Lunes, 2 de junio de 2014 | Hoy
Por Dahiana Belfiori
Cuando cumplí diez años mi papá me regaló una bicicleta. El cuadro era blanco con detalles en rojo. De la forma de los detalles no me acuerdo. De lo que sí me acuerdo es de la sensación que la bicicleta causó en el barrio. Mejor dicho, en la cuadra. A esa edad el barrio se reducía a la cuadra, que era doble y que estaba poblada de niños. Niñas había pocas. O se quedaban jugando en sus casas o en la carambola de la vida me tocó ser una de las pocas que habitaba por allí. Así fue que aprendí a jugar a las bolitas, al ring raje, a las tapitas. Aprendí a armar y andar sobre kartings con rulemanes y maderas. Se complicaba rodar sobre el adoquinado. Para tomar envión, con mi hermano elegíamos la parte de la calle que había sufrido algún desgaste, pegada al cordón de la vereda. Le decíamos "lo liso". A lo liso lo elegíamos para el karting, y en la hora de la siesta se convertía en nuestro territorio. Con la bici se amplió el horizonte. Ahora podía irme lejos, tan lejos como para comprender que la ciudad tenía límites. Solía salir sola y pedalear hasta la ruta. Volvía al barrio con historias de vacas y hormigueros gigantes, de ranas en las banquinas y sobre todo de grandes extensiones que podían ser nuestras. A algunos de los chicos les costaba admitir una intrusa en sus juegos, a partir de la bici fue distinto. Empecé a organizar expediciones que incluían rutas desconocidas. Cada vez optaba por un camino distinto y hacíamos carreras sobre la vereda en las que rara vez ganaba. Por eso prefería seguir descubriendo caminos en soledad, resultaba menos competitivo e ingrato.
Así fue que conocí a Juana, una viejita que salía a la vereda a tomar el sol de otoño. La primera vez que la vi, mejor dicho que no la vi, estaba sentada sobre un "tapialito" que hacía las veces de límite entre la vereda y la casa. No la vi porque andaba a toda velocidad mirando cómo mis pies volaban y me choqué con los suyos. Ella tampoco me vio, porque como luego supe, solía estar con los brazos cruzados, los ojos cerrados mirando al cielo, recibiendo el sol con una sonrisa leve y con la pava y el mate sobre el tapial. Me desparramé en el piso con bici y todo. Antes de caerme, a Juana le pisé los dedos de ambos pies. Gritó un poco, yo no me animé a llorar, aunque la rodilla derecha me dolía mucho. Supongo que vio mi cara de susto mezclada con dolor indisimulable y me dijo mientras me juntaba como a pedacitos de una taza rota: "¿A dónde vas tan rápido nena?" Balbuceé algo, y me largué a llorar. Ella me tomó de la mano y mirándome a los ojos siguió: "Andá, no dejes de volar, pero fijate que siempre puede haber un par de pies por ahí. Alas y pies son necesarios para volar bien".
A los dos días volví a pasar por la casa de Juana, después de ponerme un par de vendas sobre el pelón de la rodilla. Ella me estaba mirando, como si me esperara. Esta vez iba cautelosa y concentrada en el camino, así que llegué hasta sus pies y frené la marcha. Creo que le pedí disculpas, creo que me sonrojé, creo que temblaba. "¿Querés un mate?", me dijo. Asentí con la cabeza. El mate era amargo, era la primera vez que lo tomaba así. Cuando tomábamos mates con mi viejo, siempre le pedía más azúcar y él cedía. La mueca que hice provocó una risotada en Juana. Me lo tomé todo, sin chistar y se lo devolví. "Ya te vas a acostumbrar. El azúcar esconde el sabor del mate, como la velocidad esconde el camino. El mate amargo es la mejor compañía para descansar". Creo que le di las gracias y me fui, con un sabor amargo y dulce en la boca. Los días siguientes seguí corriendo a toda velocidad en mi bicicleta. El aprendizaje fue más lento que el de una caída.
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