Muñecos chicos
Pedro Lipcovich
El cuenco de plata
110 páginas
A partir del famoso relato en miniatura de Augusto Monterroso (“Cuando despertĂł, el dinosaurio todavĂa estaba allĂ”), Italo Calvino soñó con un libro que incluyera cuentos de una sola frase, y con una epopeya que cupiera en la extensiĂłn de un epigrama, como el dibujo de un peñasco en un grano de arroz. Y es en ese universo de las formas breves (considerado muchas veces un ámbito menor de creaciĂłn literaria) donde Pedro Lipcovich se adentra con las ficciones reunidas en Muñecos chicos, su segundo libro de relatos despuĂ©s del que publicĂł en 1989, titulado El nombre verdadero.
Si bien varios de los relatos (por su lograda concisiĂłn) deberĂan casi transcribirse in toto a la hora de referir sus argumentos, bien vale incurrir aquĂ en el riesgo de la ineficaz tautologĂa. AsĂ, la historia de ese hombre que decide sacar toda su plata del banco para regalársela a una pordiosera, con fines bastante más abstrusos que los de una caridad exagerada; o la de esa orquesta que los mejores oboĂstas del mundo organizan a modo de protesta, cansados de que los mĂşsicos, los directores y el pĂşblico menosprecien el valor del instrumento que ejecutan; o la historia de ese padre que siempre incita a su familia a confesar un pecado antes de la cena, y admite que ese dĂa malgastĂł su dinero pagándole a un chico para que lamiera en un bar las migas que habĂan quedado en su mesa, son ejemplos de cĂłmo los relatos de Lipcovich solapan un germen de inquietante delirio. “Formas escogidas de la perplejidad, que no contestan sino con preguntas”, dirá de ellos Juan Sasturain en la contratapa del libro, recordando quizá el “enriquecedor desconcierto” que Borges experimentaba frente a los cuentos de Kafka y de Silvina Ocampo.
Tal vez los diecisĂ©is años que pasaron entre Muñecos chicos y el primer libro de cuentos que publicĂł el autor dicen algo del cultivo acompasado que acerca su escritura al bonsai como arte. Un proceso de maduraciĂłn que parece trasladarse a la lectura, cuando cierto espesor oculto en la simplicidad aparente de los cuentos fuerza a leerlos repetidamente. “Muy bueno su cuento, lo estoy leyendo a toda velocidad y creo que lo terminarĂ© luego”, le dijo una vez, a propĂłsito de “El dinosaurio”, un ocurrente lector a Monterroso. Y en esa ironĂa se revela cĂłmo en la precisiĂłn miniaturista, en los meandros de ese gĂ©nero siempre escurridizo para el que Cortázar creĂł el neologismo de “textĂculos”, el sentido se empecina en su diferimiento. Por eso varios de los cuentos de Muñecos chicos no son aptos para el tipo de lector que Flannery O’Connor ilustraba con su tĂa: un lector para quien nada sucede en un relato, a menos que al final alguien se case o cometa un crimen. Cuando no hay argumento en el sentido tradicional de la palabra, la escritura de Lipcovich se acerca al ensayo o al poema en prosa, y allĂ es donde –con rigor kafkiano– los textos se construyen a partir de lo que callan. Donde pueden remitirse a varios referentes y a la vez negarse a casi todos ellos.
“La brevedad del cuento tiene la virtud de ceñirse a los impulsos cortos de la vida”, escribió alguna vez Enrique Anderson Imbert. Más de quince años tardó Pedro Lipcovich en volver a publicar un libro de relatos, y en descubrir en ellos la indiscreción de una mirilla que a muchos escritores se les niega. Habrá que asomarse, pues, junto con él, a esa caja en la que “los muñecos juegan a los muñecos” por las noches, que aparece en uno de sus cuentos. A ese Lilliput de ficciones adorables en que el autor ha dejado entreabierta la puerta.
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