Lunes, 29 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Dahiana Belfiori
A Lupe le gustó la idea de quedarnos en la habitación del hotel. Cuando abrimos la puerta, cargadas con la sombrilla y el bolso matero que habíamos llevado al río, le dije que no tenía ganas de salir. Le pareció bien y opinó que le cansaban los ruidos del centro, que la juventud estaba llena de energía y a ella se le había escapado en tanta rosca, tanto yirar, tanto amor perdido y encontrado y que lo único que ahora quería era descansar. Sentí que estaba exagerando y dudé: la especial vehemencia con la que hablaba era rara, sólo por haberle manifestado mi deseo templado de no salir. No le dije que tal vez podíamos ver una película en la notebook, prender el aire acondicionado al mango y abrazarnos tapadas bajo las frazadas como una forma de renacer al invierno que tanto nos gustaba. Tampoco le dije de meternos juntas en la ducha un rato para sacarnos la arena y de paso jugar. Tenía ganas de jugar con ella. Con su cuerpo, con su humedad abundante, con esos pies tan suyos que solía arquear como hacen las bailarinas de danza clásica, cuando sus piernas se tensaban en el orgasmo. Quería verla así, tensa de placer. Las dos veníamos de un año que no nos había dado respiros de ningún tipo y vacacionar era la excusa para encontrarnos. Es cierto que la billetera no nos permitía más que una escapadita a las sierras y habíamos elegido aquella ciudad cargada de turistas porque le suponíamos algunas comodidades no tan lejanas a nuestro bolsillo. A ninguna de las dos nos gusta el ruido. Pero si decidimos salir con la idea de burlarnos de todo, somos capaces de sonreírle al hormiguero de la peatonal que en general nos malhumora. Lupe no quiso hacerlo ni esa primera noche de estadía, ni la segunda, ni las que siguieron. Descubriría el porqué en unos instantes y pronto me sometería a sus deseos.
"Esperá acá, donde estás parada, no te muevas. Ya vuelvo." Me dijo, mientras apagaba la luz. El cuarto quedó iluminado sólo por una línea amarillenta que entraba por la persiana. Tuve que acostumbrar mis ojos a la penumbra, sin moverme. No me animé a hacerlo, la voz de Lupe había sido dulce pero tajante y me revelaba una autoridad desconocida. Lupe se encerró en el baño. Escuché la ducha, escuché cuando la cerraba y no sé cómo hizo, pero logró que no notara su presencia tan cerca mío, cuando sentí su voz susurrando a mis espaldas: "Quiero que me vistas." No entendí nada. La que quería diversión era yo y ahora ella me sorprendía jugando a las escondidas. No entendí nada pero tampoco ahí dije nada. Dejé que me condujera. Aquello estaba empezando a gustarme. "No te asustes. Lo más simple es desnudarse. Hoy quiero que me vistas, que me pongas la ropa que te gusta. Está sobre la cama." Lo que siguió fue algo que no había experimentado y que me maravilló. Ahí estaba yo, en penumbras, vistiendo a Lupe, a la que tantas veces vi desnuda, a la que tantas veces desnudé, y que tantas veces se desnudó para mí. Comencé por el bóxer blanco que dejaba traslucir el bello rojo sobre su vulva. Le rocé las tetas con mi boca. Siguió el jean, luego un cinto ancho de cuero negro, y después su camisa a cuadros. Botón por botón fui cerrando la vista de su piel, de sus pechos redondos y pequeños, de la rigidez de sus pezones en contacto con mi lengua. Quería hundirme para siempre en ella. Navegarla. Cuando terminé con el último botón me dijo: "Las dos estamos vestidas, pero a vos te falta la ducha. Es tu turno. Te espero." Obedecí como una niña asustada. Caliente y obediente me metí en el baño. Al salir, Lupe empezó a vestirme. Calzón y vestido se deslizaron por mi cuerpo con tanta dulzura como excitación. Sus manos y su boca inventaron otros recorridos. Las mías también. Estábamos desnudas, cubiertas por la ropa. Durante las vacaciones, de día nos desnudábamos, de noche y en la humedad del cuarto de hotel, nos vestíamos para desearnos. Con cada botón que cerraba, Lupe me hizo darle la razón: lo más simple es desnudarse.
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