El roce terrible de las cadenas nos martirizaba a cada paso que dábamos, si el frÃo era insoportable, las cadenas constituÃan una tortura indescriptible. Cada movimiento de los pies causaban una fricción dolorosa de ese hierro sobre una piel lastimada y la nieve remataba el sufrimiento quemando esa herida en la lenta marcha por ese camino blanco en un horizonte blanco donde una larga caravana de seres sin nombre desfilaba sin descanso.
Era una hilera, compacta, no porque nos lo propusiésemos, tampoco por disciplina, la fila marchaba con una formación perfecta porque nuestras pantorrillas estaban ligadas por cadenas en esa larga columna de condenados, condenados al frÃo, a la pérdida de libertad, a la arbitrariedad de los guardias y al horror de un destino tanto o más cruel que esa marcha.
Nos trataban como animales, tan es asÃ, que los guardias que iban montados y que no tenÃan que sufrir el cansancio de esas largas caminatas, nos detenÃan sólo para hacer descansar sus cabalgaduras... ¿puede pensarse otra forma más clara de identificarnos con los animales?
La única manera de soportar el dolor fÃsico era soportarlo. Pero la mayor desgracia eran los dolores del alma. Cuando pensaba en Olga, sola en Moscú; cuando recordaba su blanco cuerpo, su pelo rubio y sus labios rojos de suave sonrisa y sus ojos alegres, mi corazón se partÃa en mil pedazos y lloraba silenciosa y desconsoladamente. Te extraño Olga, si mis padecimientos del frÃo, si mis pies helados y mis tobillos que me abrasan, fueran nada más que un camino que me arrojara en tus brazos, lo tolerarÃa con el alma en paz. Pero sé que esta larga caravana que me lleva al destierro me aleja para siempre; si, para siempre de la ternura de tus besos, de la calidez de tu cuerpo desnudo, de ese olor a jardines que emana de tu cabello.
Era la tarde del tercer dÃa cuando Iván, mi camarada y amigo, cayó exhausto justo delante de mÃ; quise socorrerlo pero los guardias se adelantaron y desde lo alto de sus caballos le propinaban latigazos para que se levante y continúe la marcha. Iván, no tenÃa ya fuerzas ni para gritar el dolor de su cuerpo ni de su alma y cuando los guardias comprobaron que no podÃa continuar la caminata lo libraron de las cadenas y lo dejaron a un lado del camino. Allà quedó Iván, despojo empobrecido y diminuto de un camarada de gran valÃa. Su cuerpo cadavérico, castigado por el sufrimiento, el frÃo y el hambre, eran un bocado magro para los lobos que darÃan cuenta de él.
Cada uno de nosotros sabÃa que éramos sobrevivientes de esa marcha de horror que si bien los primeros dÃas era numerosa, iba mermando con el transcurso del tiempo; ya nos habÃamos insensibilizado a la pérdida de nuestros compañeros, sabiendo que antes de la llegada al lugar de destierro muchos de nosotros correrÃamos la misma suerte. Los que seguÃamos con vida lo hacÃamos por una especie de obstinación, de capricho, como una suerte de desafÃo de lo inevitable, pues al fin y al cabo, nuestro destino nos reservaba condiciones tanto o más difÃciles que ésta.
Era mucho más sencillo, fácil y práctico dejarte vencer en cualquier instante, no luchar de una manera tan desigual con la muerte; te dejas caer, los guardias tratan de reanimarte a latigazos y si no te levantas te quitan las cadenas y eres hombre muerto pero libre, o libre pero muerto. Esa idea es posible que la compartiéramos todos, pero sólo puedo hablar por mÃ, de mis sentimientos.
El décimo dÃa de marcha fue el más difÃcil de soportar. En esas largas jornadas habÃa aprendido un truco sencillo que me permitÃa mantener el corazón helado como la nieve sobre la que mis pies dejaban su huella. ConsistÃa en mirar el suelo blanco, el horizonte blanco y la blanca nieve que caÃa y retratarlos en mi mente, de modo tal que no tenÃa pensamientos que me hiciesen sufrir ni desesperar, mi cabeza estaba en blanco nieve y mi corazón sólo latÃa para alimentar con su bombeo un cuerpo cansado de vivir. Trataba de ser parte de ese paisaje que no tenÃa alma.
Pero el décimo dÃa estallé en sollozos pensando que los brazos de Olga abrazaban a otro, que su boca lo besaba y que le entregaba su cuerpo suave y cálido. Mientras sollozaba me llegaba de lejos, rescatada de mi memoria, una canción que decÃa
Rumbo a Siberia mañana
Parte la caravana
Quien sabe si el sol
Querrá iluminar nuestra marcha de horror
Mientras en Moscú
Mi Olga quizás
A otro amor se entregó.
Saber que Olga podÃa estar con otro hombre y que nunca más serÃa mÃa, era insoportable; ese pensamiento habÃa derrotado mi truco, derretido la nieve de mi cabeza y quebrado el hielo de mi alma. Afortunadamente la noche estaba cayendo y siempre que nos detenemos a dormir, el cuerpo exhausto y moribundo reclama y exige un descanso que ignora el dolor del alma. Como en todos los atardeceres, desde el tercer dÃa, sentÃamos a lo lejos el aullido de los lobos que machaban detrás nuestro esperando el alimento humano que nuestro grupo le ofrecÃa generosamente a medida que nuestra caravana avanzaba. Cuando nos ordenaron tendernos en la nieve para dormir sobre unas bolsas que hacÃan de colchón, sentÃa que los lobos no sólo estaban más cerca de lo acostumbrado, sino que percibÃa que eran más numerosos, como si estuviesen dispuestos a no esperar el alimento que dejábamos en el camino, sino a tomar todo lo que les apetecÃa. Para mÃ, estaban dispuestos a atacarnos. Otra vez la canción surgÃa en mi mente que no estaba ni dormida ni despierta, esos momentos previos al sueño o al despertar.
No cantes hermano, no cantes
que Moscú está cubierto de nieve
y los lobos aúllan de hambre
Fue en ese momento que sentà el olor pestilente de los lobos, un olor tan fuerte y penetrante que me hizo caer en la cuenta que una gran manada estaba a pocos pasos mÃos y dispuesta al ataque. Evidentemente no estaba equivocado, pues un lobo estaba saltando sobre mà y escuchaba desde la lejanÃa "los lobos aúllan de hambre". En el colmo del terror, desperté escuchando la voz lastimera y llorona de Magaldi cantando "Olga". Tardé un tiempo en serenarme y abandonar la marcha de Moscú a Siberia para situarme en mi cama del bulÃn de la calle Italia, en mi amplia habitación inundada en ese momento por un insoportable olor a mierda.
No era solamente Magaldi el que hacÃa oÃr sus lamentos, escuchaba la queja de Teresita, mi casera, de la cual me separaba una puerta de dos hojas de cuya parte inferior se colaba la luz de su habitación. Preocupado por lo que le pudiera pasar me acerqué a la puerta y presté atención. A medida que lanzaba exclamaciones casi contenidas se escuchaba el sonido del producto inútil y superfluo de su cuerpo chocar contra el fondo de una bacinilla. Este sonido y el apestoso olor que junto con la luz se colaba en mi cuarto me hizo comprender de inmediato la noble actividad en que estaba empeñada mi casera. Desde entonces, escuchar cantar a Magaldi "Olga" me causa escalofrÃos y no puedo dejar de sentir un intenso olor a mierda,
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