Resultó imposible pensar este clásico como una unidad sellada, aislada de la Copa Libertadores donde Boca y River definen su futuro en esta semana. Boca le ganó a Cruzeiro y a River; River perdió con San Lorenzo y con Boca. Pero, en cuatro dÃas más, el fútbol es capaz de transformarlo todo. No llamarÃa la atención. Suele pasar. Las alegrÃas y tristezas se volvieron efÃmeras. Se pueden disfrutar las primeras, pero por unas horas. Uno, dos dÃas y hasta por ahà nomás. Los calendarios urgen, convocan a nuevos desafÃos porque el espectáculo no para y los dos grandes no tienen cómo permitirse un respiro. No importa cuánto se desgasten, cuántas energÃas dejen por el camino y cuántos lesionados tengan que atender los médicos.
Boca fue utilitario, defendió el módico 1-0 abriendo la cancha y no sacó más diferencia porque Palacio está obnubilado con el gol. Como si en el arco de enfrente, en lugar de Carrizo, hubiera estado aquel muñeco del parque de diversiones y tres tiros por un peso. River, un hÃbrido que todavÃa no encontró su identidad, al que Simeone no puede poner en caja siquiera desgañitándose los 90 minutos que dura un partido, sufre más de lo que juega. Sufre porque no se siente seguro, sufre porque no encontró todavÃa el libreto que lo salve. Es, en suma, un equipo en franco declive.
Pero el fútbol da revancha. Y la da rápido. Esa quizá sea la luz que asome al final del túnel para este River que arrastra defectos de fábrica. Boca, con su victoria, hizo más atractivo el Clausura. Un campeonato que, como el clásico, no está separado de la Copa. A partir del jueves quizás estemos hablando de otra cosa. La gloria se diluye en un instante y cada vez se vuelve más rápido del escarnio. El fútbol no para. Es la droga que necesita la televisión. Para enfermarnos o curarnos.
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