Miércoles, 2 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Adrián Abonizio
A mi abuelo se le había dado por morirse hacía como un mes, pero lo seguían velando. En sus trajes -dos; negros, uno con rayas grises, sus cuatro corbatas que colgaban al sol seguramente para desimpregnarlo de humedades terrenales; en sus zapatos de cuero lustrados como para un baile, en sus pañuelos de cuello, en su foto con flor de tela recién enganchada al marco. Y dejaban toda la ropa sobre la mesa de cemento de azulejitos encimados. Limpiándose a la luz. Para sacarlo al sol, para mostrar al cielo de nubes que corrían arriba que él estaba en ellas y solo sus cosas cotidianas evidenciaban la legitimidad del espejo tierra cielo.
La abuela lloraba de vez en cuando; hablaba en dialecto mientras freía unas costeletas y se llevaba el delantal a los ojos. Retomó la pañoleta negra de cuando murió mi tío Toño, pasó muchas tardes repartidas entre su vecina, del mismo pueblo y por ende, del mismo dolor y el cementerio, hasta que sacó las cosas al patio en la idea que se oree del deceso definitivamente. Si tanto lo había querido no entendía eso de tener miedo: todas las santas noches uno de los nietos le hacía compañía. ¿No habría de protegerla el fantasma de mi abuelo si llegaban los demonios con espadas flamígeras? ¿O era a él a quien temía?
Me lo preguntaba mientras era convocado a velar armas espirituales en su casa, zona sur del sur. Esa noche era mi turno de la imaginaria. La radio imperceptible, el rechinar del horno, la comida servida con generosidad como para un viajero, carne de animal salvaje cazado en los bosques cercanos, cocida a los empujones, generosa en grasa más el premio de una Coca sobre la mesa. Ella ni hablaba, pero no estaba de mal talante. Cuando terminábamos de cenar, llevaba la radio al dormitorio y era el signo ineludible de que había que dormir y sanseacabó. En ese barrio la comunicación sin hilos estaba inventada secularmente: ladraba un perro en una casa cercana, al rato y en manzanas inmedibles otro y otro más le contestaba con el mismo acento. A veces, sobre el amanecer que entraba por las claraboyas tres rectángulos, dos verdes uno naranja mientras la luna se desvanecía diluyéndose, una sombra, la de mi abuelo con su corbata de fiesta suelta bailoteaba por segundos impidiendo el paso incandescente de la lamparita de fuera y luego se disolvía, entre el mismo apogeo de los gallos, que se decían cosas imposibles como los perros.
Por la mañana yo tenía partido y le había pedido a mi abuela que me ponga el reloj a las ocho. Era en el campito y empezábamos a las nueve. Me dormí en la presunción de no oír la chicharra, por eso los gallos, el fantasma de mi abuelo, y la desconfianza por esa nona un poco muda y otro poco sorda que vaya a saberse si había puesto el despertador. Me levanté del lecho, busqué la pelela, oriné sin ruido y dando vuelta suavemente a la cerradura oteé el patio, donde ya clareaba un amanecer velado. No iba a perder llegar hasta la cancha. Se habría olvidado fuera los sacos del difunto y ahora estarían escarchados y duros como estatuas. Algo hizo que me moviera para entrarlos. Las baldosas estaban heladas, el olor del baño, poderoso en lavandina me guió en la semioscuridad. Casi me doy de pecho contra la silueta: negra, encorvada, subiendo ya las escaleras.
El corazón se me heló. En la rodillas sentí clavárseme como flechas. Y en las cejas un pinchazo. Eso era la pavura. Di dos, tres pasos hacia atrás, en la senda invertida que conocía de memoria y entré en el dormitorio donde puse el cerrojo y me metí de lleno en las cobijas. Había visto el terror. Eso era: un ensayo de monstruo inmenso que subía hacia los techos mientras te dejaba el corazón como un sapo helado que había dejado de latir. De pronto un retumbar de chapitas me terminaron de poner bajo cero el pecho: el reloj, prolijo, ululante marcaba las siete. Una hora antes. La mano de mi abuela, flaca, venosa en la claridad batiente tocó el capullo de fierro y lo silenció. Busqué la ropa, los pantalones cortos, los botines en el bolsito marrón y me cambié en la galería, temblando. La luz de la cocina fue como un disparo. Eso la atrajo.
Te viá a hacere la leche a vo, exclamó. Un gato maulló en el patio. Todo se precipitaba, le dije que había sentido ruidos para que no se asustara. Salió. Empezó a putear en dialecto. !Anno robato la pilcha del nono, strunzzo ladrón de porquería!. Yo me hice el sorprendido. Ella ignoraba que era la Muerte quien, descendiendo de la torreta de alguna ochava celestial había juntado el bollo para que mi abuelo no se congelara. Pero nada dije. Bebí del tazón, escupí la nata en la pileta y luego giré la llavecita para salir a la claridad, saludar a la nona y huir al campito para olvidarme que hasta los muertos, cuando la escarcha es poderosa, tiemblan mucho de frío y otro tanto más por soledad.
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