A Lupe le gustó la idea de quedarnos en la habitación del hotel. Cuando abrimos la puerta, cargadas con la sombrilla y el bolso matero que habÃamos llevado al rÃo, le dije que no tenÃa ganas de salir. Le pareció bien y opinó que le cansaban los ruidos del centro, que la juventud estaba llena de energÃa y a ella se le habÃa escapado en tanta rosca, tanto yirar, tanto amor perdido y encontrado y que lo único que ahora querÃa era descansar. Sentà que estaba exagerando y dudé: la especial vehemencia con la que hablaba era rara, sólo por haberle manifestado mi deseo templado de no salir. No le dije que tal vez podÃamos ver una pelÃcula en la notebook, prender el aire acondicionado al mango y abrazarnos tapadas bajo las frazadas como una forma de renacer al invierno que tanto nos gustaba. Tampoco le dije de meternos juntas en la ducha un rato para sacarnos la arena y de paso jugar. TenÃa ganas de jugar con ella. Con su cuerpo, con su humedad abundante, con esos pies tan suyos que solÃa arquear como hacen las bailarinas de danza clásica, cuando sus piernas se tensaban en el orgasmo. QuerÃa verla asÃ, tensa de placer. Las dos venÃamos de un año que no nos habÃa dado respiros de ningún tipo y vacacionar era la excusa para encontrarnos. Es cierto que la billetera no nos permitÃa más que una escapadita a las sierras y habÃamos elegido aquella ciudad cargada de turistas porque le suponÃamos algunas comodidades no tan lejanas a nuestro bolsillo. A ninguna de las dos nos gusta el ruido. Pero si decidimos salir con la idea de burlarnos de todo, somos capaces de sonreÃrle al hormiguero de la peatonal que en general nos malhumora. Lupe no quiso hacerlo ni esa primera noche de estadÃa, ni la segunda, ni las que siguieron. DescubrirÃa el porqué en unos instantes y pronto me someterÃa a sus deseos.
"Esperá acá, donde estás parada, no te muevas. Ya vuelvo." Me dijo, mientras apagaba la luz. El cuarto quedó iluminado sólo por una lÃnea amarillenta que entraba por la persiana. Tuve que acostumbrar mis ojos a la penumbra, sin moverme. No me animé a hacerlo, la voz de Lupe habÃa sido dulce pero tajante y me revelaba una autoridad desconocida. Lupe se encerró en el baño. Escuché la ducha, escuché cuando la cerraba y no sé cómo hizo, pero logró que no notara su presencia tan cerca mÃo, cuando sentà su voz susurrando a mis espaldas: "Quiero que me vistas." No entendà nada. La que querÃa diversión era yo y ahora ella me sorprendÃa jugando a las escondidas. No entendà nada pero tampoco ahà dije nada. Dejé que me condujera. Aquello estaba empezando a gustarme. "No te asustes. Lo más simple es desnudarse. Hoy quiero que me vistas, que me pongas la ropa que te gusta. Está sobre la cama." Lo que siguió fue algo que no habÃa experimentado y que me maravilló. Ahà estaba yo, en penumbras, vistiendo a Lupe, a la que tantas veces vi desnuda, a la que tantas veces desnudé, y que tantas veces se desnudó para mÃ. Comencé por el bóxer blanco que dejaba traslucir el bello rojo sobre su vulva. Le rocé las tetas con mi boca. Siguió el jean, luego un cinto ancho de cuero negro, y después su camisa a cuadros. Botón por botón fui cerrando la vista de su piel, de sus pechos redondos y pequeños, de la rigidez de sus pezones en contacto con mi lengua. QuerÃa hundirme para siempre en ella. Navegarla. Cuando terminé con el último botón me dijo: "Las dos estamos vestidas, pero a vos te falta la ducha. Es tu turno. Te espero." Obedecà como una niña asustada. Caliente y obediente me metà en el baño. Al salir, Lupe empezó a vestirme. Calzón y vestido se deslizaron por mi cuerpo con tanta dulzura como excitación. Sus manos y su boca inventaron otros recorridos. Las mÃas también. Estábamos desnudas, cubiertas por la ropa. Durante las vacaciones, de dÃa nos desnudábamos, de noche y en la humedad del cuarto de hotel, nos vestÃamos para desearnos. Con cada botón que cerraba, Lupe me hizo darle la razón: lo más simple es desnudarse.
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