VERANO12 • SUBNOTA
› Por Herbert Read
Para mí, la verdad es el principio soberano. Esta verdad no sólo es la veracidad de palabra sino la veracidad del pensamiento también, y no sólo la relativa verdad de nuestra concepción sino la Verdad Absoluta, el Principio Eterno que es Dios... Rindo culto a Dios como Verdad solamente. Aún no lo he hallado, pero voy tras El. Estoy dispuesto a sacrificar las cosas que me son más caras en esta búsqueda.
Como antecedente de estos dogmas, permítasenos señalar determinados hechos concretos en la vida de Gandhi.
Gandhi era el hijo menor del cuarto matrimonio de su padre. Su madre era “santa”. El se casó a la edad de trece años, “dedicado a las pasiones de que es heredera la carne”. Era cobardón: le poseían el miedo a los ladrones, los fantasmas y las serpientes. “No me atrevía a sentarme al aire libre durante la noche. No podía dormir sin una luz en la habitación.” Se hizo culpable de pequeños hurtos y cedió a la tentación de comer carne en secreto. Se alejó del lecho de muerte de su padre para hacerle el amor a su joven esposa, lo cual le dejó para siempre un remordimiento de conciencia. “La mezquina cosita que nació apenas si respiró más de tres o cuatro días. No podía esperarse otro resultado. Que todos los casados tomen nota de mi ejemplo.” Vinieron luego diversas experiencias de segregación racial en Inglaterra y Africa del Sur. Su timidez natural (“la timidez, mi escudo”) fue agravada por su torpeza en sociedad.
La importancia de Gandhi, al igual que la de Tolstoi, reside en su prédica intrépida de la doctrina de la no violencia, en su creencia en que el bien permanente no puede ser nunca resultado de la fuerza. En esto sostenía ser (y demostró ser) algo más que un visionario. “No soy un visionario. Sostengo que soy un idealista práctico. La religión de la no violencia no es sólo para los rishis y los santos. También está al alcance de la gente común. La no violencia es la ley de nuestra especie del mismo modo que la violencia es la ley de las bestias. El espíritu yace dormido en las bestias, que sólo conocen la ley de la fuerza física. La dignidad del hombre exige la obediencia a una ley más elevada, a saber, a la fuerza del espíritu.” Gandhi consagró la mayor parte de su enseñanza a la dilucidación de esta verdad universal. Otros aspectos de su enseñanza han de resultar, por lo menos para la mayor parte de los espíritus occidentales, menos imponentes: su indiferencia ante la belleza, su morbosa negación del instinto sexual (“Si la observancia de Brahmacharya –-la castidad– ha de significar el fin del mundo, esto no nos interesa”), su culto a la vaca (“un poema de ternura”), pero Gandhi tenía clara conciencia de sus inconsecuencias y con humildad ingénita no insistía en la aceptación intelectual de cada una de sus doctrinas. “El ejemplo paciente es el único método posible para llevar a cabo una reforma.”
En términos cristianos, Gandhi podría estar en condiciones de ser considerado un mártir, pero no un santo. No se le había concedido una revelación especial; toda la “gracia” que poesía era humana y no divina. Con arreglo a cualquier canon fue un gran espíritu humanitario: su amor por sus congéneres era desinteresado y espontáneo. Con todo había en éste un elemento de compensación por su sentimiento de inferioridad. Se convirtió en un “agitador” típico; no se conformó con hacer el bien dentro del campo de su competencia; trató de crear instrumentos de poder para reparar las injusticias. Sabía que el poder corrompe y trató de evitar la corrupción quitando el filo a la espada, es decir, mediante la estrategia de la no violencia. Una y otra vez se halló comprometido en transacciones (y confiesa: “A lo largo de toda mi vida, la insistencia misma en la verdad me ha enseñado a apreciar la belleza de la transacción”). Sus campañas organizadas, por el hecho mismo de la organización, se convirtieron en factores de la política de fuerza. Terminó por hacer el juego legislativo y también el juego de la guerra y la revolución.
Compárese esto con el humanitarismo de su contemporáneo Albert Schweitzer, más limitado en sus efectos inmediatos pero que ha producido por su propia pureza, a través del mundo entero, una reacción de simpatía cuya resonancia ha sido inconmensurable. Pero, el Dios de Schweitzer ha sido el Amor, cuya esfera es humana e inmediata. El Dios de Gandhi era la Verdad, indefinible, inalcanzable e insaciable. Sus sacrificios a este Dios fueron, para decir lo menos posible, muy inconvenientes para las personas que estaban más cercanas a él y que le eran más caras. Trató a su esposa con una implacable tiranía. De sí mismo dice que fue “un marido cruelmente ciego” y se constituyó en el juez de lo que le convenía a la pobre mujer. A la fuerza le arrancó sus alhajas, por ejemplo. “Me consideraba su maestro y de este modo la hostilicé hasta hacerla huir de mi ciego amor por ella.”
En forma análoga, según confiesa con desasosiego, privó a sus hijos de educación, para darles en cambio “una lección de libertad y respeto a sí mismos”.
Su actitud con respecto al sexo fue tan egoísta como el resto de su conducta. No traza ninguna distinción entre el amor apasionado y la lujuria bestial. Para su propio bien, decide que debe apagar la pasión sexual en él mismo. Si Gandhi hubiera poseído una concepción cualquiera sobre la verdadera naturaleza del amor apasionado, se habría dado cuenta de que se trata de un vínculo recíproco, tan precioso para la esposa como para el esposo. No es admisible una “extinción” unilateral de esta pasión. Pero la actitud de Gandhi ante el sexo no era racional y sin lugar a dudas no era humanitaria. Era una repugnancia motivada inconscientemente por su temprano vínculo con el amor y la muerte. En realidad, el deseo de muerte, como motivo subyacente, es posiblemente la llave de todas las acciones de Gandhi. Su vegetarianismo fanático (que no se detenía ni a riesgo de la muerte de otros), sus ayunos, su voluntad de castidad: todo esto puede interpretarse como una oposición inconsciente a la vida.
Quizás es vano esfuerzo tratar de comprender este espíritu y esta personalidad con los prejuicios que nos vienen de una tradición humanista. En esa tradición es cierto que irrumpe el elemento del ascetismo cristiano, el cual sin duda es de origen oriental; pero también ese elemento está en conflicto con la caridad cristiana, al igual que con la concepción griega de la medida, más antigua todavía. Conforme a esta concepción aceptamos el cuerpo humano tal como es: don de Dios, pero un instrumento no afinado, un hijo indisciplinado de los deseos. El arte de la vida consiste en introducir armonía y proporción en este complejo impulsivo. Era creencia de los filósofos griegos, así como de los sabios chinos que les precedieron, que dicha armonía es alcanzable y que hasta la pasión sexual puede transformarse en belleza erótica. Es significativo que en ninguna de las páginas de la autobiografía de Gandhi aparezca mención alguna de la belleza. Es por esto que debemos llamarla Leyenda Plúmbea, es decir, tosca y fea. Decir “no preciosa” equivale a ceder a la tentación de la metáfora. Pero por mucho que nos repela el fanatismo insensible de este devoto de la Verdad, debemos reconocer su heroísmo. Este heroísmo no transforma el plomo en oro ni hace del mártir un santo; pero agita esa misma vida que se esforzó por negar.
Este retrato está incluido en La décima Musa de Herbert Read.
(Editorial Ediciones Infinito, Buenos Aires).
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