Jueves, 29 de diciembre de 2005 | Hoy
Por Carlos García Moreno (*)
Había vuelto a fumar. Y, la verdad, disfrutaba del cigarrillo que me fumaba como si fuera una conquista y no una defección. Yo en su día corté con el tabaco por miedo. Angustia, corregía mi analista. Nada de miedo, el miedo tiene objeto: la muerte, tu madre, la separación. ¿Y la angustia? La muerte, tu madre, la separación. La diferencia está en que no eres capaz de nombrarlo. Como cuando te duele el costado y no sabes si es un gas, un tirón, un tumor o un infarto. Y te angustias. En esto pensaba mientras fumaba, sentado en la escalera de un portal, frente al café Barbieri. Al lado mío, estaba sentado un tipo al que no conocía y que me hablaba del diseño inglés. El barrio esta lleno de gente así. El tipo deliraba, pero no me impedía ni fumar ni pensar. Entonces, apareció la chica. Dije apareció porque fue una aparición: pálida, delgada como las seis en punto, vestida con una capa y unas botitas de media caña, plásticas, de color amarillo. Sí, amarillo patito. Nos miró, al desconocido y a mí, con ojos líquidos pero no nos vio. Te das cuenta cuando eso pasa; es como lo que contaba antes, que no nombras a las cosas. El tipo tampoco vio a la chica ni me vio ponerme de pie e irme tras ella, porque siguió hablando como si aún permaneciera a su lado cuando yo ya había cruzado la calle. La chica entró en el Barbieri. Y yo también.
El Barbieri es un viejo café, grande y oscuro; conserva aún las mesas de mármol de la posguerra y largas cortinas de terciopelo bordeau en un estado deplorable. Al fondo y a la izquierda, debajo de un gran reloj, una abertura comunica con una pequeña sala donde una vieja estanquera vende cigarrillos y una escalera te lleva a los servicios. La chica entró allí. Sin embargo, cuando entré yo, no estaba ni la estanquera ni la escalera: la sala más bien parecía la recepción de una mansión, una zona de distribución de la que partían varios pasillos, anchos y en penumbra. Desde uno de los corredores la chica me hizo una seña para que la siguiera. En la oscuridad, su capa y sus botitas amarillas despedían un resplandor que para mí era sonoro, como un susurro de Bebel Gilberto. Mientras caminaba me preguntaba por qué algo que presentía tenebroso y me provocaba cierto pánico, me resultaba, al mismo tiempo, gozoso. Ella entró en una sala y yo, siempre tras sus pasos, ni bien puse un pie en la entrada sentí que el presentimiento no había sido vano: la habitación era pequeña pero a medida que yo avanzaba las paredes escapaban de mi e iban configurando un espacio endemoniadamente mayor. Para detener el mareo, me detuve en seco. La chica me miró y esta vez sí sentí que me veía. Me sonrió por primera vez, con un gesto tierno que contrastó con mi sensación de estar en el limbo. Consiguió serenarme pero no duró nada: al querer acercarme me di cuenta que no podía hacerlo; aunque la chica parecía inmóvil, a medida que mis pies se desplazaban ella y todo lo que la rodeaba se alejaban. Entonces habló. Te estoy soñando, me dijo, formas parte de mi sueño; en algún lugar que tú no conoces yo duermo y sueño ahora contigo. Si me despiertas, vas a desaparecer. Claro, yo te podré recordar pero tú no. Después se dio vuelta y se encaminó a otra sala. Busqué los cigarrillos y me di cuenta que no tenía más. Pensé en salir a comprar porque sin tabaco todo sería aún peor, pero ¿y si me perdía?, ¿y si ella se despertaba? Brotaba extrañamente en mí el deseo de cuidarla y he escrito extrañamente ya que no sé porqué tenía que protegerla: si había alguien en peligro ese era yo.
Entré al salón contiguo pero estaba vacío. Me metí en otro, enorme y frío: todas sus paredes estaban totalmente cubiertas con espejos que se prolongaban hasta el techo. Me veía reproducido hasta el infinito, arriba, a los costados. Casi grito cuando ella apareció, pero me contuve para no despertarla. Estaba frente a mí con un disfraz de esqueleto, negro y con los huesos pintados de blanco y una sudadera abierta cuya capucha le cubría la cabeza. La piel de su rostro, blanca como la tiza, contrastaba con sus ojos negros. Su cuerpo se reproducida mil veces por todas las paredes, todos los espejos. Daba miedo. Ya lo creo. Pero, ¿cómo explicarlo? ¿Eros y Thanatos? No, esas son pavadas de listillo. Daba miedo, pero un miedo diferente. Yo me entiendo. Ella dio media vuelta y salió atravesando uno de los espejos como si fuera hecha de aire y yo intenté ir detrás, pero el golpe que me di al rebotar contra el cristal del espejo retumbó por todo el salón. Estaba seguro de que la había despertado, pero mientras me agarraba la cabeza ella se daba vuelta y se partía de risa mientras soltaba un ¡Buuuuuuuuuuuuuuuuuuu! antes de desaparecer.
Cuando me quedé solo, salí por una de las puertas, la que pensaba que coincidía con la que ella había elegido al otro lado, dentro del espejo, pero sabía que no la encontraría. Estábamos en mundos distintos, en realidades diferentes. La única esperanza era que ella no se despertara. Deambulé por la mansión o el Barbieri, vete a saber, pensando que si al menos daba con la estanquera podría fumar. Pero entonces una luz clara, intensa, me llamó la atención. Al acercarme vi que era una ventana, pequeña, por la que se colaba el sol. Me asomé y allí estaba el balneario de mi niñez con su isla verde del otro lado río. Un golpe de alegría me sacudió el corazón pero al mismo tiempo me dieron ganas de llorar: me sentía sólo y desdichado. Porque, ¿cómo podía ella estar soñando conmigo, teniendo este sueño, si no conocía mi infancia? Era yo quien la soñaba. Y si me despertaba, definitivamente, jamás la volvería a ver.
El infierno no era esto, sino todo lo contrario. Estaba del otro lado, en algún lugar, donde yo dormía.
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