Qué cosa. Ahora, Dal Masetto. DÃas pasados me puse a buscar en una agenda el teléfono de alguien, un viejo amigo, al que llevaba tiempo sin ver. No lo tenÃa. Decidà pedÃrselo a alguno de los que lo frecuentaban o eran sus cercanos amigos, esos que se veÃan a menudo en un bar y hablaban de cualquier cosa, de comida, de vinos o de mujeres, o de fútbol, que son de esas cosas por las que se derivan los escritores cuando no hablan de literatura. No lo conseguÃ, al número. Ninguno me lo pudo dar. Eran cinco los que se veÃan en el bar. Dos se habÃan ido del paÃs, los otros tres se habÃan ido de –pongamos– la vida. Al final lo conseguÃ, al número. Llamé a mi amigo. HabÃa muerto un año atrás, o algo asÃ. Tiré la agenda. Algo raro y malo está pasando. Se mueren las mejores personas de este mundo. Hay un infalible asesino serial que anda suelto y es malo, porque mata a los buenos. Uno, de a poco, se va enterando de la existencia de ese asesino, la niegue o no. Es lo mismo. El personaje se impone por prepotencia de trabajo. Es tanto lo que mata que –inevitablemente– nos entrega su tarjeta de visita de uno y mil modos. Alguna vez nos visitará. Pero, ¿Dal Masetto? ¿Es una broma, no? ¿El también?
Nos conocimos –quiero decir: en serio nos conocimos, al menos todo lo que dos personas pueden hacerlo– en Salto, donde él habÃa venido a ese mundo del que acaba de irse, la vida. Le estaban filmando una novela que habÃa escrito con la mano firme del excepcional narrador que era: Siempre es difÃcil volver a casa. Mi mujer –que era la escenógrafa y diseñadora de vestuario de la pelÃcula– habÃa alquilado una quinta, con mucho verde y hasta pileta de natación. Era verano, era enero. A veces, Dal Masetto sea caÃa por el lugar. Tomábamos vino de damajuana, noble, con gusto a uva y a madera. Dal Masetto sabÃa servirlo cargándose la damajuana al hombro. Daba bien eso, daba escritor con calle, daba Hemingway. Hablábamos de la pelÃcula. Dal Masetto puteaba. Siempre los escritores puteamos cuando nos filman una novela. Sin embargo, Dal Masetto tenÃa razón. Jorge Polaco, que también se murió, hacÃa cine con sus patologÃas. Ellas eran su estética. Pobre Dal Masetto, le arruinaron la novela.
Ahora, le arruinaron la vida. Se la quitaron. Que es una forma, y definitiva, de arruinársela. En serio, algo anda mal. La Huesuda es admirable. Qué bien trabaja. Se nos va llevando a todos. Un dÃa miramos a los costados y quedan pocos. Otro dÃa, menos. Ahà nos vamos acostumbrando. Sólo hay que esperar. Ya vendrá por nosotros. Entre tanto, hay que vivir. Qué pinta tenÃa el Tano cuando se ponÃa la damajuana al hombro y servÃa ese tinto espeso, oscuro pero también, misteriosamente, rojo punzó, como mazorquero. Siempre quedará en mà –mientras pueda cargarla– esa imagen jocunda, desbordante de vida, como se desbordaba el vino, ahÃ, en Salto, pueblo chico de la provincia de Buenos Aires, una tardecita de enero, caliente.
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