Martes, 3 de noviembre de 2015 | Hoy
LITERATURA › OPINIóN
Por José Pablo Feinmann
Qué cosa. Ahora, Dal Masetto. Días pasados me puse a buscar en una agenda el teléfono de alguien, un viejo amigo, al que llevaba tiempo sin ver. No lo tenía. Decidí pedírselo a alguno de los que lo frecuentaban o eran sus cercanos amigos, esos que se veían a menudo en un bar y hablaban de cualquier cosa, de comida, de vinos o de mujeres, o de fútbol, que son de esas cosas por las que se derivan los escritores cuando no hablan de literatura. No lo conseguí, al número. Ninguno me lo pudo dar. Eran cinco los que se veían en el bar. Dos se habían ido del país, los otros tres se habían ido de –pongamos– la vida. Al final lo conseguí, al número. Llamé a mi amigo. Había muerto un año atrás, o algo así. Tiré la agenda. Algo raro y malo está pasando. Se mueren las mejores personas de este mundo. Hay un infalible asesino serial que anda suelto y es malo, porque mata a los buenos. Uno, de a poco, se va enterando de la existencia de ese asesino, la niegue o no. Es lo mismo. El personaje se impone por prepotencia de trabajo. Es tanto lo que mata que –inevitablemente– nos entrega su tarjeta de visita de uno y mil modos. Alguna vez nos visitará. Pero, ¿Dal Masetto? ¿Es una broma, no? ¿El también?
Nos conocimos –quiero decir: en serio nos conocimos, al menos todo lo que dos personas pueden hacerlo– en Salto, donde él había venido a ese mundo del que acaba de irse, la vida. Le estaban filmando una novela que había escrito con la mano firme del excepcional narrador que era: Siempre es difícil volver a casa. Mi mujer –que era la escenógrafa y diseñadora de vestuario de la película– había alquilado una quinta, con mucho verde y hasta pileta de natación. Era verano, era enero. A veces, Dal Masetto sea caía por el lugar. Tomábamos vino de damajuana, noble, con gusto a uva y a madera. Dal Masetto sabía servirlo cargándose la damajuana al hombro. Daba bien eso, daba escritor con calle, daba Hemingway. Hablábamos de la película. Dal Masetto puteaba. Siempre los escritores puteamos cuando nos filman una novela. Sin embargo, Dal Masetto tenía razón. Jorge Polaco, que también se murió, hacía cine con sus patologías. Ellas eran su estética. Pobre Dal Masetto, le arruinaron la novela.
Ahora, le arruinaron la vida. Se la quitaron. Que es una forma, y definitiva, de arruinársela. En serio, algo anda mal. La Huesuda es admirable. Qué bien trabaja. Se nos va llevando a todos. Un día miramos a los costados y quedan pocos. Otro día, menos. Ahí nos vamos acostumbrando. Sólo hay que esperar. Ya vendrá por nosotros. Entre tanto, hay que vivir. Qué pinta tenía el Tano cuando se ponía la damajuana al hombro y servía ese tinto espeso, oscuro pero también, misteriosamente, rojo punzó, como mazorquero. Siempre quedará en mí –mientras pueda cargarla– esa imagen jocunda, desbordante de vida, como se desbordaba el vino, ahí, en Salto, pueblo chico de la provincia de Buenos Aires, una tardecita de enero, caliente.
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