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Jueves, 31 de diciembre de 2015

Armagedón

 Por Paula Jiménez España*

Hace tres años, para cuando los mayas habían anunciado el fin del mundo, nos fuimos por primera vez de viaje. Era a mediados de diciembre y pensamos que si se podía optar preferíamos morir juntas o sobrevivir a la especie, pero no por separado. Entre el solsticio de verano, el 21, y la Navidad cristiana sucedería el gran desastre. Y como esa predicción coincidía con nuestra sensación apocalíptica (intensidades como esas amenazan traer consigo el fin de todo lo conocido y por eso la gente se resiste a enamorarse), le creímos. Le creímos pero no tanto, porque sacamos pasajes de vuelta para el mismo 24, a sabiendas de que, en el fondo, las cosas seguirían su curso y, en ese caso, el Armagedón nos habría servido de excusa para escaparnos y tener todo el sexo que no habíamos podido durante el tiempo en que ella había estado en pareja (y yo pensaba erróneamente que ya no iba a volver a estarlo, al menos con la otra). Unos días antes le escribí a una tal Poli para reservar una casita de su propiedad en la punta del Cerro Champaquí, a la que había visto por fotos. Era como de muñecas, colorida, rodeada de hortensias, ciruelos, higueras y manzanos; no había electricidad y para bañarnos teníamos que meternos en el río que pasaba detrás de la cabaña y al que se escuchaba correr desde la habitación. Eso no lo supe al momento de reservar, por supuesto (lo más bello y lo mas horroroso que puede tener un lugar nunca se aclara en los clasificados), sino cuando apoyé la cabeza sobre la almohada y oí el murmullo sostenido del agua mezclarse con los grillos y los pájaros de la noche. Del otro lado, donde estaba mi oído derecho, el más lejano a la ventana, la sorpresa fue mejor: escucharla respirar a contra ritmo del agua mansa. El aire saliendo de su boca era el hálito de un dragón chiquito, del tamaño de su cuerpo, pero no por eso menos ardoroso. De aquella cama guardo la imagen de un azul estrelladísimo, abismal, donde fueron a parar sus gritos en una escala tan feliz como desgarrada. Estaba de rodillas sobre el colchón de lana, moviéndose de atrás para adelante cuando un hilo de baba me cayó sobre la mano y vi por la ventana la constelación inmensa que se apagaría a la semana siguiente, cuando llegadas a Buenos Aires ella me dijera que ya no, que lo nuestro había acabado. Se acabó, diría, como quien mira la fruta secarse después de haberle exprimido hasta la última gota. Se acabó, me informaría cual Nerón pirómana, a mí, que ya había visto ya al mundo prenderse fuego. Pero todavía era la noche del cerro y las estrellas, ojos voraces que solazaban detrás del vidrio como los pumas del monte, como las víboras. Pegame, dijo, pegame. Soy tu perra. Y cuando paró lo hizo con un gemido suave, suspirado. Era Emanuel Beart en un confesionario, la Coca Sarli preguntando qué quiere usted de mí. Entonces repiqueteó la lluvia en el techo de chapa de la casita y los rayos partieron en dos los matorrales. No hubo más grillos ni pájaros en lo que quedó de nuestro viaje. Ni volvió la calma alrededor. Nunca.

*Poeta y periodista. Escribió Canciones de amor (Ediciones Vox), La vuelta (Simulcop), Pollera pantalón (ediciones la mariposa y la iguana).

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