Del ancho, del alto, del soleado tiempo de la llanura vienen las cosas.
Aquella llanura no tenÃa nada que ver con la actual, cuyo verde monótono de la soja mató las mariposas y las abejas y ese mar que ondea "que sÃ, que no" dirÃa Neruda, como una ola y más que nunca la llanura, o el campo, como deseen, marea más que nunca como un mar como escribió hace sesenta años Baldomero, o Fernández Moreno, "el viejo", como coqueta o tristemente firmó en sus últimos años.
Entonces si las cosas, o mejor, si los amaneceres o los crepúsculos vienen de aquel tiempo remoto, mejor. Viene el recuerdo entonces discreto a veces, como un inmenso tubo que horada los otoños, y en otros viene desmalezando ardores como en un sueño turbio, como a sabiendas que estamos trabajando con una materia oscura y olvidada, pero que en algún lugar, en algún rincón persiste, con una pertinacia digna de mejor causa.
En los atardeceres, cuando volvÃamos de la antigua cancha del Club, felices, despreocupados, cascoteando pájaros y perros, veÃamos apoyado en ese siempreverde en la esquina de Manolo González al Turco Juan.
Cara patibularia, bigotes anchos y espesos como nunca más vi. Era sin embargo --luego lo supe - más bueno que el pan. Me inspiraba un temor atávico verlo allà parado fumando incansablemente cigarrillos Fontanares negros, que en ese tiempo venÃan sin filtro.
SerÃa aún un hombre joven, pero yo lo veÃa muy grande, con esos bigotes --gigantescos- , esa mirada que yo veÃa torva, pero era más oscura seguramente de tristeza. No sé de qué trabajaba, tal vez en los galpones de las casas cerealeras, y estarÃa seguramente afiliado al Sindicato de Obreros Rurales.
El hecho de que siempre estuviera en esa esquina estaba motivado porque alquilaba una piecita en el conventillo de don Manuel González, asturiano, pequeño y gran trabajador, abuelo de mi amigo Toto MÃguez, por parte de madre.
Tardé varios años en pasar solo por esa esquina cuando mi madre me ordenaba hacer los mandados. Tomaba por la otra calle, la del Cholo Belluschi y de la familia Godoy, donde hoy vive el Nene Croato y tiene una agencia de autos.
No le conocÃa familia, ni mujer, ni hijos, nada. Ni un mÃsero afecto, nada. Lo imagino perdido en esa pampa a la que finalmente se aclimató y donde hablaba con gran dificultad el idioma de su paÃs de adopción. ¿VendrÃa de las guerras, de las hambrunas, de un largo y definitivo exilio? No sé. Sólo que siempre me produjeron estos ex hombres, para usar una expresión que no le serÃa desagradable a Máximo Gorki, un gran interrogante y un gran dolor: de dónde venÃan y de qué huÃan o qué buscaban en realidad. Algo de trabajo y de paz que en sus paÃses de origen no habrÃan tenido, con seguridad.
Inútil aclarar que se los llamaba "turcos" porque de esa nacionalidad era el pasaporte que traÃan, pero casi con seguridad eran todos árabes, y Juan Alà no serÃa una excepción.
En ese tiempo y en esas habitaciones, que Don Manolo habÃa construido cuando tenÃa en la esquina un almacén, también vivÃa el nutriero Faustino Leguizamón, de quien recuerdo su altura sostenida por largos huesos flacos, su sombrero aludo y viejo y sus bigotitos finos. Nos saludaba con su acento simpáticamente santiagueño.
En esas habitaciones también vivieron mis padres, recién casados, cuando yo no era ni proyecto siquiera, alguien que vendrÃa luego a morar esta bendita tierra clara de luz y belleza, pero también de injusticias y contradicciones.
Lo cierto que esa esquina la cruzábamos siempre en barra, en ese caso saludábamos al Turco Buchanga, o Juan Buchanga como le decÃan, quien nos miraba con sus inmensos ojos desaforados y movÃa lentamente la cabeza hacia abajo, esa cabeza que estaba siempre cubierta por una gorra a cuadros de visera.
Pero solo no me animaba a pasar por allà donde Juan fumaba, tomado de una rama baja del "siempreverde", el mismo que fue testigo del primer pájaro (un gorrión) que maté en mi vida, el que cayó con su piquito rojo sobre mi camisa y me manchó para siempre.
En ese dÃa no estaba Juan Buchanga, quien seguramente se paraba todas las tardes junto a ese árbol para cuidar la vida de esos gorriones que se reunÃan allÃ, meta bullicio, para esperar el sueño, y uno de ellos encontró la piedra de mi gomera asesina.
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