Lunes, 31 de julio de 2006 | Hoy
CONTRATAPA
Por Adrián De Benedictis
Aníbal era un niño de 13 de años de familia acomodada. Sus sueños transitaban por transformarse en un gran constructor de edificios. Por ese entonces, a esa corta edad, pasaba sus tardes largas pateando una pelota de goma en el amplio jardín de su hogar. Como los hermanos de Aníbal ya tenían su vida encaminada, por la diferencia generacional con ellos, él andaba perdido y demasiado solo por semejante casa. Si hasta sus ojos reflejaban cierta tristeza en su interior. En su familia todos lo querían, pero nadie podía comprenderlo. Muy introvertido, no era de decir muchas palabras, y el intercambio con sus padres era mínimo. Ellos estaban más ocupados en sus relaciones con las amistades de una muy particular clase social.
El joven pedía un poco de cariño para poder soltarse y comenzar a enfrentar las cosas de otra manera. Alguien con quien compartir aquellos sueños que, en definitiva, eran los que lo impulsaban a ir hacia adelante. Aníbal tenía todo y nada al mismo tiempo.
Tal vez por todo eso se apegó tanto con esa pelota de goma. Si hasta se podían escuchar los diálogos que tenía con ella durante largos minutos. En una de esas charlas, Aníbal le reconoció el bienestar de ella:
–Vos sí que no tenés problema. No sufrís, no llorás, nada te duele. Te pateo bien fuerte y siempre estás ahí. Siempre conmigo. Gracias por estar, no te alejes nunca.
De a poco, Aníbal fue entendiendo cómo era eso de crecer. Observaba a sus hermanos, ya con planes de casamiento, y lentamente se iba dando cuenta de por dónde transcurrían los placeres de la vida.
Una de esas tardes, siempre junto a su pelota, Aníbal comenzó a llorar. La angustia fue más fuerte y el agobio lo envolvió por completo. No pudo aguantar. Aquella falta de ternura que reclamaba era el factor determinante de su dolor. Ella, la estoica pelotita, fue el único testigo de esa escena. El desconsuelo por la soledad que sentía era tan grande como su casa. Y la reacción de la bronca provocó que le pegara un puntapié tan fuerte que alcanzó para que su gran compañera cayera depositada en la calle sin un destino claro.
Pasaron algunos minutos y Aníbal salió en su búsqueda. Caminó varias cuadras, y nada. Le preguntaba a los vecinos, y nada. Ni la policía que custodiaba la zona podía darle explicaciones precisas. Aníbal sentía que ya no había posibilidad alguna para el reencuentro, que esa relación se rompía como un cristal que choca contra el suelo. El pensó en abandonar el rastreo, pero el amor por ella era demasiado y eligió no bajar los brazos. Al mismo tiempo, sabía interiormente que se había equivocado en descargar su bronca con ella, porque entendía que no era la culpable de su sufrimiento.
Pero su perseverancia era constante. La noche se acercaba y el tiempo jugaba en su contra. En algunos pasajes creyó que ella podía apegarse con otro, y así el ímpetu por recuperarla fue mayor. Cuando el sol se despedía, el rostro de Aníbal se transformó. En una esquina lejana estaba parada ella, pero sobre las manos de otra. Esa otra era una belleza de la edad de Aníbal. Delgada, estilizada, pelo largo, ojos oscuros. Futura modelo, pensaban muchos. Ya frente a frente, a Aníbal le costaba sacar sus palabras para expresarse.
–Hola. Yo soy Aníbal. Soy el dueño de esa pelota. Estaba jugando en mi casa y no medí mis fuerzas cuando la pateé. Hace un rato largo que la estoy buscando, me recorrí todo el barrio por ella.
–Hola. Me llamo Nicole. Me dicen Niky. Está bien, no hay problema, te la devuelvo. La verdad, a mí no me gusta jugar a la pelota.
Con una sonrisa, Aníbal le respondió efusivo:
–A mí tampoco, pero ella es especial. Creí que no la vería nunca más. Te lo agradezco mucho, me devolviste la alegría. Luego de un instante en silencio, y ante la mirada de asombro de Niky por no entender el porqué de semejante aprecio por esa pelota de goma, Aníbal se adelantó:
–Esperá, esperá. Mejor no me la devuelvas. Quiero que la conserves un tiempo, y dentro de una semana nos volvemos a encontrar en esta misma esquina los tres, a esta misma hora. Y así cada semana que pase. De esa forma podré mantener esta alegría.
Niky no se opuso, pero intentó revelar tanto misterio:
–Muy bien, aquí estaré. Pero antes de que te vayas quiero saber algo. ¿Por qué querés tanto a esta pelota?
–Porque me enseñó a querer a la gente. A partir de hoy.
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