Arriba
el sótano
En los últimos años hubo
mucho ajetreo cultural. Y entre los incontables lugares de Buenos Aires
en los que fue y sigue siendo posible el disfrute del cine, de las bellas
artes o de la literatura, el ICI sigue brillando.
Por Juan Forn
Hay cosas así: cosas
que nos alegran con el tiempo, no cuando empiezan a pasar. No lo registramos
tanto en el momento como después. No sé si eso califica
como una buena noticia de estos catorce años. Para mí se
le parece bastante y sé que empezó hace catorce años,
aquello de lo que voy a hablar, pero no podría decir en qué
momento fue, o empezó a ser, una buena noticia para mí.
Lo que sé es que me gustó de entrada, cuando fui por primera
vez y también que cuando me quise dar cuenta ya me parecía
un lugar que prometía algo bueno, siempre. Hablo del ICI, de ese
sótano raramente aireado (¿o no es un lugar donde uno se
olvida de que está bajo tierra?) diseñado por Clorindo Testa
sobre los cimientos (o catacumbas) de la Librería Española,
en Florida casi Plaza San Martín.
Creo que eso es lo que más me gustó y me gusta del ICI:
que uno va, hasta el día de hoy, sabiendo que
raramente no va a haber algo de interesante para arriba ahí: sea
en las paredes, en los paneles, en los shows, en los videos o en la gente.
Y lo digo por la negativa porque me da la impresión de que así
se juzgan esos lugares: una vez que se da por sentada su calidad (una
vez que impactaron lo suficiente como para ganarse la confianza de uno),
tienen como la obligación de no dejar caer el nivel. Como si ellos
mismos nos hubiesen impuesto esa vara para medirlos. Y el ICI se la aguanta.
No lo digo como un juicio de valor sino como una sensación que
se tiene ahí adentro (fíjense que no digo ahí abajo):
hay como cierto sentido de pertenencia que genera el ICI, creo que son
muchos los que lo sienten como un lugar propio, al que van como habitués
(aunque vayan una vez al año) porque se han llevado algo bueno
de ahí alguna vez, o varias. En mi caso, por ejemplo, fue un lugar
donde vi cosas que me partieron la cabeza (estoy pensando en una muestra
de Pablo Suárez, entre varias otras cosas que quedarán para
otra oportunidad), de conocer a tipos fascinantes que escribían
libros fascinantes (estoy pensando en Enrique Vila-Matas), de ver películas
fascinantes (como El desencanto, esa obra maestra de Jaime Chávarri
sobre los hermanos Panero), de escuchar cosas impresionantes (Virgilio
Expósito cantando Naranjo en flor solito con un piano
Yamaha). Y, por si eso fuera poco, en el ICI pude darme el gusto de presentar
libros de mis tres mejores amigos. Un verdadero placer: hablar de libros
que me gustaban mucho y de personas que no podían caerme mejor,
para gente que le interesaba (por una, otra o ambas razones). Perdón
por el exabrupto personal, pero me parece que todo esto que estoy escribiendo
es más bien personal (sea ésa la consigna de este suplemento,
o no). De hecho, creo que así es la relación con el ICI,
para muchos. O al menos eso siento yo en el aire cada vez que voy: una
especie de sensación compartida de que ahí pasaron grandes
cosas y seguramente volverán a pasar (si no están pasando
en ese mismo momento). Y fíjense que estoy hablando de un ranking
privado de buenos momentos; no de las movidas grandes que se han armado
en el ICI o gracias al ICI (y que, insisto, ya habrá oportunidad
de comentar como se lo merecen). Creo que es realmente fenómeno
que existan lugares así. Hacen bien. Literalmente hacen bien, en
una ciudad como ésta, en un país como éste, viniendo
como veníamos de la época de la que veníamos. Y,
encima, no decaen. Ni cierran. Ni cambian el espíritu
que los caracteriza. Cambian, sí; tienen que cambiar, para seguir;
cómo no cambiar si lo que hacen es una programación, cada
mes, cada año (cada generación, me atrevo a decir con cierto
escozor por la espalda). Cambian, y siempre hay algo. Eso es lo bueno
que tiene un lugar así. Que siempre pasa algo, que siempre aparece
algo, que lo lleva a uno a decir: ahí tienen una buena noticia
de estos años, el ICI.
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