HabÃa vuelto a fumar. Y, la verdad, disfrutaba del cigarrillo que me fumaba como si fuera una conquista y no una defección. Yo en su dÃa corté con el tabaco por miedo. Angustia, corregÃa mi analista. Nada de miedo, el miedo tiene objeto: la muerte, tu madre, la separación. ¿Y la angustia? La muerte, tu madre, la separación. La diferencia está en que no eres capaz de nombrarlo. Como cuando te duele el costado y no sabes si es un gas, un tirón, un tumor o un infarto. Y te angustias. En esto pensaba mientras fumaba, sentado en la escalera de un portal, frente al café Barbieri. Al lado mÃo, estaba sentado un tipo al que no conocÃa y que me hablaba del diseño inglés. El barrio esta lleno de gente asÃ. El tipo deliraba, pero no me impedÃa ni fumar ni pensar. Entonces, apareció la chica. Dije apareció porque fue una aparición: pálida, delgada como las seis en punto, vestida con una capa y unas botitas de media caña, plásticas, de color amarillo. SÃ, amarillo patito. Nos miró, al desconocido y a mÃ, con ojos lÃquidos pero no nos vio. Te das cuenta cuando eso pasa; es como lo que contaba antes, que no nombras a las cosas. El tipo tampoco vio a la chica ni me vio ponerme de pie e irme tras ella, porque siguió hablando como si aún permaneciera a su lado cuando yo ya habÃa cruzado la calle. La chica entró en el Barbieri. Y yo también.
El Barbieri es un viejo café, grande y oscuro; conserva aún las mesas de mármol de la posguerra y largas cortinas de terciopelo bordeau en un estado deplorable. Al fondo y a la izquierda, debajo de un gran reloj, una abertura comunica con una pequeña sala donde una vieja estanquera vende cigarrillos y una escalera te lleva a los servicios. La chica entró allÃ. Sin embargo, cuando entré yo, no estaba ni la estanquera ni la escalera: la sala más bien parecÃa la recepción de una mansión, una zona de distribución de la que partÃan varios pasillos, anchos y en penumbra. Desde uno de los corredores la chica me hizo una seña para que la siguiera. En la oscuridad, su capa y sus botitas amarillas despedÃan un resplandor que para mà era sonoro, como un susurro de Bebel Gilberto. Mientras caminaba me preguntaba por qué algo que presentÃa tenebroso y me provocaba cierto pánico, me resultaba, al mismo tiempo, gozoso. Ella entró en una sala y yo, siempre tras sus pasos, ni bien puse un pie en la entrada sentà que el presentimiento no habÃa sido vano: la habitación era pequeña pero a medida que yo avanzaba las paredes escapaban de mi e iban configurando un espacio endemoniadamente mayor. Para detener el mareo, me detuve en seco. La chica me miró y esta vez sà sentà que me veÃa. Me sonrió por primera vez, con un gesto tierno que contrastó con mi sensación de estar en el limbo. Consiguió serenarme pero no duró nada: al querer acercarme me di cuenta que no podÃa hacerlo; aunque la chica parecÃa inmóvil, a medida que mis pies se desplazaban ella y todo lo que la rodeaba se alejaban. Entonces habló. Te estoy soñando, me dijo, formas parte de mi sueño; en algún lugar que tú no conoces yo duermo y sueño ahora contigo. Si me despiertas, vas a desaparecer. Claro, yo te podré recordar pero tú no. Después se dio vuelta y se encaminó a otra sala. Busqué los cigarrillos y me di cuenta que no tenÃa más. Pensé en salir a comprar porque sin tabaco todo serÃa aún peor, pero ¿y si me perdÃa?, ¿y si ella se despertaba? Brotaba extrañamente en mà el deseo de cuidarla y he escrito extrañamente ya que no sé porqué tenÃa que protegerla: si habÃa alguien en peligro ese era yo.
Entré al salón contiguo pero estaba vacÃo. Me metà en otro, enorme y frÃo: todas sus paredes estaban totalmente cubiertas con espejos que se prolongaban hasta el techo. Me veÃa reproducido hasta el infinito, arriba, a los costados. Casi grito cuando ella apareció, pero me contuve para no despertarla. Estaba frente a mà con un disfraz de esqueleto, negro y con los huesos pintados de blanco y una sudadera abierta cuya capucha le cubrÃa la cabeza. La piel de su rostro, blanca como la tiza, contrastaba con sus ojos negros. Su cuerpo se reproducida mil veces por todas las paredes, todos los espejos. Daba miedo. Ya lo creo. Pero, ¿cómo explicarlo? ¿Eros y Thanatos? No, esas son pavadas de listillo. Daba miedo, pero un miedo diferente. Yo me entiendo. Ella dio media vuelta y salió atravesando uno de los espejos como si fuera hecha de aire y yo intenté ir detrás, pero el golpe que me di al rebotar contra el cristal del espejo retumbó por todo el salón. Estaba seguro de que la habÃa despertado, pero mientras me agarraba la cabeza ella se daba vuelta y se partÃa de risa mientras soltaba un ¡Buuuuuuuuuuuuuuuuuuu! antes de desaparecer.
Cuando me quedé solo, salà por una de las puertas, la que pensaba que coincidÃa con la que ella habÃa elegido al otro lado, dentro del espejo, pero sabÃa que no la encontrarÃa. Estábamos en mundos distintos, en realidades diferentes. La única esperanza era que ella no se despertara. Deambulé por la mansión o el Barbieri, vete a saber, pensando que si al menos daba con la estanquera podrÃa fumar. Pero entonces una luz clara, intensa, me llamó la atención. Al acercarme vi que era una ventana, pequeña, por la que se colaba el sol. Me asomé y allà estaba el balneario de mi niñez con su isla verde del otro lado rÃo. Un golpe de alegrÃa me sacudió el corazón pero al mismo tiempo me dieron ganas de llorar: me sentÃa sólo y desdichado. Porque, ¿cómo podÃa ella estar soñando conmigo, teniendo este sueño, si no conocÃa mi infancia? Era yo quien la soñaba. Y si me despertaba, definitivamente, jamás la volverÃa a ver.
El infierno no era esto, sino todo lo contrario. Estaba del otro lado, en algún lugar, donde yo dormÃa.
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