Jueves, 16 de junio de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
Del ancho, del alto, del soleado tiempo de la llanura vienen las cosas.
Aquella llanura no tenía nada que ver con la actual, cuyo verde monótono de la soja mató las mariposas y las abejas y ese mar que ondea "que sí, que no" diría Neruda, como una ola y más que nunca la llanura, o el campo, como deseen, marea más que nunca como un mar como escribió hace sesenta años Baldomero, o Fernández Moreno, "el viejo", como coqueta o tristemente firmó en sus últimos años.
Entonces si las cosas, o mejor, si los amaneceres o los crepúsculos vienen de aquel tiempo remoto, mejor. Viene el recuerdo entonces discreto a veces, como un inmenso tubo que horada los otoños, y en otros viene desmalezando ardores como en un sueño turbio, como a sabiendas que estamos trabajando con una materia oscura y olvidada, pero que en algún lugar, en algún rincón persiste, con una pertinacia digna de mejor causa.
En los atardeceres, cuando volvíamos de la antigua cancha del Club, felices, despreocupados, cascoteando pájaros y perros, veíamos apoyado en ese siempreverde en la esquina de Manolo González al Turco Juan.
Cara patibularia, bigotes anchos y espesos como nunca más vi. Era sin embargo --luego lo supe - más bueno que el pan. Me inspiraba un temor atávico verlo allí parado fumando incansablemente cigarrillos Fontanares negros, que en ese tiempo venían sin filtro.
Sería aún un hombre joven, pero yo lo veía muy grande, con esos bigotes --gigantescos- , esa mirada que yo veía torva, pero era más oscura seguramente de tristeza. No sé de qué trabajaba, tal vez en los galpones de las casas cerealeras, y estaría seguramente afiliado al Sindicato de Obreros Rurales.
El hecho de que siempre estuviera en esa esquina estaba motivado porque alquilaba una piecita en el conventillo de don Manuel González, asturiano, pequeño y gran trabajador, abuelo de mi amigo Toto Míguez, por parte de madre.
Tardé varios años en pasar solo por esa esquina cuando mi madre me ordenaba hacer los mandados. Tomaba por la otra calle, la del Cholo Belluschi y de la familia Godoy, donde hoy vive el Nene Croato y tiene una agencia de autos.
No le conocía familia, ni mujer, ni hijos, nada. Ni un mísero afecto, nada. Lo imagino perdido en esa pampa a la que finalmente se aclimató y donde hablaba con gran dificultad el idioma de su país de adopción. ¿Vendría de las guerras, de las hambrunas, de un largo y definitivo exilio? No sé. Sólo que siempre me produjeron estos ex hombres, para usar una expresión que no le sería desagradable a Máximo Gorki, un gran interrogante y un gran dolor: de dónde venían y de qué huían o qué buscaban en realidad. Algo de trabajo y de paz que en sus países de origen no habrían tenido, con seguridad.
Inútil aclarar que se los llamaba "turcos" porque de esa nacionalidad era el pasaporte que traían, pero casi con seguridad eran todos árabes, y Juan Alí no sería una excepción.
En ese tiempo y en esas habitaciones, que Don Manolo había construido cuando tenía en la esquina un almacén, también vivía el nutriero Faustino Leguizamón, de quien recuerdo su altura sostenida por largos huesos flacos, su sombrero aludo y viejo y sus bigotitos finos. Nos saludaba con su acento simpáticamente santiagueño.
En esas habitaciones también vivieron mis padres, recién casados, cuando yo no era ni proyecto siquiera, alguien que vendría luego a morar esta bendita tierra clara de luz y belleza, pero también de injusticias y contradicciones.
Lo cierto que esa esquina la cruzábamos siempre en barra, en ese caso saludábamos al Turco Buchanga, o Juan Buchanga como le decían, quien nos miraba con sus inmensos ojos desaforados y movía lentamente la cabeza hacia abajo, esa cabeza que estaba siempre cubierta por una gorra a cuadros de visera.
Pero solo no me animaba a pasar por allí donde Juan fumaba, tomado de una rama baja del "siempreverde", el mismo que fue testigo del primer pájaro (un gorrión) que maté en mi vida, el que cayó con su piquito rojo sobre mi camisa y me manchó para siempre.
En ese día no estaba Juan Buchanga, quien seguramente se paraba todas las tardes junto a ese árbol para cuidar la vida de esos gorriones que se reunían allí, meta bullicio, para esperar el sueño, y uno de ellos encontró la piedra de mi gomera asesina.
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