Hace tres años, para cuando los mayas habÃan anunciado el fin del mundo, nos fuimos por primera vez de viaje. Era a mediados de diciembre y pensamos que si se podÃa optar preferÃamos morir juntas o sobrevivir a la especie, pero no por separado. Entre el solsticio de verano, el 21, y la Navidad cristiana sucederÃa el gran desastre. Y como esa predicción coincidÃa con nuestra sensación apocalÃptica (intensidades como esas amenazan traer consigo el fin de todo lo conocido y por eso la gente se resiste a enamorarse), le creÃmos. Le creÃmos pero no tanto, porque sacamos pasajes de vuelta para el mismo 24, a sabiendas de que, en el fondo, las cosas seguirÃan su curso y, en ese caso, el Armagedón nos habrÃa servido de excusa para escaparnos y tener todo el sexo que no habÃamos podido durante el tiempo en que ella habÃa estado en pareja (y yo pensaba erróneamente que ya no iba a volver a estarlo, al menos con la otra). Unos dÃas antes le escribà a una tal Poli para reservar una casita de su propiedad en la punta del Cerro ChampaquÃ, a la que habÃa visto por fotos. Era como de muñecas, colorida, rodeada de hortensias, ciruelos, higueras y manzanos; no habÃa electricidad y para bañarnos tenÃamos que meternos en el rÃo que pasaba detrás de la cabaña y al que se escuchaba correr desde la habitación. Eso no lo supe al momento de reservar, por supuesto (lo más bello y lo mas horroroso que puede tener un lugar nunca se aclara en los clasificados), sino cuando apoyé la cabeza sobre la almohada y oà el murmullo sostenido del agua mezclarse con los grillos y los pájaros de la noche. Del otro lado, donde estaba mi oÃdo derecho, el más lejano a la ventana, la sorpresa fue mejor: escucharla respirar a contra ritmo del agua mansa. El aire saliendo de su boca era el hálito de un dragón chiquito, del tamaño de su cuerpo, pero no por eso menos ardoroso. De aquella cama guardo la imagen de un azul estrelladÃsimo, abismal, donde fueron a parar sus gritos en una escala tan feliz como desgarrada. Estaba de rodillas sobre el colchón de lana, moviéndose de atrás para adelante cuando un hilo de baba me cayó sobre la mano y vi por la ventana la constelación inmensa que se apagarÃa a la semana siguiente, cuando llegadas a Buenos Aires ella me dijera que ya no, que lo nuestro habÃa acabado. Se acabó, dirÃa, como quien mira la fruta secarse después de haberle exprimido hasta la última gota. Se acabó, me informarÃa cual Nerón pirómana, a mÃ, que ya habÃa visto ya al mundo prenderse fuego. Pero todavÃa era la noche del cerro y las estrellas, ojos voraces que solazaban detrás del vidrio como los pumas del monte, como las vÃboras. Pegame, dijo, pegame. Soy tu perra. Y cuando paró lo hizo con un gemido suave, suspirado. Era Emanuel Beart en un confesionario, la Coca Sarli preguntando qué quiere usted de mÃ. Entonces repiqueteó la lluvia en el techo de chapa de la casita y los rayos partieron en dos los matorrales. No hubo más grillos ni pájaros en lo que quedó de nuestro viaje. Ni volvió la calma alrededor. Nunca.
*Poeta y periodista. Escribió Canciones de amor (Ediciones Vox), La vuelta (Simulcop), Pollera pantalón (ediciones la mariposa y la iguana).
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