Lunes, 5 de mayo de 2008 | Hoy
OPINIóN
Por Gustavo Veiga
Resultó imposible pensar este clásico como una unidad sellada, aislada de la Copa Libertadores donde Boca y River definen su futuro en esta semana. Boca le ganó a Cruzeiro y a River; River perdió con San Lorenzo y con Boca. Pero, en cuatro días más, el fútbol es capaz de transformarlo todo. No llamaría la atención. Suele pasar. Las alegrías y tristezas se volvieron efímeras. Se pueden disfrutar las primeras, pero por unas horas. Uno, dos días y hasta por ahí nomás. Los calendarios urgen, convocan a nuevos desafíos porque el espectáculo no para y los dos grandes no tienen cómo permitirse un respiro. No importa cuánto se desgasten, cuántas energías dejen por el camino y cuántos lesionados tengan que atender los médicos.
Boca fue utilitario, defendió el módico 1-0 abriendo la cancha y no sacó más diferencia porque Palacio está obnubilado con el gol. Como si en el arco de enfrente, en lugar de Carrizo, hubiera estado aquel muñeco del parque de diversiones y tres tiros por un peso. River, un híbrido que todavía no encontró su identidad, al que Simeone no puede poner en caja siquiera desgañitándose los 90 minutos que dura un partido, sufre más de lo que juega. Sufre porque no se siente seguro, sufre porque no encontró todavía el libreto que lo salve. Es, en suma, un equipo en franco declive.
Pero el fútbol da revancha. Y la da rápido. Esa quizá sea la luz que asome al final del túnel para este River que arrastra defectos de fábrica. Boca, con su victoria, hizo más atractivo el Clausura. Un campeonato que, como el clásico, no está separado de la Copa. A partir del jueves quizás estemos hablando de otra cosa. La gloria se diluye en un instante y cada vez se vuelve más rápido del escarnio. El fútbol no para. Es la droga que necesita la televisión. Para enfermarnos o curarnos.
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