Y un dÃa me cansé. Fue en una jugada donde me entró como un viento frÃo y me hizo disminuir el disparo: salió un tirito mordido sin ganas que se estrelló en el poste de cemento del paredón que me hizo seguir y chocar contra el portón. No me golpeé pero me quedé en el piso. A mi lado el brillo de pedacitos de vidrio, el sol arriba, mi respiración, la espalda incómoda por las piedritas. El cielo, celeste furioso. HabÃa caÃdo de abatimiento. Un hastÃo me secó las piernas. Vinieron a rodearme. -Nada, no tengo nada, expliqué y me quedé mirando las nubes, extrañado de verlas como por primera vez. Al sentarme detecté los pelitos de mis piernas. Eramos ya grandecitos, estábamos jugando en la calle, bolas pesadas en pantaloncitos cortos. HabrÃa otro mundo fuera de éste. ¿Qué me esperaba? ¿Qué habÃa ordenado el buen Dios por nosotros? Eso era lo que me estaba debilitando por dentro, el crecer en desorden de un mundo previsto donde estaban desapareciendo los anhelos de fútbol verdadero y ya veÃa cosas horribles encubiertas en la cáscara de adultez. Un miedo abismal me hundÃa en la tristeza de vernos difuminarnos sin saberlo bajo el sol rabioso del verano. El último verano antes de entrar a la secundaria, con sus misterios de chicas, cigarrillos y materias en serio. Y el adiós a las corridas de la calle, la llegada de los pantalones largos, el análisis tras el cortinado del universo de sanciones, reyertas y mandatos tan opuestos a este crisol vagabundo con olor a bestiario y a bosta, a sol en los charcos y perfume de camiseta sudada, paraÃsos, la siesta masturbatoria en la penumbras con olor a flit, la noche en la terrazas esperando por extraterrestres y estrellas fugaces o estallidos de galaxias. Todo se terminaba. VenÃa la sombra de un porvenir y a la vez una luz nueva que habÃa que afrontar como una operación de la vista que habÃa visto trascender sobre las cataratas de mi tÃa del campo: se tiende uno en la mesa de operaciones, luego se despierta y se aparece otro mundo como ella dijo -Veo, veo mejor todo, me habÃa olvidado como era. Yo no me querÃa enterar lo que vendrÃa, me parecÃa un deja vú que regresaba: ya lo presentÃa y no habÃa magia alguna, salvo la que perderÃamos. La secundaria, el orden, los pelitos en las piernas, el nunca más volver a este estado de salvajismo sentado en la sombra de los portones, observando el devenir del mundo de los grandes, ya nunca mas vÃrgenes, perros de la calle, gatos de la noche, hermanados por la misma cuadra. Todos irÃamos a colegios distintos según el criterio de nuestros padres. Todos habÃamos de crecer, sacrificarnos, estudiar, dispersarnos. No querÃa morir, no querÃa vivir.
-Son dibujos extraordinariamente agresivos, dictaminó la terapeuta a la que asistió mi madre llevándole a escondidas los bosquejos de mis batallas. -Es pegador, exclamó una vecina. Andaba yo, esquivo y mustio pero con una rabia capaz de derribar un troley. Un padre habló con el mÃo porque habÃa puesto un ojo negro a su retoño. Pero nadie me retó, nadie hablaba ni me entendÃa, era un indiferente en un mundo que avanzaba indiferente y no querÃa progresar sobre él, ni dar un paso. Todo lo leve del verano, las sandÃas en el refrigerador, la glicina manchando el piso, el protector olor a desinfectante de la siesta, todo habrÃa de desaparecer. Mi madre morirÃa o envejecerÃa; mi padre se resignarÃa, mis amigos crecerÃan como yo y se irÃan lejos a otras casas hacia otras vidas vulgares. Todo lo intuà en ese momento, cara al cielo, antes de darle de empeine a la pelota y clavarla como sabÃa. No la empujé, la dejé correr hasta irse fuera. Todo duró un siglo detenido, todo fue un torbellino de imágenes como dicen que se aparecen antes de morir, sólo que a mi se me habÃan apiñado antes de empujar la bola hasta el fondo. De repente todo el ruido volvió a mà y los gritos, la sorpresa me despertaron. PodÃa haber pateado y no lo hice. SalÃ, no me quedé en cancha, secándome los mocos, yendo al rincón, atravesando la cancha en medio de una jugada para volverme, aterido pese al verano, camino a mi casa y cortando por detrás de las vÃas para que nadie me siguiera. Junto a la piedra donde evaluábamos los desafÃos me senté. HabÃa salido una luna enorme. No querÃa vivir ni querÃa morir. En ese momento precedente a la noche estaba todo al ras, quieto y en paz. La paz de la muerte, pensé o algo parecido. VenÃan los trenes. Regresé y al doblar la cortada sentà la voz de mi madre llamándome, sin pena ni reclamos. Era la cena, la ultima cena de niño. Lo supe. Estaba creciendo y ya no volverÃa a ningún lugar antiguo, ni siquiera al gol. Esa magia que habÃa empezado a despreciar.
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