Llegué a la Bajada España donde, inclinada, voy siempre a desamarrar mi bote y emprender navegaciones diversas.
¡Oh! Sorpresa: no estaba el Paraná.
(Que la sequÃa, las represas, Yaciretá, Brasil).
No estaba el rÃo, solamente el fondo, kilómetros cuadrados de tierra marrón glasé dulcemente ondeada por las que fueran olas. Veleros encallados en agujeros de costa, como ángeles muertos después de flechar.
No estaba el rÃo, ni un centavito de agua, el de mis versos anteriores, el de Juan L., y el chamamé.
CorrÃ, lo crucé al trote, llegué a la puerta de El embudo, ni barro habÃa, todo seco en El Saco. La gente, isleños amarillos pelo al viento con unas capelinas insólitas y un jardÃn de repollos porque Sábalos nunca más.
Fui agitada, tropecé cosas, tapitas de a miles, botellas, anclas, envases de bronceador, calzado, huesos de cerdo y de primos lejanos ahogados, peces nÃtidos, muñecas muertas, lamparitas, vajilla de Silos Davis, un millón quinientos mil anzuelos.
CorrÃa como una nena extraviada, por fin miré el cauce seco. Cumplà mi sueño, crucé el rÃo. A pie. Dilatada de calor.
Un barco con bandera griega (y los griegos) estaba sobre la tierra, ellos tiraban platos para festejar la tristeza, y los platos se reventaban contra el terreno.
Crucé el rÃo pero era un campo inmóvil, estaba sola como una hiena mala, unos caracoles gigantes extasiados al sol no lograban entender ese cambio de vida hacia la vaca, de perro urbano. TemÃan ser domesticados.
El rÃo se habÃa extinguido a perpetuidad; un rebaño de SurubÃes lloraba en la Fluvial, pero lloraba un agua salada impropia, era una familia de peces desacostumbrada al patio, donde también crecÃa un arvejal.
No estaba el rÃo, el Paraná húmedo no corrÃa, la sudestada no lo enfrentaba.
Llegué al Banquito en maratón, se me agujerearon las alpargatas, crucé ratones fósiles, remos caÃdos de las embarcaciones, latas de masita, papel caramelo, una amatista engarzada que una señora rica perdió en diciembre 1996, mercancÃa del siglo anterior, restos de redes y hojas de diccionario donde las palabras ya no eran para leer.
Corrà hasta Pueblo Esther, estaba exhausta, miraba la costa pero era continuación de la Circunvalación, la parte de Pedro González y señora.
Rosario en el lecho. Una parva de caminos en meandro.
No estaba el rÃo. Se hizo el atardecer. Yo fingÃa rezar, pedÃa a los Santos, a las mariposas y a las vÃrgenes, les rogaba.
La tierra temblaba, el Paraná hacÃa polvo y yo corrÃa, corrÃa sin parar. Los pescadores anonadados por mi entrenamiento y el rÃo no surgÃa ni siquiera desde Victoria. Le revoloteaban palomas que picoteaban restos de bagre, espinitas de moncholo y frascos plásticos de aderezo tipo Savora.
Desde ese arroyo seco volvà a la Peña Náutica. HabÃan crecido cebollas en el Mitre y la gente del restaurante Mariano las juntaba. Extranjeros miraban las dictadura de la sequÃa, un Sahara en vez del rÃo, desierto y desesperante. Un soponcio en vez del rÃo donde además el Diablo perdÃa el poncho.
Yo, la única que me animé a correrlo, a intentar resucitarlo. Miré hacia Fray Luis Beltrán, Coronda, Maciel, Gaboto, y nada, no habÃa agua. Hasta una dentadura vi enterrada y no hundida, me impresioné.
SeguÃ, lo subÃ, subà el lecho, llegué a Puerto Pirata, habÃa maÃces y papas donde el camalotal, crecÃa un manzano reciente al lado de un jarrón.
Y el rÃo asÃ: disuelto.
Ya cansada paré en San Lorenzo. Un recuerdo de espuma y olores me entristecÃa, tomé El Careaga, igual a la ruta 11 y desaparecà con él, llena de margaritas.
Descompaginada y con la ausencia alevosa, en silencio y escuchando sólo el sonido de masticación del chicle, soñé en el entrevero del verano que esta verdad era un sopapo de los Dioses y, en el esfuerzo por traducir el mundo nuevo, me fui secando cabizbaja como queriendo deglutir algo muy grande.
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