A mi abuelo se le habÃa dado por morirse hacÃa como un mes, pero lo seguÃan velando. En sus trajes -dos; negros, uno con rayas grises, sus cuatro corbatas que colgaban al sol seguramente para desimpregnarlo de humedades terrenales; en sus zapatos de cuero lustrados como para un baile, en sus pañuelos de cuello, en su foto con flor de tela recién enganchada al marco. Y dejaban toda la ropa sobre la mesa de cemento de azulejitos encimados. Limpiándose a la luz. Para sacarlo al sol, para mostrar al cielo de nubes que corrÃan arriba que él estaba en ellas y solo sus cosas cotidianas evidenciaban la legitimidad del espejo tierra cielo.
La abuela lloraba de vez en cuando; hablaba en dialecto mientras freÃa unas costeletas y se llevaba el delantal a los ojos. Retomó la pañoleta negra de cuando murió mi tÃo Toño, pasó muchas tardes repartidas entre su vecina, del mismo pueblo y por ende, del mismo dolor y el cementerio, hasta que sacó las cosas al patio en la idea que se oree del deceso definitivamente. Si tanto lo habÃa querido no entendÃa eso de tener miedo: todas las santas noches uno de los nietos le hacÃa compañÃa. ¿No habrÃa de protegerla el fantasma de mi abuelo si llegaban los demonios con espadas flamÃgeras? ¿O era a él a quien temÃa?
Me lo preguntaba mientras era convocado a velar armas espirituales en su casa, zona sur del sur. Esa noche era mi turno de la imaginaria. La radio imperceptible, el rechinar del horno, la comida servida con generosidad como para un viajero, carne de animal salvaje cazado en los bosques cercanos, cocida a los empujones, generosa en grasa más el premio de una Coca sobre la mesa. Ella ni hablaba, pero no estaba de mal talante. Cuando terminábamos de cenar, llevaba la radio al dormitorio y era el signo ineludible de que habÃa que dormir y sanseacabó. En ese barrio la comunicación sin hilos estaba inventada secularmente: ladraba un perro en una casa cercana, al rato y en manzanas inmedibles otro y otro más le contestaba con el mismo acento. A veces, sobre el amanecer que entraba por las claraboyas tres rectángulos, dos verdes uno naranja mientras la luna se desvanecÃa diluyéndose, una sombra, la de mi abuelo con su corbata de fiesta suelta bailoteaba por segundos impidiendo el paso incandescente de la lamparita de fuera y luego se disolvÃa, entre el mismo apogeo de los gallos, que se decÃan cosas imposibles como los perros.
Por la mañana yo tenÃa partido y le habÃa pedido a mi abuela que me ponga el reloj a las ocho. Era en el campito y empezábamos a las nueve. Me dormà en la presunción de no oÃr la chicharra, por eso los gallos, el fantasma de mi abuelo, y la desconfianza por esa nona un poco muda y otro poco sorda que vaya a saberse si habÃa puesto el despertador. Me levanté del lecho, busqué la pelela, oriné sin ruido y dando vuelta suavemente a la cerradura oteé el patio, donde ya clareaba un amanecer velado. No iba a perder llegar hasta la cancha. Se habrÃa olvidado fuera los sacos del difunto y ahora estarÃan escarchados y duros como estatuas. Algo hizo que me moviera para entrarlos. Las baldosas estaban heladas, el olor del baño, poderoso en lavandina me guió en la semioscuridad. Casi me doy de pecho contra la silueta: negra, encorvada, subiendo ya las escaleras.
El corazón se me heló. En la rodillas sentà clavárseme como flechas. Y en las cejas un pinchazo. Eso era la pavura. Di dos, tres pasos hacia atrás, en la senda invertida que conocÃa de memoria y entré en el dormitorio donde puse el cerrojo y me metà de lleno en las cobijas. HabÃa visto el terror. Eso era: un ensayo de monstruo inmenso que subÃa hacia los techos mientras te dejaba el corazón como un sapo helado que habÃa dejado de latir. De pronto un retumbar de chapitas me terminaron de poner bajo cero el pecho: el reloj, prolijo, ululante marcaba las siete. Una hora antes. La mano de mi abuela, flaca, venosa en la claridad batiente tocó el capullo de fierro y lo silenció. Busqué la ropa, los pantalones cortos, los botines en el bolsito marrón y me cambié en la galerÃa, temblando. La luz de la cocina fue como un disparo. Eso la atrajo.
Te viá a hacere la leche a vo, exclamó. Un gato maulló en el patio. Todo se precipitaba, le dije que habÃa sentido ruidos para que no se asustara. Salió. Empezó a putear en dialecto. !Anno robato la pilcha del nono, strunzzo ladrón de porquerÃa!. Yo me hice el sorprendido. Ella ignoraba que era la Muerte quien, descendiendo de la torreta de alguna ochava celestial habÃa juntado el bollo para que mi abuelo no se congelara. Pero nada dije. Bebà del tazón, escupà la nata en la pileta y luego giré la llavecita para salir a la claridad, saludar a la nona y huir al campito para olvidarme que hasta los muertos, cuando la escarcha es poderosa, tiemblan mucho de frÃo y otro tanto más por soledad.
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