Viernes, 16 de enero de 2009 | Hoy
Por Bea Suárez
Llegué a la Bajada España donde, inclinada, voy siempre a desamarrar mi bote y emprender navegaciones diversas.
¡Oh! Sorpresa: no estaba el Paraná.
(Que la sequía, las represas, Yaciretá, Brasil).
No estaba el río, solamente el fondo, kilómetros cuadrados de tierra marrón glasé dulcemente ondeada por las que fueran olas. Veleros encallados en agujeros de costa, como ángeles muertos después de flechar.
No estaba el río, ni un centavito de agua, el de mis versos anteriores, el de Juan L., y el chamamé.
Corrí, lo crucé al trote, llegué a la puerta de El embudo, ni barro había, todo seco en El Saco. La gente, isleños amarillos pelo al viento con unas capelinas insólitas y un jardín de repollos porque Sábalos nunca más.
Fui agitada, tropecé cosas, tapitas de a miles, botellas, anclas, envases de bronceador, calzado, huesos de cerdo y de primos lejanos ahogados, peces nítidos, muñecas muertas, lamparitas, vajilla de Silos Davis, un millón quinientos mil anzuelos.
Corría como una nena extraviada, por fin miré el cauce seco. Cumplí mi sueño, crucé el río. A pie. Dilatada de calor.
Un barco con bandera griega (y los griegos) estaba sobre la tierra, ellos tiraban platos para festejar la tristeza, y los platos se reventaban contra el terreno.
Crucé el río pero era un campo inmóvil, estaba sola como una hiena mala, unos caracoles gigantes extasiados al sol no lograban entender ese cambio de vida hacia la vaca, de perro urbano. Temían ser domesticados.
El río se había extinguido a perpetuidad; un rebaño de Surubíes lloraba en la Fluvial, pero lloraba un agua salada impropia, era una familia de peces desacostumbrada al patio, donde también crecía un arvejal.
No estaba el río, el Paraná húmedo no corría, la sudestada no lo enfrentaba.
Llegué al Banquito en maratón, se me agujerearon las alpargatas, crucé ratones fósiles, remos caídos de las embarcaciones, latas de masita, papel caramelo, una amatista engarzada que una señora rica perdió en diciembre 1996, mercancía del siglo anterior, restos de redes y hojas de diccionario donde las palabras ya no eran para leer.
Corrí hasta Pueblo Esther, estaba exhausta, miraba la costa pero era continuación de la Circunvalación, la parte de Pedro González y señora.
Rosario en el lecho. Una parva de caminos en meandro.
No estaba el río. Se hizo el atardecer. Yo fingía rezar, pedía a los Santos, a las mariposas y a las vírgenes, les rogaba.
La tierra temblaba, el Paraná hacía polvo y yo corría, corría sin parar. Los pescadores anonadados por mi entrenamiento y el río no surgía ni siquiera desde Victoria. Le revoloteaban palomas que picoteaban restos de bagre, espinitas de moncholo y frascos plásticos de aderezo tipo Savora.
Desde ese arroyo seco volví a la Peña Náutica. Habían crecido cebollas en el Mitre y la gente del restaurante Mariano las juntaba. Extranjeros miraban las dictadura de la sequía, un Sahara en vez del río, desierto y desesperante. Un soponcio en vez del río donde además el Diablo perdía el poncho.
Yo, la única que me animé a correrlo, a intentar resucitarlo. Miré hacia Fray Luis Beltrán, Coronda, Maciel, Gaboto, y nada, no había agua. Hasta una dentadura vi enterrada y no hundida, me impresioné.
Seguí, lo subí, subí el lecho, llegué a Puerto Pirata, había maíces y papas donde el camalotal, crecía un manzano reciente al lado de un jarrón.
Y el río así: disuelto.
Ya cansada paré en San Lorenzo. Un recuerdo de espuma y olores me entristecía, tomé El Careaga, igual a la ruta 11 y desaparecí con él, llena de margaritas.
Descompaginada y con la ausencia alevosa, en silencio y escuchando sólo el sonido de masticación del chicle, soñé en el entrevero del verano que esta verdad era un sopapo de los Dioses y, en el esfuerzo por traducir el mundo nuevo, me fui secando cabizbaja como queriendo deglutir algo muy grande.
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