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“El metro” confirma que la copia, a veces, es mejor que el original
Baek Woon-hak reafirma aquí una cualidad del cine coreano: filmar acción con el patrón Hollywood, pero mejor que Hollywood.
› Por Horacio Bernades
Hacer una película como las de Hollywood: no debe haber propuesta peor para el cine de la periferia, entendiendo como tal incluso el de los países europeos. No sólo por el oportunismo de segunda mano que una idea semejante implica sino, además, porque lo único que puede estar por debajo de un cine gastado y rutinario es uno que quiera imitarlo. Hay un solo lugar sobre la tierra donde es posible copiar ese modelo, dando un resultado corregido y mejorado. Ese lugar es el Extremo Oriente, donde primero fue la industria hongkonesa la que se modeló, entre los años ’60 y los ’80, a la manera de lo que Hollywood alguna vez había sido y ya no era. En plena crisis, el cine hongkonés, desde la anexión de la isla por parte de China, el relevo lo han tomado sus vecinos de Corea del Sur, capaces de desarrollar –posiblemente como ningún otro país en el mundo entero– el cine de arte y el industrial, y descollar en ambos terrenos. Así vuelve a ratificarlo El metro, una película de acción de ese origen que el sello LK-Tel edita por estos días en VHS y DVD, y que no hace más que confirmar que a las puertas de Asia la lógica se rompe: allí las copias resultan mejores que los originales.
Escrita y dirigida por el debutante Baek Woon-hak, El metro es una película de alto presupuesto, en la que los productores pusieron toda la carne en el asador. Basada en una oposición entre héroe y villano que recuerda a los films que John Woo solía filmar en Hong Kong, El metro (cuyo título en castellano viene de arrastre de España; aquí debió habérsela retitulado El subte) presenta a un terrorista dispuesto a todo, perseguido por un detective que no le va en zaga. Ex agente de los servicios de seguridad, el tal “T” ha sido utilizado como carnada por sus superiores. Ahora, en venganza, no tiene mejor idea que secuestrar un convoy del subte, con todo el pasaje adentro, amenazando con hacerlo volar si no le llevan hasta allí al primer ministro. Por supuesto que cuenta con la química para hacerlo, dicho esto tanto en términos de pólvora como de glándulas. Cosa curiosa, la película estaba lista para estrenarse a comienzos del año pasado, pero la productora debió posponer el lanzamiento porque un mes antes ocurrió, en el subte de Seúl, un hecho similar al que narra el film, dejando por resultado dos centenares de víctimas y a la nación entera en estado de shock.
Más allá de esa desgraciada coincidencia, El metro no tiene, ni pretende, la más mínima relación con ninguna forma de realismo. Se trata de puro entretenimiento pasatista, pero con una carga narrativa y dramática equivalente a los megatones que Mr. T porta en un ataché. Esto queda claro ya en la secuencia introductoria, cuando el villano y dos secuaces secuestran a una autoridad en pleno aeropuerto, rociando de balas a un destacamento entero de fuerzas SWAT. Baek Woon-hak filma esa secuencia con un pulso que sus colegas hollywoodenses parecen haber perdido hace rato, usando el montaje no sólo con sentido rítmico y sincopado sino también como vehículo para que el espectador pueda abordar la escena desde varios puntos de vista al mismo tiempo. E introduciendo una serie de vueltas de tuerca que suman capas de información y excitación, hasta completar una suerte de cuento corto, con introducción, desarrollo, culminación y remate.
Lo que sigue no es precisamente original: el villano tiene una frialdad glacial y el héroe –un detective individualista, que irrita a sus superiores tanto como lo hacía Harry el Sucio– es apuesto y ultracool, evocando inmediatamente al Chow Yun-fat de las películas de John Woo. Exacerbación de las simetrías, ambos perdieron a sus amadas de modo parecido. Eso es lo que los suelda uno a otro, proveyéndolos de un subtexto romántico. Hay una chica que se dedica al robo de billeteras y persigue a Jay de modo tan implacable como éste lo hace con su némesis. Hay personajes que funcionan como descanso cómico: el jefe de Jay y un grandote cuyas exageraciones gestuales lo denuncian como cómico de televisión. Y hay, por supuesto, una serie infinita de duelos, plazos, amenazas de explosión y explosiones, que revelan el dominio de la digitalización en aquellos hipertecnologizados parajes. Y hay una situación central –casi toda la película transcurre dentro del subte– que recuerda tanto a aquella La captura del Pelham como a Máxima velocidad. Pero sucede que todo está narrado con tanta convicción, dientes apretados y eficacia, que se vive con la excitación de una primera vez.