Martes, 30 de septiembre de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Y un día me cansé. Fue en una jugada donde me entró como un viento frío y me hizo disminuir el disparo: salió un tirito mordido sin ganas que se estrelló en el poste de cemento del paredón que me hizo seguir y chocar contra el portón. No me golpeé pero me quedé en el piso. A mi lado el brillo de pedacitos de vidrio, el sol arriba, mi respiración, la espalda incómoda por las piedritas. El cielo, celeste furioso. Había caído de abatimiento. Un hastío me secó las piernas. Vinieron a rodearme. -Nada, no tengo nada, expliqué y me quedé mirando las nubes, extrañado de verlas como por primera vez. Al sentarme detecté los pelitos de mis piernas. Eramos ya grandecitos, estábamos jugando en la calle, bolas pesadas en pantaloncitos cortos. Habría otro mundo fuera de éste. ¿Qué me esperaba? ¿Qué había ordenado el buen Dios por nosotros? Eso era lo que me estaba debilitando por dentro, el crecer en desorden de un mundo previsto donde estaban desapareciendo los anhelos de fútbol verdadero y ya veía cosas horribles encubiertas en la cáscara de adultez. Un miedo abismal me hundía en la tristeza de vernos difuminarnos sin saberlo bajo el sol rabioso del verano. El último verano antes de entrar a la secundaria, con sus misterios de chicas, cigarrillos y materias en serio. Y el adiós a las corridas de la calle, la llegada de los pantalones largos, el análisis tras el cortinado del universo de sanciones, reyertas y mandatos tan opuestos a este crisol vagabundo con olor a bestiario y a bosta, a sol en los charcos y perfume de camiseta sudada, paraísos, la siesta masturbatoria en la penumbras con olor a flit, la noche en la terrazas esperando por extraterrestres y estrellas fugaces o estallidos de galaxias. Todo se terminaba. Venía la sombra de un porvenir y a la vez una luz nueva que había que afrontar como una operación de la vista que había visto trascender sobre las cataratas de mi tía del campo: se tiende uno en la mesa de operaciones, luego se despierta y se aparece otro mundo como ella dijo -Veo, veo mejor todo, me había olvidado como era. Yo no me quería enterar lo que vendría, me parecía un deja vú que regresaba: ya lo presentía y no había magia alguna, salvo la que perderíamos. La secundaria, el orden, los pelitos en las piernas, el nunca más volver a este estado de salvajismo sentado en la sombra de los portones, observando el devenir del mundo de los grandes, ya nunca mas vírgenes, perros de la calle, gatos de la noche, hermanados por la misma cuadra. Todos iríamos a colegios distintos según el criterio de nuestros padres. Todos habíamos de crecer, sacrificarnos, estudiar, dispersarnos. No quería morir, no quería vivir.
-Son dibujos extraordinariamente agresivos, dictaminó la terapeuta a la que asistió mi madre llevándole a escondidas los bosquejos de mis batallas. -Es pegador, exclamó una vecina. Andaba yo, esquivo y mustio pero con una rabia capaz de derribar un troley. Un padre habló con el mío porque había puesto un ojo negro a su retoño. Pero nadie me retó, nadie hablaba ni me entendía, era un indiferente en un mundo que avanzaba indiferente y no quería progresar sobre él, ni dar un paso. Todo lo leve del verano, las sandías en el refrigerador, la glicina manchando el piso, el protector olor a desinfectante de la siesta, todo habría de desaparecer. Mi madre moriría o envejecería; mi padre se resignaría, mis amigos crecerían como yo y se irían lejos a otras casas hacia otras vidas vulgares. Todo lo intuí en ese momento, cara al cielo, antes de darle de empeine a la pelota y clavarla como sabía. No la empujé, la dejé correr hasta irse fuera. Todo duró un siglo detenido, todo fue un torbellino de imágenes como dicen que se aparecen antes de morir, sólo que a mi se me habían apiñado antes de empujar la bola hasta el fondo. De repente todo el ruido volvió a mí y los gritos, la sorpresa me despertaron. Podía haber pateado y no lo hice. Salí, no me quedé en cancha, secándome los mocos, yendo al rincón, atravesando la cancha en medio de una jugada para volverme, aterido pese al verano, camino a mi casa y cortando por detrás de las vías para que nadie me siguiera. Junto a la piedra donde evaluábamos los desafíos me senté. Había salido una luna enorme. No quería vivir ni quería morir. En ese momento precedente a la noche estaba todo al ras, quieto y en paz. La paz de la muerte, pensé o algo parecido. Venían los trenes. Regresé y al doblar la cortada sentí la voz de mi madre llamándome, sin pena ni reclamos. Era la cena, la ultima cena de niño. Lo supe. Estaba creciendo y ya no volvería a ningún lugar antiguo, ni siquiera al gol. Esa magia que había empezado a despreciar.
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