Ella querÃa quitármelo. Me dijo que buscara otro, pero yo no querÃa otro. Lo que me ponÃa más nerviosa eran los gritos de los vendedores de paraguas. Cada vez que llueve salen a hacer su negocio. Comprar paraguas cuando está lloviendo es de poco sagaces. Ella tenÃa un enorme Cristhian Dior mientras yo me mojaba. Las pocas mujeres que pasaban corriendo, golpeteaban los tacos por la vereda y gritaban taxi, taxi.
La nena que tocaba el acordeón todas las mañanas en esa esquina, no estaba. Esa ausencia me hacÃa sentir más sola. Su melodÃa formaba parte de mi espera. Yo le daba unas monedas y ella repetÃa aquella lejana canción una y otra vez hasta que él llegara con sus ojos cargados de devoción. Era una melodÃa muy triste para una chica de su edad. La nena tenÃa el mismo color de cabello que yo en la infancia. Ella los llevaba sueltos en cambio a mÃ, me los tranzaban. A su edad yo no habrÃa estado parada en una esquina amenazada por semejante multitud. Una vez propuso tocarme otra canción pero le dije que no. Una puede perderse en canciones desconocidas, es peligroso.
Bajo la lluvia, la esposa me arrancó de mis pensamientos y me hizo una proposición. Dijo que si yo me marchaba me dejaba su paraguas. Era muy decente y tenÃa buenos modales. PretendÃa que dejara a su hombre por un paraguas. No habÃa extrañeza que pudiera compararse con la mÃa. Pero esa mujer era inteligente: se habÃa dado cuenta de que a mà me castigaba más fuerte que a ella el temporal. Estaba muriendo de frÃo y mi terquedad no me habrÃa permitido acercarme al paragüero para comprar uno de esos trastos negros, con mango plástico, económicos y útiles. Inmediatamente vinieron a mi memoria los dÃas de lluvia que caminé abrazada a su esposo, bajo un enorme paraguas Cristhian Dior, similar al que ella sostenÃa como propio.
Por lo visto, ese era su paraguas. Ese era su esposo. Ese era su matrimonio. Su estanterÃa emocional. Su resumen del mes. Este era mi sentimiento, mi intemperie, mi felicidad. Dependiendo de quién las observara, unas y otras realidades, unas y otras pertenencias parecerÃan nada.
El está enfermo, dijo. Yo lo habÃa visto pocos dÃas atrás y estaba maravilloso. Era evidente que mentÃa. No es que fuera mala persona sino que se veÃa obligada a actuar.
Yo me sentÃa débil. La mañana estaba cada vez más frÃa. La lluvia habÃa arruinado mi ropa, mis libros, mis zapatos. Esa mujer arruinaba mi alma.
¿Podemos entrar al bar?, dije. Ella aceptó. Eligió la misma mesa que en otras oportunidades ocupáramos su esposo y yo. Ella pidió una lágrima y yo café doble. A las lágrimas me las tragaba.
No sé cuánto tiempo estuvimos allÃ, calladas, pero era evidente que ellos habÃan pasado muchas más horas juntos, y con un silencio más impenetrable. Ella se mostraba calma y segura. No parecÃa abrumada. TenÃa el aplomo de un agrimensor de pie sobre su parcela.
El está enfermo, volvió a decir después de mucho rato y se le cayó el paraguas que habÃa apoyado contra la pared. Era inevitable, en ese momento, que el orden de su vida y sus pertenencias resultaran turbados.
Pude haber dicho que lo nuestro era una manera de bajarnos del mundo para después continuar con el orden de las cosas, pero no estaba en condiciones de decir nada. Ella y yo no éramos lo mismo. Ella podÃa abrir su paraguas y llegar a casa con el cabello seco. Es fácil para una mujer precavida y orientada, conducir los pasos hacia la propia vida. En cambio yo no compraba paraguas y me resultaba fácil extraviar los pasos de mi vida. Ella me miraba con firmeza y yo no necesitaba su bondad.
El interior del bar estaba dividido. Hacia la derecha, los hombres que buscaban las peores noticias del diario. En el centro, los mozos que miraban cómo se mojaba la gente y sobre la otra vidriera, ella, su paraguas y yo.
Mientras ella no hablaba, yo pensaba en su esposo sostenido por ella y alumbrado por mÃ. ¿En qué nos habÃamos convertido? Esa mujer querÃa borrar con su helada presencia todo lo que él y yo habÃamos construido al calor de su ausencia.
Pese a todo, los ojos de mi raciocinio y mi corazón no se habÃan apagado del todo. Esa mujer no querÃa mi lugar ni yo, el suyo. Aunque siguiera lloviendo, aunque su actitud resolutiva y dominante me mostrara mi intemperie, yo no necesitaba su paraguas. Sentir la lluvia y temblar de frÃo era mi modo de columpiarme con los hilos del milagro.
Ella se marchó sin siquiera correr el resigo de rozarme. Después de todo el silencio, no dijo adiós. No podÃamos decirnos adiós, ni culparnos, ni perdonarnos. HabÃa muchas palabras sin sentido entre ella y yo.
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