compás mismo de la música, desgranó lentamente estas palabras:
–Eran seis, jefe... Los pusimos en fila junto a la pared del garaje... Y los ametrallamos...
Clark Gable apenas levanta la vista. Es apenas un segundo, mientras sus manos siguen desgranando la armonía del genio sordo.
Pero en esa mirada hemos encontrado toda la angustia del mundo.
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Eso es lo que hay en los ojos de Clark Gable. Angustia, humedad de angustia, veladura de terciopelo negro en los ojos de un perro. Porque las mujeres odian las miradas inteligentes que desnudan el cuerpo. Ellas quieren ser miradas con la misma expresión vacía y triste con que miran los animales domésticos. Por eso las miradas del más intenso, sobrehumano amor, son miradas en blanco...
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Por una mirada de sus ojos cargados de baldíos ensueños, todas las mujeres que tratan de adornar la frente de sus maridos amarán a Clark Gable como antes amaron a Valentino, el meridional que miraba como las mujeres se imaginan miran los músicos napolitanos de Piedigrotta.
Por eso Gable será un nuevo Valentino. Un Valentino de facciones irregulares y cabellera vulgar, dando una sensación de tranquila y recia potencia física. Un Valentino yanqui, sin muchas ideas en la cabeza, cuyo arte superior será el de mirar a los ojos a las mujeres como si estuviera pensando en su felicidad. Un Valentino más hercúleo y más varonil que el otro y cuya presencia convoca un revuelo internacional de faldas...
Como una anticipación de promesas, Greta Garbo aparece en el umbral de una puerta. Es su mejor film. Su nunca bien ponderado film Annie Christie.
En él encontramos su voz. Y era la hora anunciadora para el encuentro. Después de haber tenido su mano y sus ojos. Sus senos duros y chicos, doblados sobre la tricota de lana, de cuello rígido, anunciados entre las sedas y los brocatos de sus otras fantasiosas películas. Pero ella, mejor dicho ELLA, tiene una actitud agresiva consigo misma. Y es cuando, después de la gran tragedia, un gran amor imposible; o después de haber chocado con la incomprensión; o después de haberse visto señalada con el dedo, se agobia en su mismo orgullo y arrastra sus gruesas piernas de amazona, cuyos muslos son más gruesos que su cintura de señorita y arrastra sus tapados o sus sacos de hechura hombre, ¡ella tan femenina y turbia y ambigua! Todavía es la única gran actriz que arrostra los argumentos pecaminosos. Los argumentos donde ella tiene un pasado turbio. Los argumentos donde dice:
–Antes de venir aquí estuve en una casa donde sólo van los hombres.
Después tuvimos su voz. En Annie Christie. Su maravillosa voz amplificada por el Vitaphone, grosero e impúdico, que nos robó sus mejores inflexiones. Su voz para la música inefable de una canción que no entendimos nunca, porque su inglés de sueca, ceñido e implacable en las u y en las dobles v, necesita la clave agnóstica de la interpretación de los sueños.
Sus palabras se fueron en el celuloide que el operador metió en la lata de guayaba, al terminarse la función. Pero su música está con nosotros.
Su pasión gargarizante. Su emoción plañidera. Y hasta una ronca sonrisa que vino desde el fondo de su garganta quemada por su whisky de ex hospiciana en la casa adonde sólo van los hombres.
Su inefable voz, ruda y quieta y a veces tan ondulante, como un campo de amapolas ceñido por un cinturón de viento.
Su inefable voz, ríspida, percutida por el sarcasmo y por un gran cansancio de vivir.
Su inefable voz marullera, desolada y hasta catastrófica, porque se empeña en salirse de más abajo de su fuente y parecería que viene desde su mismo pasado y que en ella habla el dolor sombrío de una raza o, por lo menos, de una casta de mujeres que nunca han sido, son y serán felices, y para las cuales el amor siempre será una visión de operación cesárea.
Su inefable voz que arranca, como de una cuerda musical, de su clítoris hermafrodita.
Greta Garbo y su voz se completan, se yuxtaponen y se confunden, porque nunca habíamos pensado en otra voz sino en ésa y estábamos ansiosos de oírsela. En cambio, las otras, las de esas muñecas esbeltas y puras del cine mudo, cuando se dieron a hablar, ¡berrearon dolorosamente!
Habría que mantener la ilusión y no verla, no oírla más. Acaso, ya algún director cuadrúpedo le haya obligado a elegir una voz para que haga juego con su vestido y, entonces, ¿a dónde se habría ido su inefable voz de Annie Christie? Enterrada eternamente en la lata de guayaba, que guarda el rollo de celuloide donde están sus muslos de anguila y los agujeritos misteriosos gravitando en sonido sobre el grotesco amplificador que silba, estornuda y expectora sobre la voz inefable que nos trajo el amor de Suecia.
Y así ella quedaría esbelta y musical sobre la colina de nuestro recuerdo, situada entre dos muelles. Y cuando vibraran los pitos de los remolcadores, reptaríamos hasta sus gruesas piernas, más robustas que su cintura de educanda, y golpearíamos su estatua para que la estatua vibrara también y el eco nos devolviera su inefable voz en el Vitaphone de un crepúsculo inédito, bajo cuyo toldo nos gustaría rebanarnos los callos.
