Luego de cada gran crisis se generalizan las crÃticas y reproches a la economÃa, cuestionando desde sus métodos y supuestos hasta su propio estatus de saber cientÃfico. Y aunque podemos estar más o menos de acuerdo con varias crÃticas, lo primero que deberÃamos preguntarnos es por qué se le reclama tanto a la economÃa. Desde la equivocación de sus pronósticos hasta la culpabilidad por no resolver problemas como el desempleo y la pobreza. Sin dudas, la razón de estas crÃticas es que en algún momento de su devenir, la economÃa generó en la sociedad grandes expectativas como herramienta de transformación y progreso. La cuestión fundamental es entonces interrogarse si esas expectativas están justificadas o no. En este sentido, los propios hacedores de la economÃa son en parte responsables. Cuando nace la economÃa, como desprendimiento de la filosofÃa polÃtica del siglo XVIII, esta nueva ciencia tenÃa la convicción de ser un llamado a develar los mecanismos que regulan el orden natural de las sociedades, y a partir de esto instruir a los gobernantes en el arte del buen gobierno de sus estados. TÃtulos como La riqueza de las naciones, El amigo de los hombres, El orden natural y esencial de las sociedades polÃticas, o Constitución del gobierno más ventajoso para el género humano son sólo algunos ejemplos del optimismo y confianza que reinaba en los primeros escritos de los economistas modernos. El motivo principal de este positivismo intelectual consistÃa en el convencimiento de que el mundo social estaba gobernado no por las leyes del soberano sino por las leyes de la naturaleza, y entonces, tal como lo hacÃan la filosofÃa natural y la medicina, la nueva ciencia de la economÃa polÃtica iba a develar las leyes que gobiernan el progreso económico de las naciones. De más está decir que esta visión de la economÃa como ciencia del progreso moderno duró poco. Las grandes transformaciones ocasionadas por la Revolución Industrial iban a generar también grandes desastres sociales nunca imaginados por los padres de la economÃa. Fue entonces cuando el espÃritu positivista que habÃa inspirado su nacimiento dejó su lugar a un sentimiento de fatalidad crÃtica y el orden panglossiano de la naturaleza social, a un mundo de lucha por la supervivencia y por el poder de clase. Entonces la economÃa resultó ser un invento, la extensión ideológica de una determinada cultura histórica, condenada a fenecer en la búsqueda de su propio progreso. De las cenizas de esta desilusión intelectual de la humanidad, comenzó a renacer otra economÃa, esta vez purificada de todo intento de cambiar el mundo y hacer progresar a las sociedades. Su lenguaje matemático ayudó a mantener sus saberes guardados de divulgadores y panfletistas, pero aquella vieja noción del orden natural continuó inspirándola, convenciéndola de que era posible ser ciencia, la ciencia que estudiarÃa el comportamiento económico de los individuos en estado ideal, lejos de las arbitrariedades e impurezas del mundo cotidiano. Esta nueva economÃa no tenÃa intención de ser una polÃtica, serÃa una axiomática. Y a pesar de su escasa difusión y popularidad, en los claustros donde se enseñaba se intentaba resolver las cuestiones más fundamentales de su nueva arquitectura. Pero con el tiempo, la tentación de dar cuentas al mundo de sus nuevos logros volvió a poner a los economistas en aquel lugar de oráculos del porvenir que quizá nunca habÃan querido abandonar. Nuevamente, una gran crisis destruyó las torres más sofisticadas de su arquitectura, volviendo a golpear fuerte en su legitimación y confianza. Pero luego de replanteos y escisiones, he aquà a la economÃa, al pie de nuevas esperanzas y escarmientos. Quizá sea necesario reconocer que no se le puede pedir a la economÃa que resuelva los problemas que se piensa deberÃa resolver, o entonces, ¿por qué no se cuestiona a los sociólogos por no evitar las guerras o a los psicólogos por no evitar los suicidios?
Manuel Calderón
Profesor de Historia del Pensamiento Económico
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