En el ecléctico y amplio campo de la ciencia, hay fenómenos que causan más frenesà mediático que otros. Es algo totalmente cultural y totalmente temporal: a cada época le corresponde un tipo de imaginación técnica imperante con sus fantasÃas asociadas. Asà durante la década del ’60 el icono técnico fue la nave espacial y el terror, el ataque nuclear. Obviamente, estas circunstancias distan de ser estáticas. Y asà quedó demostrado con el correr de los años: las prótesis o extensiones biónicas (y la redefinición de los lÃmites de lo humano), la inteligencia artificial (y el peligro de un levantamiento de androides autoconscientes), la biotecnologÃa (y el miedo a las consecuencias de la alteración de la vida), la clonación (y –de nuevo– la redefinición de los lÃmites de lo humano), la nanotecnologÃa... y asÃ.
La cuestión es que desde 1996 una nueva categorÃa se agregó a este muestrario temático: la detección del primer planeta extrasolar dio luz verde a un nuevo tipo de lucubración, a un nuevo sueño lejano y disparatado: la del exilio voluntario post-cambio climático. Al principio sólo se detectaban planetas titánicos, parientes lejanos de Júpiter y Saturno, claramente inhabitables. HabÃa que encontrar una Tierra 2; al menos para afianzar el sueño. Hace unas semanas un equipo de cientÃficos suizos, franceses y portugueses anunció que lo habÃan conseguido. Sin embargo, lo curioso no vino de parte del comunicado en sà sino de las divagaciones y exageraciones (innecesarias) que disparó y sigue disparando.
El descubrimiento de Gliese 581 C –tal es el nombre del planeta en cuestión, el exoplaneta de menor masa descubierto hasta la fecha– es claramente espectacular, pero dista (bastante) de ser la gran revolución tal cual se la estuvo vendiendo hasta hace unos dÃas. Se presume que tiene cinco veces el tamaño de la Tierra, se estima que su temperatura de superficie oscila entre 0º y 40º C: de hecho estos son los únicos datos más o menos estables que se conocen (masa, perÃodo orbital y distancia con respecto a su estrella). Debido a los métodos de detección actuales, nadie sabe –aunque se haya repetido y repetido mediáticamente– si es habitable para la especie humana. Y si lo fuera, el camino hacia este nuevo Edén de por sà es ya demasiado extenso (20,5 años luz). Razones suficientes para seguir soñando y sólo eso.
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