Viernes, 30 de noviembre de 2007 | Hoy
Por Domingo Caratozzolo
El roce terrible de las cadenas nos martirizaba a cada paso que dábamos, si el frío era insoportable, las cadenas constituían una tortura indescriptible. Cada movimiento de los pies causaban una fricción dolorosa de ese hierro sobre una piel lastimada y la nieve remataba el sufrimiento quemando esa herida en la lenta marcha por ese camino blanco en un horizonte blanco donde una larga caravana de seres sin nombre desfilaba sin descanso.
Era una hilera, compacta, no porque nos lo propusiésemos, tampoco por disciplina, la fila marchaba con una formación perfecta porque nuestras pantorrillas estaban ligadas por cadenas en esa larga columna de condenados, condenados al frío, a la pérdida de libertad, a la arbitrariedad de los guardias y al horror de un destino tanto o más cruel que esa marcha.
Nos trataban como animales, tan es así, que los guardias que iban montados y que no tenían que sufrir el cansancio de esas largas caminatas, nos detenían sólo para hacer descansar sus cabalgaduras... ¿puede pensarse otra forma más clara de identificarnos con los animales?
La única manera de soportar el dolor físico era soportarlo. Pero la mayor desgracia eran los dolores del alma. Cuando pensaba en Olga, sola en Moscú; cuando recordaba su blanco cuerpo, su pelo rubio y sus labios rojos de suave sonrisa y sus ojos alegres, mi corazón se partía en mil pedazos y lloraba silenciosa y desconsoladamente. Te extraño Olga, si mis padecimientos del frío, si mis pies helados y mis tobillos que me abrasan, fueran nada más que un camino que me arrojara en tus brazos, lo toleraría con el alma en paz. Pero sé que esta larga caravana que me lleva al destierro me aleja para siempre; si, para siempre de la ternura de tus besos, de la calidez de tu cuerpo desnudo, de ese olor a jardines que emana de tu cabello.
Era la tarde del tercer día cuando Iván, mi camarada y amigo, cayó exhausto justo delante de mí; quise socorrerlo pero los guardias se adelantaron y desde lo alto de sus caballos le propinaban latigazos para que se levante y continúe la marcha. Iván, no tenía ya fuerzas ni para gritar el dolor de su cuerpo ni de su alma y cuando los guardias comprobaron que no podía continuar la caminata lo libraron de las cadenas y lo dejaron a un lado del camino. Allí quedó Iván, despojo empobrecido y diminuto de un camarada de gran valía. Su cuerpo cadavérico, castigado por el sufrimiento, el frío y el hambre, eran un bocado magro para los lobos que darían cuenta de él.
Cada uno de nosotros sabía que éramos sobrevivientes de esa marcha de horror que si bien los primeros días era numerosa, iba mermando con el transcurso del tiempo; ya nos habíamos insensibilizado a la pérdida de nuestros compañeros, sabiendo que antes de la llegada al lugar de destierro muchos de nosotros correríamos la misma suerte. Los que seguíamos con vida lo hacíamos por una especie de obstinación, de capricho, como una suerte de desafío de lo inevitable, pues al fin y al cabo, nuestro destino nos reservaba condiciones tanto o más difíciles que ésta.
Era mucho más sencillo, fácil y práctico dejarte vencer en cualquier instante, no luchar de una manera tan desigual con la muerte; te dejas caer, los guardias tratan de reanimarte a latigazos y si no te levantas te quitan las cadenas y eres hombre muerto pero libre, o libre pero muerto. Esa idea es posible que la compartiéramos todos, pero sólo puedo hablar por mí, de mis sentimientos.
El décimo día de marcha fue el más difícil de soportar. En esas largas jornadas había aprendido un truco sencillo que me permitía mantener el corazón helado como la nieve sobre la que mis pies dejaban su huella. Consistía en mirar el suelo blanco, el horizonte blanco y la blanca nieve que caía y retratarlos en mi mente, de modo tal que no tenía pensamientos que me hiciesen sufrir ni desesperar, mi cabeza estaba en blanco nieve y mi corazón sólo latía para alimentar con su bombeo un cuerpo cansado de vivir. Trataba de ser parte de ese paisaje que no tenía alma.
Pero el décimo día estallé en sollozos pensando que los brazos de Olga abrazaban a otro, que su boca lo besaba y que le entregaba su cuerpo suave y cálido. Mientras sollozaba me llegaba de lejos, rescatada de mi memoria, una canción que decía
Rumbo a Siberia mañana
Parte la caravana
Quien sabe si el sol
Querrá iluminar nuestra marcha de horror
Mientras en Moscú
Mi Olga quizás
A otro amor se entregó.
Saber que Olga podía estar con otro hombre y que nunca más sería mía, era insoportable; ese pensamiento había derrotado mi truco, derretido la nieve de mi cabeza y quebrado el hielo de mi alma. Afortunadamente la noche estaba cayendo y siempre que nos detenemos a dormir, el cuerpo exhausto y moribundo reclama y exige un descanso que ignora el dolor del alma. Como en todos los atardeceres, desde el tercer día, sentíamos a lo lejos el aullido de los lobos que machaban detrás nuestro esperando el alimento humano que nuestro grupo le ofrecía generosamente a medida que nuestra caravana avanzaba. Cuando nos ordenaron tendernos en la nieve para dormir sobre unas bolsas que hacían de colchón, sentía que los lobos no sólo estaban más cerca de lo acostumbrado, sino que percibía que eran más numerosos, como si estuviesen dispuestos a no esperar el alimento que dejábamos en el camino, sino a tomar todo lo que les apetecía. Para mí, estaban dispuestos a atacarnos. Otra vez la canción surgía en mi mente que no estaba ni dormida ni despierta, esos momentos previos al sueño o al despertar.
No cantes hermano, no cantes
que Moscú está cubierto de nieve
y los lobos aúllan de hambre
Fue en ese momento que sentí el olor pestilente de los lobos, un olor tan fuerte y penetrante que me hizo caer en la cuenta que una gran manada estaba a pocos pasos míos y dispuesta al ataque. Evidentemente no estaba equivocado, pues un lobo estaba saltando sobre mí y escuchaba desde la lejanía "los lobos aúllan de hambre". En el colmo del terror, desperté escuchando la voz lastimera y llorona de Magaldi cantando "Olga". Tardé un tiempo en serenarme y abandonar la marcha de Moscú a Siberia para situarme en mi cama del bulín de la calle Italia, en mi amplia habitación inundada en ese momento por un insoportable olor a mierda.
No era solamente Magaldi el que hacía oír sus lamentos, escuchaba la queja de Teresita, mi casera, de la cual me separaba una puerta de dos hojas de cuya parte inferior se colaba la luz de su habitación. Preocupado por lo que le pudiera pasar me acerqué a la puerta y presté atención. A medida que lanzaba exclamaciones casi contenidas se escuchaba el sonido del producto inútil y superfluo de su cuerpo chocar contra el fondo de una bacinilla. Este sonido y el apestoso olor que junto con la luz se colaba en mi cuarto me hizo comprender de inmediato la noble actividad en que estaba empeñada mi casera. Desde entonces, escuchar cantar a Magaldi "Olga" me causa escalofríos y no puedo dejar de sentir un intenso olor a mierda,
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