Haber
llegado
Llegar
al 2000 era una fantasía alimentada año tras año desde que éramos
chicos. Fue precedida por todo tipo de profecías apocalípticas y
una cuota de ansiedad considerable. Pero llegamos, y lo resistimos.
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Por Rodrigo
Fresán
Las buenas noticias
como todas las monedas, como unas cuantas personas- tienen dos caras.
Me explico: difícil encontrar una buena noticia pura y perfecta
y que conforme a todos con su potencia evangélica, porque lo que
para algunos es bueno suele ser, en más de una ocasión,
catastrófico para otros. Me explico un poco más: la bienvenida
conclusión de la Segunda Guerra Mundial no fue necesariamente una
buena noticia para alemanes y japoneses (de acuerdo, eran los malos
de la película, pero...) así como la final del Mundial
78 de fútbol no les debe haber causado la menor gracia a los holandeses,
pienso, creo, estoy seguro.
Así que lo que me interesaba a mí era para esta ocasión
y rodeados como de costumbre por noticias del tipo pésimo, malo,
regular, más o menos invocar la memoria de ser posible próxima
y recordable sin problemas de una buena noticia que conformara a todos.
Como cabía esperarse, me llevó bastante más tiempo
de lo que esperaba.
Lo primero en lo que pensé fue en eso de la lectura del genoma
humano, pero todavía teniendo en cuenta lo que hizo
el hombre con aquella buena noticia de la dominación
del átomo están por verse los resultados de semejante
aventura ya enrarecida por intrigas vaticanas, batallas de patentes y
laboratorios, y pésimas películas de ciencia-ficción.
Después recordé la caída del Muro de Berlín,
pero días atrás vi por televisión un documental sobre
jóvenes alemanas neonazis y habitantes de la parte oriental del
asunto que pasaban el tiempo pateando subsaharianos con euforia de IV
Reich y la verdad que se me pasaron un poquito las ganas.
Y no creo que a nadie le interese demasiado que yo haya encontrado en
Internet y por diez dólares un libro de John Cheever fuera de catálogo
que venía persiguiendo desde haca casi veinte años, ¿no?
Entonces caí en el lugar común que no lo es tanto. Pensé:
no hay mejor noticia que estar vivo, que haber llegado. Recordé
los idus del 31 de diciembre de 1999 cuando las conversaciones y los noticieros
desbordaban de augurios apocalípticos y el nombre de Nostradamus
se pronunciaba, por una vez, más que el de Alan Greenspan. Recordé
los temores milenaristas ante cataclismos informáticos y profecías
ancestrales. Recordé que al final nada ocurrió, que aquí
estamos igual que antes y que siempre, que la trascendente línea
que separaba al siglo XX del XXI y al segundo del tercer milenio se cruzó
con un paso y a otra cosa. Nada tan grave ni difícil después
de todo. La aventura continúa y con la aventura continuamos nosotros.
El otro día leí que el eco del Big Bang aclara la
historia del universo primitivo. Todos los días leo cosas
así en los diarios. Cada día que pasa sabemos algo más
acerca de nuestro propio misterio y eso me parece una buena noticia porque
la sabiduría bien aplicada implica la posibilidad más cierta
de mejorar las cosas.
Hace un poco más de cincuenta años que el hombre descubrió
las herramientas necesarias para destruir el mundo que habita. Es cierto
que en cinco décadas nos las hemos arreglado para arruinar con
entusiasmo y dedicación buena parte de este planeta que nos soporta
con elegancia y resignación. Nos hemos convertido en esos inquilinos
que no vacilan en maltratar el departamento que han alquilado pero, aun
así, aquí estamos todavía cuando todas las leyendas
nos advertían que para el 2000 seríamos expulsados por un
propietario cansado de nuestra mala educación y de que nunca pagáramos
el alquiler en fecha.
La noche aquella del 31 de diciembre de 1999 vi por televisión
los diferentes festejos a lo largo y ancho del mundo mientras las doce
campanadas se iban dejando oír aquí, allá y en todas
partes. Algunas de las celebraciones eran cursis, otras elegantes, algunas
frías y algunas casi bordeaban la histeria. Pero, por una vez,
todas parecían comulgar en un sentimiento donde cabía la
felicidad boba por aparecer frente a las cámaras, el temor sagrado
a esa abstracción del tiempo y el alivio porque no pasó
nada. Pero algo pasó. Por una vez estábamos todos juntos
y festejábamos una buena noticia que no dejaba a nadie afuera:
alguien nos había renovado el contrato.
A ver si ahora, habiendo llegado, cambiamos un poco.
Cambiamos para mejor, para mucho mejor, para que no nos cueste tanto encontrar
una buena noticia cada vez que alguien nos pide que salgamos en su búsqueda.
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