Domingo, 13 de noviembre de 2005 | Hoy
PEDRO LIPCOVICH: "MUñECOS CHICOS"
Destilados, precisos y diferentes son los minirrelatos de un escritor oculto.
Por Patricio Lennard
Muñecos chicos
Pedro Lipcovich
El cuenco de plata
110 páginas
A partir del famoso relato en miniatura de Augusto Monterroso (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”), Italo Calvino soñó con un libro que incluyera cuentos de una sola frase, y con una epopeya que cupiera en la extensión de un epigrama, como el dibujo de un peñasco en un grano de arroz. Y es en ese universo de las formas breves (considerado muchas veces un ámbito menor de creación literaria) donde Pedro Lipcovich se adentra con las ficciones reunidas en Muñecos chicos, su segundo libro de relatos después del que publicó en 1989, titulado El nombre verdadero.
Si bien varios de los relatos (por su lograda concisión) deberían casi transcribirse in toto a la hora de referir sus argumentos, bien vale incurrir aquí en el riesgo de la ineficaz tautología. Así, la historia de ese hombre que decide sacar toda su plata del banco para regalársela a una pordiosera, con fines bastante más abstrusos que los de una caridad exagerada; o la de esa orquesta que los mejores oboístas del mundo organizan a modo de protesta, cansados de que los músicos, los directores y el público menosprecien el valor del instrumento que ejecutan; o la historia de ese padre que siempre incita a su familia a confesar un pecado antes de la cena, y admite que ese día malgastó su dinero pagándole a un chico para que lamiera en un bar las migas que habían quedado en su mesa, son ejemplos de cómo los relatos de Lipcovich solapan un germen de inquietante delirio. “Formas escogidas de la perplejidad, que no contestan sino con preguntas”, dirá de ellos Juan Sasturain en la contratapa del libro, recordando quizá el “enriquecedor desconcierto” que Borges experimentaba frente a los cuentos de Kafka y de Silvina Ocampo.
Tal vez los dieciséis años que pasaron entre Muñecos chicos y el primer libro de cuentos que publicó el autor dicen algo del cultivo acompasado que acerca su escritura al bonsai como arte. Un proceso de maduración que parece trasladarse a la lectura, cuando cierto espesor oculto en la simplicidad aparente de los cuentos fuerza a leerlos repetidamente. “Muy bueno su cuento, lo estoy leyendo a toda velocidad y creo que lo terminaré luego”, le dijo una vez, a propósito de “El dinosaurio”, un ocurrente lector a Monterroso. Y en esa ironía se revela cómo en la precisión miniaturista, en los meandros de ese género siempre escurridizo para el que Cortázar creó el neologismo de “textículos”, el sentido se empecina en su diferimiento. Por eso varios de los cuentos de Muñecos chicos no son aptos para el tipo de lector que Flannery O’Connor ilustraba con su tía: un lector para quien nada sucede en un relato, a menos que al final alguien se case o cometa un crimen. Cuando no hay argumento en el sentido tradicional de la palabra, la escritura de Lipcovich se acerca al ensayo o al poema en prosa, y allí es donde –con rigor kafkiano– los textos se construyen a partir de lo que callan. Donde pueden remitirse a varios referentes y a la vez negarse a casi todos ellos.
“La brevedad del cuento tiene la virtud de ceñirse a los impulsos cortos de la vida”, escribió alguna vez Enrique Anderson Imbert. Más de quince años tardó Pedro Lipcovich en volver a publicar un libro de relatos, y en descubrir en ellos la indiscreción de una mirilla que a muchos escritores se les niega. Habrá que asomarse, pues, junto con él, a esa caja en la que “los muñecos juegan a los muñecos” por las noches, que aparece en uno de sus cuentos. A ese Lilliput de ficciones adorables en que el autor ha dejado entreabierta la puerta.
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