Cuando cumplà diez años mi papá me regaló una bicicleta. El cuadro era blanco con detalles en rojo. De la forma de los detalles no me acuerdo. De lo que sà me acuerdo es de la sensación que la bicicleta causó en el barrio. Mejor dicho, en la cuadra. A esa edad el barrio se reducÃa a la cuadra, que era doble y que estaba poblada de niños. Niñas habÃa pocas. O se quedaban jugando en sus casas o en la carambola de la vida me tocó ser una de las pocas que habitaba por allÃ. Asà fue que aprendà a jugar a las bolitas, al ring raje, a las tapitas. Aprendà a armar y andar sobre kartings con rulemanes y maderas. Se complicaba rodar sobre el adoquinado. Para tomar envión, con mi hermano elegÃamos la parte de la calle que habÃa sufrido algún desgaste, pegada al cordón de la vereda. Le decÃamos "lo liso". A lo liso lo elegÃamos para el karting, y en la hora de la siesta se convertÃa en nuestro territorio. Con la bici se amplió el horizonte. Ahora podÃa irme lejos, tan lejos como para comprender que la ciudad tenÃa lÃmites. SolÃa salir sola y pedalear hasta la ruta. VolvÃa al barrio con historias de vacas y hormigueros gigantes, de ranas en las banquinas y sobre todo de grandes extensiones que podÃan ser nuestras. A algunos de los chicos les costaba admitir una intrusa en sus juegos, a partir de la bici fue distinto. Empecé a organizar expediciones que incluÃan rutas desconocidas. Cada vez optaba por un camino distinto y hacÃamos carreras sobre la vereda en las que rara vez ganaba. Por eso preferÃa seguir descubriendo caminos en soledad, resultaba menos competitivo e ingrato.
Asà fue que conocà a Juana, una viejita que salÃa a la vereda a tomar el sol de otoño. La primera vez que la vi, mejor dicho que no la vi, estaba sentada sobre un "tapialito" que hacÃa las veces de lÃmite entre la vereda y la casa. No la vi porque andaba a toda velocidad mirando cómo mis pies volaban y me choqué con los suyos. Ella tampoco me vio, porque como luego supe, solÃa estar con los brazos cruzados, los ojos cerrados mirando al cielo, recibiendo el sol con una sonrisa leve y con la pava y el mate sobre el tapial. Me desparramé en el piso con bici y todo. Antes de caerme, a Juana le pisé los dedos de ambos pies. Gritó un poco, yo no me animé a llorar, aunque la rodilla derecha me dolÃa mucho. Supongo que vio mi cara de susto mezclada con dolor indisimulable y me dijo mientras me juntaba como a pedacitos de una taza rota: "¿A dónde vas tan rápido nena?" Balbuceé algo, y me largué a llorar. Ella me tomó de la mano y mirándome a los ojos siguió: "Andá, no dejes de volar, pero fijate que siempre puede haber un par de pies por ahÃ. Alas y pies son necesarios para volar bien".
A los dos dÃas volvà a pasar por la casa de Juana, después de ponerme un par de vendas sobre el pelón de la rodilla. Ella me estaba mirando, como si me esperara. Esta vez iba cautelosa y concentrada en el camino, asà que llegué hasta sus pies y frené la marcha. Creo que le pedà disculpas, creo que me sonrojé, creo que temblaba. "¿Querés un mate?", me dijo. Asentà con la cabeza. El mate era amargo, era la primera vez que lo tomaba asÃ. Cuando tomábamos mates con mi viejo, siempre le pedÃa más azúcar y él cedÃa. La mueca que hice provocó una risotada en Juana. Me lo tomé todo, sin chistar y se lo devolvÃ. "Ya te vas a acostumbrar. El azúcar esconde el sabor del mate, como la velocidad esconde el camino. El mate amargo es la mejor compañÃa para descansar". Creo que le di las gracias y me fui, con un sabor amargo y dulce en la boca. Los dÃas siguientes seguà corriendo a toda velocidad en mi bicicleta. El aprendizaje fue más lento que el de una caÃda.
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