AnÃbal era un niño de 13 de años de familia acomodada. Sus sueños transitaban por transformarse en un gran constructor de edificios. Por ese entonces, a esa corta edad, pasaba sus tardes largas pateando una pelota de goma en el amplio jardÃn de su hogar. Como los hermanos de AnÃbal ya tenÃan su vida encaminada, por la diferencia generacional con ellos, él andaba perdido y demasiado solo por semejante casa. Si hasta sus ojos reflejaban cierta tristeza en su interior. En su familia todos lo querÃan, pero nadie podÃa comprenderlo. Muy introvertido, no era de decir muchas palabras, y el intercambio con sus padres era mÃnimo. Ellos estaban más ocupados en sus relaciones con las amistades de una muy particular clase social.
El joven pedÃa un poco de cariño para poder soltarse y comenzar a enfrentar las cosas de otra manera. Alguien con quien compartir aquellos sueños que, en definitiva, eran los que lo impulsaban a ir hacia adelante. AnÃbal tenÃa todo y nada al mismo tiempo.
Tal vez por todo eso se apegó tanto con esa pelota de goma. Si hasta se podÃan escuchar los diálogos que tenÃa con ella durante largos minutos. En una de esas charlas, AnÃbal le reconoció el bienestar de ella:
–Vos sà que no tenés problema. No sufrÃs, no llorás, nada te duele. Te pateo bien fuerte y siempre estás ahÃ. Siempre conmigo. Gracias por estar, no te alejes nunca.
De a poco, AnÃbal fue entendiendo cómo era eso de crecer. Observaba a sus hermanos, ya con planes de casamiento, y lentamente se iba dando cuenta de por dónde transcurrÃan los placeres de la vida.
Una de esas tardes, siempre junto a su pelota, AnÃbal comenzó a llorar. La angustia fue más fuerte y el agobio lo envolvió por completo. No pudo aguantar. Aquella falta de ternura que reclamaba era el factor determinante de su dolor. Ella, la estoica pelotita, fue el único testigo de esa escena. El desconsuelo por la soledad que sentÃa era tan grande como su casa. Y la reacción de la bronca provocó que le pegara un puntapié tan fuerte que alcanzó para que su gran compañera cayera depositada en la calle sin un destino claro.
Pasaron algunos minutos y AnÃbal salió en su búsqueda. Caminó varias cuadras, y nada. Le preguntaba a los vecinos, y nada. Ni la policÃa que custodiaba la zona podÃa darle explicaciones precisas. AnÃbal sentÃa que ya no habÃa posibilidad alguna para el reencuentro, que esa relación se rompÃa como un cristal que choca contra el suelo. El pensó en abandonar el rastreo, pero el amor por ella era demasiado y eligió no bajar los brazos. Al mismo tiempo, sabÃa interiormente que se habÃa equivocado en descargar su bronca con ella, porque entendÃa que no era la culpable de su sufrimiento.
Pero su perseverancia era constante. La noche se acercaba y el tiempo jugaba en su contra. En algunos pasajes creyó que ella podÃa apegarse con otro, y asà el Ãmpetu por recuperarla fue mayor. Cuando el sol se despedÃa, el rostro de AnÃbal se transformó. En una esquina lejana estaba parada ella, pero sobre las manos de otra. Esa otra era una belleza de la edad de AnÃbal. Delgada, estilizada, pelo largo, ojos oscuros. Futura modelo, pensaban muchos. Ya frente a frente, a AnÃbal le costaba sacar sus palabras para expresarse.
–Hola. Yo soy AnÃbal. Soy el dueño de esa pelota. Estaba jugando en mi casa y no medà mis fuerzas cuando la pateé. Hace un rato largo que la estoy buscando, me recorrà todo el barrio por ella.
–Hola. Me llamo Nicole. Me dicen Niky. Está bien, no hay problema, te la devuelvo. La verdad, a mà no me gusta jugar a la pelota.
Con una sonrisa, AnÃbal le respondió efusivo:
–A mà tampoco, pero ella es especial. Creà que no la verÃa nunca más. Te lo agradezco mucho, me devolviste la alegrÃa. Luego de un instante en silencio, y ante la mirada de asombro de Niky por no entender el porqué de semejante aprecio por esa pelota de goma, AnÃbal se adelantó:
–Esperá, esperá. Mejor no me la devuelvas. Quiero que la conserves un tiempo, y dentro de una semana nos volvemos a encontrar en esta misma esquina los tres, a esta misma hora. Y asà cada semana que pase. De esa forma podré mantener esta alegrÃa.
Niky no se opuso, pero intentó revelar tanto misterio:
–Muy bien, aquà estaré. Pero antes de que te vayas quiero saber algo. ¿Por qué querés tanto a esta pelota?
–Porque me enseñó a querer a la gente. A partir de hoy.
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