Porque su voz es opaca y su inglés remeda una lejana música de banjos, merece un elogio. Pero más lo merece porque en Marruecos abandona al hombre por el que suspiran todas las mujeres, al hombre que tiene veinticinco trajes y regala brazaletes de rubíes, para seguir, hecha una bestia de carga, al hombre piojoso, sucio y desgarbado que no tiene un cobre y sí la posibilidad de reventar en el desierto con un balazo en el pecho.
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Eso es mentira, ¡pero sería tan lindo si fuera realidad! Puede que lo haya sido. En la Alemania de posguerra, en esa Alemania desorganizada, con su ejército encajado como una cuña en la población civil –el ejército que venía derrotado de Flandes, la marinería que venía sublevada de Kiel–, Marlene Dietrich debe haber formado cola, en las madrugadas lívidas de su hambre, ante las oficinas de racionamiento, consiguiendo con una caricia triste un bono para un pan de manteca.
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De allí viene ese color de su tez, ese color de manteca rancia, de enfermiza grasitud empujada en los pómulos y afinada hacia los labios de tuberosa maligna, en ésa su expresión astuta y cómplice de fuina.
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Por eso ella prefiere los soldados insubordinados y piojosos a los solterones ricos, en cuyas casas suntuosas nunca se dice una blasfemia de cuartel.
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Ella es la mujer de la aventura casual en un burdel de la Martinica, cuyos ojos están llenos de candor y su sexo está lleno de placas sifilíticas.
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Esto no es cierto, naturalmente, ¡pero sería tan lindo si lo fuera!
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(El cinematógrafo nos permite estas aventuras mentales. Confiemos en la aventura a costa de nuestro estómago, realidad que nos trae a la tierra a la salida de los cines, descendidos a pico desde el séptimo cielo del celuloide heroico y mentiroso.)
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Por todo esto hemos soslayado a Marlene desde su plano inseguro y falso de mujer de posguerra. Unicamente así es concebible su palidez lunar y el ahuecamiento enfermizo de sus mejillas y sus finas patitas de alambre que hablan de la gran desnutrición de su adolescencia, es decir, de su adolecer de hambre y privaciones en los teatrillos ínfimos, llenos de hombres barbudos que regresaban de las trincheras para volver a ellas...
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Ella es la única mujer de raza blanca capaz de seguir a un hombre a través del Sahara, mientras su alma está henchida de arena gris de hastío. Ella es la única mujer que afirmó que también hay una Legión Extranjera de mujeres. Ella es la única mujer que todavía puede cambiar un Rolls-Royce por un beso de amor...
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Esto no es cierto, naturalmente, ¡pero sería tan lindo si lo fuera!
Cuando se ve a Jean Harlow, entran ganas de exclamar en voz alta, en la comprimida atmósfera de los cinematógrafos, “Animula, vagula, blandula”, sin saber por qué...
Es que su cabellera de platino empuja al desvarío, al ensueño, al disparate...
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Eso es ella, plata sobre un metal de carne, dorado golosamente por el sol de Miami, su piel reluciente y sensual, en la cara gordezuela, como gustaba a los hombres que volvían de las trincheras y hacían un paréntesis de una semana entre la muerte y su licencia.
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No es bella, según el canon de la antigua estética, pero es esplendorosa y llamativa, detonante y sugestiva. Su arte es el saber de un traje de baño sumario. Es el saber de un piyama, calzado en su cuerpo con la dulzura estirada de una media.
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Para que brille este “astro” de duraluminio, tuvo también su suicidio. Su flamante esposo –bodas en Reno pocos días antes– se pegó un tiro en uno de esos escritorios fantásticos del cine, donde se ve una biblioteca de libros sin títulos y una puerta de hierro con rosas de acero y una cruel vertical de lanzas.
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Ahora, iluminada por esa tragedia real, junto al recuerdo de Paul Bern, acaso muerto por ella, su sombra es la del manzanillo. Pero hasta su sombra irán todos los pantalones oxford que estiran las piernas en los vestíbulos de los hoteles de Hollywood y en los bordes de las piletas de natación de Palm Beach.
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En estos últimos tiempos, Jean Harlow ha recibido setecientas mil propuestas de matrimonio. Ha quedado dubitativa ante dos: la que le hizo, por intermedio de su secretario, Adolf Hitler, y la que le formuló, en lengua muerta, un gran Lama del Tibet... No sabe cuál vestirá más para la réclame de su próximo film.
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Jean Harlow, el otro día, levantó una pira fúnebre con los vestidos que llevaba cuando arribó a Hollywood. Pobrecitos vestidos de tela de cebolla, laminados por el mucho uso y de acuerdo a una moda standard de cinco dólares la pieza. Con eso licenció a su pasado.
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Jean Harlow, sin saberlo, llena de amargura la boca del silencioso espectador en los cines de arrabal. Porque el silencioso espectador piensa que mientras el mundo es como es, no se podrá ser nunca, normalmente, esposo de Jean Harlow. Y entonces sueña en un mundo anárquico y maravilloso, destrozado y convulso, en donde las mujeres como Jean Harlow serán colectivizadas. Mientras tanto va al prostíbulo...
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En la cabellera de luna helada de Jean Harlow está el secreto del suicidio de Paul Bern, que, como es natural, no pueden “hacer cantar” los detectives...
Este retrato está incluido en El hombre de la baraja
y la puñalada de Nicolás Olivari.
(Editorial Adriana Hidalgo).
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