Vie 10.06.2005

VIDEOS  › “CALLES PELIGROSAS”

Nuevo apocalipsis en Little Italy

La edición del film en DVD, impecable, obliga a comparar con el Scorsese de hoy.

› Por Horacio Bernades

¿Una crónica autobiográfica y barrial que es a la vez una visión de Nueva York y el mundo, un tester de los primeros ‘70, un “aquí y ahora” de la comunidad italoamericana, un documental sobre su cultura y hasta una profecía de toda la violencia que vendría de allí en más? “Ya no se hacen películas así”, es lo primero que se piensa, que se siente al rever Calles peligrosas, y de hecho su propio autor ya no hace películas así. Películas con ese grado de veracidad, con ese nivel de implicación personal y a la vez con esa sed, ese hambre de cine que parece devorarla, fotograma a fotograma. ¿Y encima distribuida por la Warner, una major? ¡Ni qué hablar! Rever, hoy, Calles peligrosas, es como asomarse a un planeta al que su volatilidad, su vibración, su brillo hacen lejanísimo e inalcanzable.
Poner Calles peligrosas, opus 3 de Martin Scorsese estrenada en 1973, al lado de El aviador, su película más reciente y tres décadas posteriores, sería casi un golpe bajo, la prueba palpable y terrible de esa distancia. Sin embargo los azares de la edición se ocupan de hacerlo, por sí solos. El mismo sello, AVH, lanza por estos días El aviador en formatos VHS y DVD y la edición en DVD de Calles peligrosas, con el título de Calles salvajes, que es como se conoció en España. El choque es mayor aún si se considera que lo que llegó aquí en su momento, con bastante atraso y recién después del éxito de la posterior Taxi Driver, fue una copia cinematográfica de segunda. Y las que circularon más tarde en video nunca estuvieron en mejor estado. Por lo cual el golpe que se recibe al ver, en la impecable copia en DVD, el brillo (nocturno, de calles mojadas y llenas de neón) de la fotografía del ignoto Kent Wakeford es mayúsculo y redobla la sensación de hallarse frente a algo nuevo. La agitación, el nervio que dominan la película no hace más que confirmar la presunción: cada vez que uno se enfrente a Calles peligrosas se enfrentará a algo nuevo.
Mean Streets no quiere decir, en realidad, ni Calles peligrosas ni Calles salvajes. Es un juego de sentidos que permite el idioma inglés, entre la expresión “Calles principales” y “Malas calles”. De esta última manera se la conoció en algunos países hispanohablantes, y parece la traducción mejor orientada. Malas calles, las de una Little Italy de clase media baja, en la que parecería no haber otra salida que la que brinda el escalafón mafioso, representado por Michael –el tipo al que De Niro le debe plata y no le piensa pagar– y por el tío de Charlie (Harvey Keitel), que maneja todos los negocios del barrio, y es para quien De Niro (Johnny Boy) quisiera trabajar. Malas calles, porque la cosa no apunta bien en ellas. Podría trazarse una línea imaginaria que va del Scorsese casi lampiño y desgarbado que aparece en un par de escenas de la película (en la última, para ponerle fin, de modo violento y literal) al Scorsese de las publicidades de Armani y las tapas de Cosmopolitan, y sería seguramente la misma que lleva de Mean Streets a El aviador, de la cruda y desaliñada Nueva York de los ‘70 a la Manhattan de las grandes tiendas, el hiperconsumo y el imperio asumido y global. Con esa sola línea se sabría seguramente, aunque fuera de modo esquemático, cómo les fue al cine, a Estados Unidos y al mundo en las últimas tres décadas.
En la Nueva York de Calles salvajes se escucha música de los ‘60, de los Stones y The Chantells (de hecho, nunca termina de quedar claro si la película misma no transcurre acaso en los ‘60), la celebración de la fiesta de San Gennaro lanza a todo el barrio a las calles, los chicos jóvenes no aceptan salir con mujeres negras y en el interior de los boliches un tipo puede ejecutar a otro a tiros, en el baño (broma interna, es Robert Carradine asesinando a su hermano David). En la relación entre Charlie/Keitel, que mantiene el cable a tierra y se comporta como hermano mayor con respecto a ese verdadero mono con navaja que es Johnny Boy (DeNiro está hecho un demonio, como diría Francis Smith) puede adivinarse el molde. El molde, no sólo de posteriores duetos dramáticos de Scorsese (de Toro salvaje a Casino, pasando por La última tentación de Cristo) sino también el bascular de una generación que no termina de decidir si elige la sensatez, el realismo, el camino que los mayores dibujaron para ella o la sinrazón, la violencia gratuita, patear el tablero sin medir las consecuencias.
Es un camino cerrado, tan cerrado como los propios ‘70, y termina con cuerpos ensangrentados y a los tumbos, saliendo de un auto que se clavó contra un surtidor de agua, en medio de un pequeño apocalipsis urbano, que parece representar el de toda una época.

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